Eran exactamente las cinco de la madrugada cuando abrí las sábanas y repté al interior de la cama. Aún no había salido de mis pulmones la última bocanada de humo del Fatima que había encendido antes de acostarme y ya estaba durmiendo. El teléfono me despertó a las cinco y cuarto.
Era Fiske:
—Ha llamado Mickey Linehan para informar de que nuestro Rojo O’Leary acaba de llegar a casa para acostarse.
—Que lo detengan —dije.
A las cinco y diecisiete dormía de nuevo.
Gracias al despertador salí de la cama a las nueve de la mañana, desayuné y bajé a la comisaría para averiguar qué tal le había ido a la policía con el pelirrojo. No muy bien.
—Nos tiene encallados —me dijo el capitán—. Tiene coartadas para la hora del asalto y para los sucesos de anoche. Y ni siquiera podemos aplicarle la ley de vagos y maleantes. Tiene medios de sustento. Es vendedor del Diccionario enciclopédico universal Humperdickel de conocimientos útiles y valiosos, o algo por el estilo. Empezó a colocar esos panfletos el día antes del asalto y cuando pasó todo estaba llamando a las puertas para pedir a la gente que le comprase sus malditos libros. O al menos tiene tres testigos que lo afirman. Anoche estuvo en un hotel entre las once y las cuatro y media, jugando a las cartas, y tiene testigos. No le hemos pillado nada encima, ni en su habitación.
Pedí al capitán permiso para llamar a casa de Jack Counihan.
—¿Podrías identificar a alguno de los hombres que viste en los coches anoche? —le pregunté cuando lo sacaron de la cama.
—No. Era muy oscuro y ellos iban muy deprisa. Apenas conseguí reconocer a mi hombre.
—No puede, ¿no? —dijo el capitán—. Bueno, puedo retenerlo veinticuatro horas sin acusarlo de nada y eso es lo que voy a hacer, pero luego tendré que soltarlo, salvo que descubras algo nuevo.
—Podrías soltarlo ya —propuse después de pensarlo un rato mientras me fumaba un cigarrillo—. Si tanta coartada tiene, no veo razón para que se esconda. Lo dejaremos en paz todo el día, le daremos tiempo para asegurarse de que no lo seguimos, y luego le seguiremos el rastro por la noche y no nos despegaremos de él. ¿Alguna información sobre la Gran Flora?
—No. El crío que se cargaron en la calle era Bernie Bernheimer, alias Niño Motsa. Supongo que era un adicto, porque se movía con otros drogatas, pero no era muy…
Lo interrumpió el zumbido del teléfono.
—¿Diga? Sí —saludó, y luego me pasó el aparato por encima de la mesa.
Una voz femenina:
—Soy Grace Cardigan. He llamado a la agencia y me han dicho que estaría ahí. Tengo que verle. ¿Podemos vernos ahora mismo?
—¿Dónde estás?
—En el locutorio de la calle Powell.
—Estaré allí dentro de quince minutos —dije.
Llamé a la agencia, localicé a Dick Foley y le pedí que se reuniera conmigo de inmediato en el cruce de Ellis y Market. Luego devolví el teléfono al capitán, me despedí de él y me fui a cumplir con mis citas.
Dick Foley estaba en la esquina cuando llegué. Era un canadiense moreno y pequeñajo, que apenas pasaba del metro y medio con tacones, pesaba menos de cincuenta kilos, hablaba como el telegrama de un escocés y era capaz de seguir a una gota de agua salada desde el Golden Gate hasta Hong Kong sin perderla de vista jamás.
—¿Conoces a Angel Grace Cardigan? —le pregunté.
Se ahorró la palabra «no» con un meneo de cabeza.
—Me voy a reunir con ella en el locutorio. Cuando termine, te pegas a ella. Es lista y te estará esperando, así que no va a ser pan comido. Pero haz lo que puedas.
Las comisuras tiraron de la boca de Dick hacia abajo y luego le dio uno de sus raros ataques de elocuencia:
—Cuanto más difíciles parecen, más fáciles resultan —dijo.
Caminó detrás de mí mientras yo me acercaba al locutorio. Angel Grace estaba en el portal. Tenía la cara más huraña —y, en consecuencia, menos hermosa— que jamás le había visto, salvo por sus ojos verdes, que contenían demasiado fuego para ser tenidos por huraños. Llevaba un periódico enrollado en una mano. No dijo nada, ni sonrió ni saludó siquiera con una inclinación de cabeza.
—Vamos a Charley’s para poder hablar —le dije, guiándola para pasar por delante de Dick Foley.
No le saqué ni un susurro hasta que estuvimos sentados frente a frente en un cubículo del restaurante y el camarero se había ido ya con nuestros pedidos. Entonces desplegó el periódico sobre la mesa con manos temblorosas.
—¿Esto va en serio? —quiso saber.
Miré la noticia que señalaba su dedo tembloroso, un relato de lo que habíamos descubierto en las casas de las calles Fillmore y Army, aunque el recuento era demasiado prudente. Me bastó un vistazo para comprobar que no salían nombres, que la policía había censurado bastante la noticia. Mientras fingía leer, me pregunté si no sería más conveniente decir a aquella mujer que la noticia era falsa. Sin embargo, como no me pareció que fuera a obtener ninguna ventaja clara, le ahorré una mentira a mi alma.
—Es prácticamente tal como lo cuentan.
—¿Estuvo usted ahí?
Había apartado el periódico para dejarlo en el suelo y estaba inclinada sobre la mesa.
—Con la policía.
—¿Estaba…? —Se le quebró la voz. Sus dedos pálidos plegaron el mantel en dos montoncitos entre nosotros. Carraspeó—. ¿Quién había…? —consiguió formular esta vez.
Una pausa. Esperé. Bajó los ojos, pero no sin antes permitirme ver el líquido que apagaba el incendio en ellos. Durante la pausa entró el camarero, dejó nuestra comida y se fue.
—Ya sabe lo que le quiero preguntar —dijo al fin, en tono grave, ahogado—. ¿Estaba él? ¿Estaba? ¡Dígamelo, por el amor de Dios!
Me puse a sopesar: la verdad y la mentira, la mentira y la verdad. Una vez más triunfó la verdad.
—A Paddy, el Mex, le pegaron un tiro y lo mataron en la casa de la calle Fillmore —le dije.
Sus pupilas se convirtieron en cabezas de alfileres y luego se extendieron tanto que casi llegaron a cubrir por completo el verde del iris. No hizo el menor ruido. La cara parecía vacía. Cogió un tenedor y se llevó un poco de ensalada a la boca. Y otra vez. Extendí un brazo por encima de la mesa y le quité el tenedor de la mano.
—Te lo estás tirando todo por la ropa —gruñí—. No se puede comer sin abrir la boca para meter la comida dentro.
Ella alargó los brazos para agarrar el mío, temblando, y me sostuvo la mano con unos dedos tan agitados que me clavaba las uñas.
—¿No me está mintiendo? —preguntó con una voz entre el sollozo y el castañeteo—. ¡Lo dice en serio! Aquella vez, en Fili, fue legal conmigo. Paddy siempre decía que usted era un detective legal. ¿No me está engañando?
—Es todo cierto —le aseguré—. ¿Paddy te importaba mucho?
Asintió sin energía al tiempo que se incorporaba y luego se hundía en el asiento, presa de una especie de estupor.
—Hay formas de vengarte en su nombre —sugerí.
—¿A qué se refiere?
—Hablar.
Me miró con cara inexpresiva un largo rato, como si se esforzara por comprender lo que le acababa de decir. Leí la respuesta en sus ojos antes de que la formulara con palabras.
—¡Ojalá pudiera! Pero soy la hija de John Cardigan, el revientacajas. No soy capaz de delatar a nadie. Usted está en el otro lado. Yo no puedo cruzar. Ojalá pudiera. Pero tengo demasiada sangre Cardigan. Estaré deseando que los pille en cada momento, y que los pille bien muertos, pero…
—Qué nobles tus sentimientos, o al menos tus palabras —le dije, en tono de burla—. ¿Quién te crees que eres? ¿Juana de Arco? ¿Estaría en la cárcel tu hermano Frank si no fuera porque su socio, Johnny, el Fontanero, lo delató a la policía de Great Falls? Espabílate, querida. Eres una ladrona en un mundo de ladrones, donde los que no son traidores son víctimas de traición. ¿Quién se cargó a tu Paddy, el Mex? ¡Sus colegas! En cambio, tú no puedes devolver la bofetada porque no sería correcto. ¡Dios mío!
Mi discurso no hizo más que aumentar la amargura de su cara.
—Les devolveré la bofetada —dijo—, pero no puedo cantar. Le digo que no puedo. Si fuera un matón, yo… En cualquier caso, si busco ayuda será entre los de mi lado de la partida. Déjelo así, ¿de acuerdo? Ya sabe cómo me siento, pero… ¿Me va a decir, aparte de…? ¿A quién más encontraron en esas casas?
—¡Sí, claro! —me burlé—. Te lo diré todo. Te dejo que me saques hasta el último dato. Pero tú no me des ninguna pista, porque no estaría a la altura de la ética de tu muy honorable profesión.
Como buena mujer, hizo caso omiso de mis burlas y repitió:
—¿Quién más?
—Nada que ver. Pero sí voy a hacer una cosa. Te diré un par que no estaban: la Gran Flora y el Rojo O’Leary.
El aturdimiento desapareció de su cara. Estudió la mía con unos ojos verdes que se habían vuelto oscuros y salvajes.
—¿Estaba Bluepoint Vanee? —quiso saber.
—¿Qué te parece? —respondí.
Estudió mi cara un rato más y luego se levantó.
—Gracias por lo que me ha contado —dijo—. Y por reunirse conmigo. De verdad, espero que gane.
Se fue, seguida por Dick Foley. Me puse a comer.