La puerta de la calle de la casa no solo no estaba cerrada con llave, sino que estaba abierta de par en par. Entré a un recibidor en el que se veía un tramo de escalera silueteado por una luz tenue que llegaba de arriba. Subí por él y doblé hacia la parte delantera de la casa. El grito había llegado de algún lugar cercano a la fachada: podía ser en aquel piso o en el de encima. Cabía la posibilidad de que el rompecráneos hubiera dejado la puerta sin cerrar, igual que tampoco se había detenido a dejar bien cerrada la de la calle.
No tuve suerte en el segundo piso, pero el tercer pomo que probé con cuidado en el siguiente giró en mi mano y me permitió abrir una rendija. Esperé un momento, sin oír más que un ronquido que venía del fondo del pasillo. Apoyé la palma de la mano en la hoja de la puerta y abrí un palmo más. Ningún sonido. La habitación estaba negra como las perspectivas de un policía honesto. Pasé una mano por el marco, avanzándola unos centímetros por el papel pintado, encontré un interruptor y lo accioné. Dos globos en el centro de la habitación derramaron su tenue luz amarilla por la habitación destartalada y sobre el joven armenio, muerto encima de la cama.
Entré en la habitación, cerré la puerta y me acerqué a la cama. Los ojos del chico estaban abiertos, casi salidos. Tenía una magulladura en una sien. En el cuello se abría una raja encarnada que iba prácticamente de oreja a oreja. En torno a la raja, en los pocos puntos que no estaban empapados de rojo, el fino cuello estaba lleno de moratones. El rompecráneos había tumbado al chico con un golpe en la sien y luego lo había estrangulado hasta darlo por muerto. Sin embargo, el chico había revivido lo suficiente para gritar; o no tanto como para no gritar. El rompecráneos había vuelto para rematar el trabajo con un cuchillo. Tres manchurrones en las sábanas mostraban el lugar en que había limpiado el cuchillo.
La tela de los bolsillos del muchacho estaba vuelta hacia fuera. El rompe-cráneos se los había vaciado. Revisé la ropa, pero con tan poco éxito como esperaba: el asesino se lo había llevado todo. Tampoco la habitación me dio ninguna pista: algo de ropa, pero nada que pudiera aportarme ninguna información.
Terminada la investigación, me quedé en el centro del cuarto, rascándome la barbilla y cavilando. Una tabla del suelo de madera crujió en el pasillo. Con tres pasos hacia atrás, apoyando el peso en los tacones de goma, me metí en el armario, mohoso, y dejé apenas una rendija de un centímetro al cerrar la puerta. Unos nudillos llamaron a la puerta de la habitación mientras yo sacaba el arma de la cadera. Volvió a sonar la puerta y una voz femenina dijo:
—¡Niño, ay, niño!
Ni la llamada ni la voz sonaban con fuerza. Cuando giró el pomo, sonó un chasquido. Se abrió la puerta y quedó enmarcada la figura de la chica de mirada huidiza a quien Angel Grace había llamado Sylvia Yount.
La fugacidad cedió lugar a la sorpresa en sus ojos cuando se posaron en el chico.
—¡Ay, joder! —exclamó, y desapareció.
Yo estaba ya a medio salir del armario cuando oí que regresaba de puntillas. De nuevo en mi agujero, esperé con un ojo pegado a la rendija. Entró deprisa, cerró la puerta en silencio y fue a inclinarse ante el cuerpo del chico muerto. Lo recorrió con las manos y exploró los bolsillos que yo había vuelto a dejar en su sitio.
—¡Maldita mala suerte! —dijo en voz alta, una vez terminado el infructuoso registro, y se fue de la casa.
Le di tiempo para que llegase a la acera. Se dirigía hacia la calle Kearny cuando yo salí de la casa. La seguí por Kearny hasta Broadway, luego Broadway arriba hasta Larrouy’s. En Larrouy’s había mucho jaleo, sobre todo cerca de la puerta, con muchos clientes que entraban y salían. Yo estaba a un par de metros de la chica cuando paró a un camarero y, en un susurro tan nervioso que resultó bien audible, le preguntó:
—¿Está el Rojo?
El camarero movió la cabeza de lado a lado.
—No ha venido esta noche.
La chica salió del antro y caminó a toda prisa con repiqueteo de tacones hasta un hotel de la calle Stockton.
Desde el ventanal de la calle vi cómo llegaba al mostrador y hablaba con el recepcionista. El hombre le dijo que no con un meneo de cabeza. Ella volvió a hablar y él le dio un papel y un sobre, en los que ella garabateó algo junto al tablero de las llaves. Antes de verme obligado a cambiar de posición para escoger un lugar más seguro desde el que vigilar su salida, alcancé a ver en qué hueco deslizaba su nota.
Desde el hotel la chica tomó un tranvía hasta el cruce de las calles Market y Powell y luego subió por Powell hasta O’Farrell, donde un joven de cara regordeta, vestido con abrigo gris y sombrero a juego, se apartó del bordillo para tomarla por un brazo y acompañarla hasta una parada de taxis que había algo más arriba. Los dejé ir, aunque tomé nota del número del taxi: el gordito parecía más un cliente que un colega.
Eran poco menos de las dos de la mañana cuando regresé a la calle Market y subí a la oficina. Fiske, que controla la oficina por la noche, me dijo que Jack Counihan no se había presentado, ni había aparecido nadie más por allí. Le dije que despertase a algún agente y al cabo de diez o quince minutos consiguió que Mickey Linehan saliera de la cama y se pusiera al teléfono.
—Oye, Mickey —le dije—, te he escogido una esquina fantástica para que pases en ella el resto de la noche. Así que agárrate bien los pañales y vete gateando hasta allí, ¿de acuerdo?
Entre sus gruñidos y sus palabrotas intercalé el nombre del hotel de la calle Stockton, describí al Rojo O’Leary y le dije en qué agujerito habían dejado la nota.
—Tal vez el Rojo no viva allí, pero merece la pena comprobarlo —concluí—. Si lo pillas, intenta no soltarlo hasta que pueda enviar a alguien que te releve.
Colgué durante el estallido de procacidades que le había arrancado con esa ofensa.
Había mucho ajetreo en la comisaría central cuando llegué, aunque nadie había intentado forzar todavía la cárcel del piso superior. Cada pocos minutos llegaban nuevos grupos de personajes sospechosos. Había policías uniformados y de paisano por todas partes. La zona de los agentes era un avispero.
Intercambié información con algunos agentes y les conté lo del armenio. Estábamos preparando un grupo para visitar sus restos cuando se abrió la puerta del despacho del capitán y salió el teniente para entrar en la sala de reuniones.
—Allez ¡Oop! —dijo, al tiempo que señalaba con su grueso dedo a O’Gar, Tully, Reeder, Hunt y a mí—. Hay algo que vale la pena ver en Fillmore.
Lo seguimos hasta un coche.