Nuestro destino era una casa gris de madera en la calle Fillmore. Había un montón de gente mirándola desde la calle. Delante había un furgón de la policía y unos cuantos uniformados entraban y salían.
Un cabo de bigote pelirrojo saludó a Duff y nos franqueó el paso a la casa, con algunas explicaciones a medida que avanzábamos:
—Nos hemos enterado gracias a la vecina, que se quejaba por las peleas, y cuando hemos llegado la verdad es que ya nadie estaba en condiciones de pelear.
Lo único que había en la casa eran catorce muertos.
Once habían muerto envenenados, según los médicos, por sobredosis de narcóticos en sus bebidas. A los otros tres les habían disparado cada tantos metros por el pasillo. Por el aspecto de los restos, habían hecho un brindis, bien cargado, y los que no habían bebido, ya fuera porque su carácter los invitaba a la moderación o a la suspicacia, habían recibido un balazo cuando intentaban escapar.
La identificación de los cuerpos nos dio una idea del motivo de su brindis. Todos eran ladrones: se habían tomado el veneno a la salud del botín del día.
No conocíamos a todos los muertos, pero cada uno de nosotros conocía a alguno y más adelante supimos la identidad de los restantes gracias a los archivos. La lista completa se parecía a un Quién es quién en el mundo del robo.
Estaba el Niño Nosequé, salido de Leavenworth apenas dos meses antes; Sheeny Holmes; Snohomish Whitey, de quien se suponía que había muerto como un héroe en Francia en 1919; L. A. Slim, de Denver, sin calcetines ni ropa interior como siempre, con un billete de mil dólares cosido en cada hombrera de su chaqueta; Araña Girrucci, con un chaleco de cadenilla debajo de la camisa y una cicatriz que iba de la coronilla a la mandíbula, recuerdo de un antiguo navajazo de su hermano; el Viejo Pete Best, congresista de antaño; el Negro Vojan, que una vez ganó ciento setenta mil dólares en una partida de dados en Chicago y llevaba la palabra «Abracadabra» tatuada en tres sitios distintos del cuerpo; Minialfabeto McCoy; Tom Brooks, cuñado de Minialfabeto, inventor del carrusel de Richmond, con cuyos beneficios se había construido tres hoteles; Cudahy el Rojo, que había asaltado un tren de la Union Pacific en 1924; Denny Burke; Bull McGonickle, pálido todavía por los quince años cumplidos en Joliet; Toby el Balas, camarada de Bull, que solía ufanarse de haberle robado la cartera al presidente Wilson en un vodevil de Washington, y Paddy, el Mex.
Duff les echó un vistazo y silbó.
—Un par de golpes como este y nos quedamos todos sin trabajo —dijo—. No quedará ni un timador de quien proteger a los que pagan impuestos.
—Me alegro de que te guste —le dije—. Yo odiaría ser un poli de San Francisco durante los próximos días.
—¿Por alguna razón especial?
—Fíjate en esto: una grandiosa traición. Este pueblecito nuestro está lleno de gente mala que espera que estos fiambres les lleven su parte del asalto. ¿Qué crees que pasará cuando empiece a correr la voz de que no hay pasta para la banda? Habrá más de un centenar de maleantes tirados, muy ocupados en conseguir pasta para poderse largar de aquí. Habrá tres robos por manzana y un asalto en cada esquina hasta que esa gente se haya pagado el billete. Dios te bendiga, hijo, pero te vas a ganar el sueldo con una buena dosis de sudor.
Duff encogió sus gruesos hombros y pasó por encima de los cadáveres para llegar hasta el teléfono. Después llamé yo a la agencia.
—Ha llamado Jack Counihan hace un par de minutos —me dijo Fiske. Luego me dio una dirección en la calle Army—. Dice que ha dejado allí a su hombre, con compañía.
Pedí un taxi por teléfono y después avisé a Duff:
—Me voy a escapar un momento. Te llamaré, tanto si hay alguna novedad como si no la hay. ¿Me vas a esperar?
—Si no tardas mucho…
Me bajé del taxi dos manzanas antes de la dirección que me había dado Fiske y avancé por Army hasta que descubrí a Jack Counihan instalado en una esquina oscura.
—He tenido un problema —me dijo a modo de saludo—. Mientras llamaba por teléfono desde un comedor que hay más arriba se me han escapado unos cuantos.
—Ah, ¿sí? ¿De qué va la cosa?
—Bueno, al salir de la casa de la calle Green el gorila ha tomado un tranvía hasta una casa en Fillmore y…
—¿Qué número?
El número que me dio Jack era el de la casa llena de muertos que yo acababa de abandonar.
—Durante los diez o quince minutos siguientes, otras tantas personas han entrado en la misma casa. La mayoría llegaban a pie, de uno en uno o por parejas. Luego han llegado dos coches a la vez, con nueve hombres; los he contado. Han entrado en la casa dejando los coches ante la puerta. Poco después ha pasado un taxi y yo lo he parado por si acaso mi amigo se iba en algún coche.
»Durante al menos media hora tras la llegada de los nueve, no ha pasado nada. Luego parecía que en aquella casa todo el mundo tuviera algo que decir: ha habido unos cuantos gritos y disparos. Ha durado tanto que han despertado a todo el barrio. Cuando se ha terminado, diez hombres, los he contado, han salido corriendo de la casa, se han metido en los dos coches y se han largado. Mi hombre era uno de ellos.
»Mi fiel taxista y yo hemos gritado “¡a la caza!”, y nos han traído hasta aquí y se han metido en esa casa que hay un poco más abajo en esta calle, esa que todavía tiene un coche parado delante. Al cabo de media hora he pensado que sería mejor informar, así que he dejado mi taxi a la vuelta de la esquina, donde sigue aumentando la cuenta de gastos, y he subido hasta un hostal que está abierto toda la noche para llamar a Fiske desde allí. Y al volver, uno de los coches se había ido y yo, pobre de mí, no sé quién iba en él. ¿La he fastidiado?
—¡Claro! Tendrías que haberte llevado sus coches hasta el teléfono. Vigila el que queda todavía mientras yo reúno una brigada numerosa.
Subí al comedor para llamar a Duff, le dije dónde estaba y le propuse:
—Si te traes a tu banda, a lo mejor sacamos algo. Un par de grupos que llegaron en coche a la calle Fillmore, pero luego no se quedaron, han venido hasta aquí y puede que todavía estén dentro si llegáis rápido.
Duff se vino con cuatro agentes y una docena de uniformados. Asaltamos la casa por delante y por detrás. No perdimos tiempo llamando al timbre. Nos limitamos a derribar las puertas y entrar. En el interior todo estaba negro hasta que encendimos algunas linternas. No hubo resistencia. Normalmente, lo seis tipos que había ahí dentro nos hubieran derrotado incluso en inferioridad numérica. Pero estaban demasiado muertos para eso.
Nos quedamos todos mirándonos, boquiabiertos.
—Esto se está volviendo aburrido —se quejó Duff mientras mordisqueaba tabaco—. Todos los trabajos se vuelven más o menos rutinarios, pero yo me estoy hartando de entrar en habitaciones llenas de maleantes asesinados.
El catálogo de aquella casa contenía menos muertos que la anterior, pero todos eran más importantes. Estaba el Niño Tembloroso: ya nadie podría cobrar la recompensa que se ofrecía por su captura; Darby M’Laughlin, con sus gafas de cuerno retorcidas en la nariz, diamantes por valor de diez mil dólares entre sus dedos y el alfiler de la corbata; Happy Jim Hacker, el Burro Marr, último miembro de la dinastía de los Marr con las piernas arqueadas, asesinos todos, el padre y los cinco hijos; Toots Salda, el hombre más fuerte del mundo criminal, que una vez había huido llevándose en volandas a los dos policías de Savannah que acababan de esposarlo; y Rumdum Smith, que mató a Lefty Read en Chi en 1916, con un rosario enredado en la muñeca izquierda.
Nada de caballeroso envenenamiento en esa casa: a aquellos chicos los habían masacrado con un rifle doble del 30 equipado con un silenciador casero, cutre pero eficaz. El rifle estaba encima de la mesa de la cocina. Una puerta conectaba la cocina con el comedor. En el otro extremo, otra puerta, esta de hoja doble, ahora abierta de par en par, daba a la habitación donde yacían los ladrones muertos. Estaban todos cerca de la pared que daba a la fachada, como si antes de dispararles les hubieran hecho ponerse en fila.
El papel pintado, de color gris, estaba manchado de sangre y con un par de agujeros allá donde las balas habían atravesado la pared. Los ojos del joven Jack Counihan detectaron una mancha en el papel que no era accidental. Quedaba cerca del suelo, junto al Niño Tembloroso, cuya mano estaba manchada de sangre. Había escrito algo en la pared antes de morir, con los dedos empapados de sangre propia y de la de Toots Salda. En sus letras se apreciaban huecos y fracturas que correspondían a los momentos en que se le había secado el dedo, y la caligrafía era retorcida y enmarañada porque debía de haber escrito a oscuras.
Tras rellenar los huecos, interpretar las torceduras y usar la imaginación donde no había ninguna indicación que sirviera de guía, encontramos dos palabras: «Gran Flora».
—A mí no me dice nada —dijo Duff—, pero es un nombre y a estas alturas casi todos los nombres pertenecen a algún muerto, así que ya es hora de añadirlo a nuestra lista.
—¿Qué creéis que ha pasado? —preguntó O’Gar, el agente de cabeza ahuevada del departamento de Homicidios, sin dejar de mirar los cadáveres—. ¿Sus compañeros han desenfundado primero, los han obligado a alinearse contra la pared y el tirador de la cocina se los ha cargado, bang-bang-bang-bang-bang-bang?
—Eso parece —convinimos los demás.
—Han venido diez desde la calle Fillmore —dije—. Seis se han quedado aquí. Cuatro se han ido a otra casa, en la que la mitad estará ahora cargándose a la otra mitad. Lo único que hemos de hacer es seguir la pista de los cadáveres de casa en casa hasta que solo quede un hombre, que será capaz de llegar hasta el final matándose para dejar intacto el botín, que recuperaremos en su envoltorio original. Espero que no tengáis que pasar la noche en vela para encontrar los restos de ese último hombre. Venga, Jack, vamos a casa, a dormir un poco.