Esa misma tarde, a las cuatro, Jack Counihan y yo dejamos nuestro coche de alquiler delante de la puerta principal del hotel de la calle Stockton.
—Ha quedado en paz con la policía, así que no tenía motivos para mudarse —expliqué a Jack— y como no conozco al personal de este hotel prefiero no molestar a nadie. Si no aparece más tarde sí que tendremos que meternos con ellos.
Nos dedicamos a fumar, a especular sobre quién sería el siguiente en coronarse como campeón de los pesos pesados y cuándo, a discutir sobre las posibilidades de que abolieran la ley seca o consiguieran que se cumpliese, sobre dónde encontrar buena ginebra y qué hacer con ella, sobre la injusticia de que la nueva normativa de la agencia considerase que, a efectos de liquidaciones de gastos, ir a Oakland no implicaba cambiar de ciudad, y sobre otros asuntos igual de apasionante que nos entretuvieron desde las cuatro hasta las nueve y diez.
A las nueve y diez, el Rojo O’Leary salió del hotel.
—Dios es bueno —dijo Jack y abandonó el coche de un salto para encargarse del trabajo a pie, mientras yo ponía en marcha el motor.
El gigante del fuego en la cabeza no nos llevó muy lejos. La puerta principal de Larrouy’s se lo tragó. Cuando conseguí aparcar el coche y entrar en el local, tanto O’Leary como Jack habían encontrado sitio para sentarse. La mesa de Jack quedaba al borde de la pista de baile. La de O’Leary, al otro lado del local, pegada a la pared, cerca de un rincón. Un par de gordos rubios abandonaban una mesa en aquel mismo rincón justo cuando yo entraba, así que convencí al camarero que salió a ofrecerme asiento para que me la adjudicara.
La cara de O’Leary marcaba tres cuartos de perfil con respecto a mí. Estaba vigilando la puerta y lo hacía con una ansiedad que se convirtió de pronto en alegría al ver aparecer a una chica. Era la que Angel Grace había llamado Nancy Regan. Ya he dicho que era bonita. Bueno, lo era. Y el arrogante sombrerito azul que le escondía toda la melena esa noche no reducía ni un ápice su belleza.
El pelirrojo se puso en pie y apartó a empujones a un camarero y un par de clientes para acercarse a recibirla. Como recompensa por su ansiedad obtuvo algunas procacidades que no dio muestras de oír y una sonrisa de dientes blancos y ojos azules que resultó ser… Bueno, bonita. La acompañó hasta su mesa y la instaló en una silla, de cara a mí, mientras que él se quedó bien encarado a ella.
Su voz era un retumbo de barítono en el que mis oídos atentos no alcanzaban a distinguir ninguna palabra. Daba la impresión de que le estaba contando muchas cosas y a ella, por su manera de escuchar, le gustaban.
—Pero, Rojo, cariño, no deberías… —dijo en una ocasión.
Su voz era… Sé otras palabras, pero atengámonos a esta: bonita. Fuera quien fuese, la novia del pistolero había contado con alguna ventaja en la vida, o tal vez había aprendido muy bien su papel. En algún momento, cuando la orquesta se tomaba un respiro, me llegaban unas cuantas palabras, pero no obtuve de ellas ninguna información, más allá de confirmar que ni ella ni su pendenciero acompañante tenían nada en contra del otro.
El local estaba casi vacío cuando entró ella. Hacia las diez ya estaba bastante lleno, y eso que para los clientes de Larrouy’s las diez era una hora temprana. Empecé a prestar menos atención a la chica del Rojo —por bonita que fuera— y más a los demás vecinos. Me sorprendió que no hubiera muchas mujeres a la vista. Me puse a comprobarlo y confirmé que había bastantes menos mujeres que hombres. Había hombres —hombres de cara de rata, de cara de hacha, hombres de mandíbulas cuadradas, de mandíbulas finas, hombres pálidos, hombres rubicundos, hombres oscuros, hombres con cuellos de toro, hombres escuálidos, hombres de aspecto divertido, hombres con pinta de duros, hombres ordinarios— sentados a las mesas de dos en dos, o de cuatro en cuatro, y aún seguían entrando más; y bien pocas mujeres.
Aquellos hombres hablaban entre sí como si no tuvieran demasiado interés en lo que ellos mismos decían. Miraban a su alrededor como quien no quiere la cosa, con ojos que aún se volvían más inexpresivos al posarse en O’Leary. Y es que esas miradas ocasionales y aburridas siempre se posaban en O’Leary, aunque solo fuera un par de segundos.
Volví a concentrar mi atención en O’Leary y Nancy Regan. Él estaba un poco más tieso que antes en el asiento, pero era una postura cómoda, ágil y, aunque los hombros se habían encorvado un poco, carente de rigidez. Ella le dijo algo. Él se rio y volvió la cabeza hacia el centro de la sala, de tal modo que parecía que no se riera solo de lo que acababa de decirle ella, sino también de los hombres que lo rodeaban, esperando. Era una risa desbordante, joven y despreocupada.
La chica pareció sorprendida por un momento, como si algo de aquella risa la desconcertara, pero luego siguió hablando. Decidí que ella no sabía que estaba sentada en un barril de dinamita. O’Leary sí. Cada centímetro de su cuerpo, cada gesto suyo decía: «Soy grande, fuerte, joven, duro y pelirrojo. Cuando queráis venir por lo vuestro, aquí estaré».
Fue pasando el tiempo. Unas cuantas parejas se pusieron a bailar. Jean Larrouy iba de un lado a otro con una preocupación oscura instalada en su cara redonda. El local estaba lleno de clientes, pero él lo hubiera preferido vacío.
Hacia las once me levanté y convoqué con un gesto a Jack Counihan. Se acercó a mí, nos dimos la mano, intercambiamos unos saludos de rigor y se sentó a mi mesa.
—¿Qué pasa? —preguntó, escudándose en la estridencia de la orquesta—. No veo nada, pero hay algo en el aire. ¿O será que estoy histérico?
—Pronto lo estarás. Los lobos se están reuniendo y el Rojo O’Leary es el cordero. Tal vez haya otros de carne más tierna para quien pueda escoger. Pero esta gente ayudó una vez a asaltar un banco y cuando llegó el día de cobro los sobre estaban vacíos, o ni siquiera había sobres. Corrió la voz de que el Rojo sabía por qué. Y aquí estamos. Ahora están esperando. Quizá tenga que venir alguien, o quizás esperen a haber bebido lo suficiente.
—¿Y nosotros estamos sentados aquí porque va a ser la mesa más cercana a la diana de las balas de toda esta gente cuando se levante la veda? —preguntó Jack—. Vayamos a la mesa del Rojo. Es más cerca todavía y me gusta bastante el aspecto de la chica que lo acompaña.
—No seas impaciente, ya tendrás tu diversión —le prometí—. No tiene ningún sentido matar a O’Leary. Si negocian con él de manera caballerosa, nos mantendremos al margen. Pero si empiezan a tirarle cosas, tú y yo nos encargaremos de liberarlo a él y a su chica.
—¡Bien dicho, mi amigo entusiasta! —Sonrió y el contorno de la boca empalideció un poco—. ¿Sabemos algún detalle, o nos limitamos simplemente a liberarlos en plan discreto?
—¿Ves la puerta que hay detrás de mí, a la derecha? Cuando empiece el follón iré hacia allí y la abriré. Tú aguanta mientras tanto. Cuando me oigas gritar, ayudas al Rojo como puedas a caminar hasta allí.
—Sí, sí. —Echó una mirada alrededor de la sala, se fijó en toda la gente horrenda que se veía, se humedeció los labios y se miró la mano que sostenía el cigarrillo, una mano temblorosa—. Espero que no me tomes por raro —se disculpó—. Pero no soy un viejo asesino como tú y ante la perspectiva de una matanza no puedo evitar reaccionar.
—¿Reaccionar? Y un carajo —le dije—. A ti lo que te pasa es que estás cagado de miedo. Pero tómatelo en serio. Si intentas convertir esto en un vodevil, yo mismo me encargaré de destrozar lo poco que estos guerrilleros dejen de ti. Haz lo que te digo y nada más. Si se te ocurre alguna idea brillante te la guardas para contármela luego.
—Ah, mi conducta será ejemplar —me aseguró.