Volví a la comisaría central y ayudé a freír a unos cuantos prisioneros más en aceite hasta las ocho de la tarde, cuando el hambre me recordó que estaba sin comer desde el desayuno. Me ocupé de eso y luego me dirigí hacia Larrouy’s, deambulando ociosamente para que el ejercicio no interfiriese con la digestión. Me pasé tres cuartos de hora en Larrouy’s y no vi a nadie que me interesara especialmente. Había unos cuantos caballeros conocidos, pero ninguno parecía muy ansioso por relacionarse conmigo; no siempre resulta saludable en los círculos criminales que te vean dándole a la lengua con un sabueso justo después de un trabajo.
Como por allí no llegaba a nada, subí por la calle hasta el Wop Healy’s, otro antro. Allí tuve el mismo recibimiento: me dieron una mesa y me dejaron solo. La orquesta de Healy estaba dando lo mejor de sí en Don’t You Cheat y los clientes que se sentían atléticos lo disfrutaban en la pista de baile. Uno de los bailarines era Jack Counihan, con una chica grande de piel de oliva y cara agradable, rasgos gruesos y pinta de estúpida entre los brazos.
Jack era un tipo alto y delgado de veintitrés o veinticuatro años que llevaba unos pocos meses trabajando para la Continental. Era su primer trabajo y no lo hubiera conseguido de no ser porque su padre había insistido en que si el nene quería seguir metiendo los dedos en la caja de la familia tenía que renunciar a la idea de que graduarse por los pelos en la universidad ya era mucho trabajo para toda la vida. Así que Jack se presentó en la agencia. Creía que hacer de detective sería divertido. A pesar de que hubiera preferido equivocarse de ladrón antes que de corbata, era un buen atrapaladrones. Un joven agradable, musculoso pese a su delgadez, con el cabello liso, cara y modales de caballero, rápido de cabeza y de manos, lleno de toda esa alegría propia de una juventud a la que nada importa. Le patinaba el coco, claro, y había que dirigirlo, pero yo prefería trabajar con él que con muchos de los veteranos que conocía.
Pasó media hora sin que ocurriera nada interesante.
Entonces entró en Healy’s un chico: un muchacho bajito, vestido con ropa chillona, con pantalones muy ajustados y zapatos abrillantados, con un punto de insolencia en su cara pálida, de delgadez pronunciada. Era el mismo al que había visto deambular por Broadway un instante después de que se cargaran a Beño.
Recostado en la silla para esconderme tras el sombrero amplio de una mujer que tenía delante, seguí con la mirada al joven armenio, que iba avanzando entre las mesas para llegar a una en el rincón más lejano, a la que se habían sentado tres hombres. Habló con ellos con aire distraído, apenas una docena de palabras, y luego se dirigió a otra mesa, en la que había un hombre solo, chato, con el cabello negro. El muchacho se dejó caer en una silla frente a él, sonrió con desdén ante las preguntas del chato y pidió una copa. Cuando la hubo terminado recorrió la sala para hablar con un hombre delgado con cara de zopilote y luego salió de Healy’s.
Al seguirlo pasé junto a la mesa en que descansaba Jack con su chica, y llamé su atención. Afuera, vi al joven armenio media manzana más allá. Jack Counihan llegó a mi altura y me adelantó. Con un Fatima en la boca, lo llamé.
—¿Tienes fuego, hermano?
Mientras encendía el cigarrillo con una cerilla de la caja que me dio Jack, aproveché que me tapaba la boca con las manos para decirle:
—El pavo de la ropa chula… Síguelo. Yo iré detrás de ti. No lo conozco, pero si es el que se cargó anoche a Beño por hablar conmigo, él sí me conoce a mí. ¡Síguele los talones!
Jack se guardó las cerillas en el bolsillo y salió en pos del chico. Yo le cedí algo de ventaja y luego arranqué tras él. Y entonces ocurrió algo interesante.
Había bastante gente en la calle, hombres sobre todo, algunos de paseo, otros holgazaneando en las esquinas o delante de los bares de refrescos. Cuando el armenio llegó a la esquina de un callejón en el que había una farola encendida, se le acercaron dos hombres, le dijeron algo y se separaron un poco, de modo que él quedó entre los dos. El chico quería seguir caminando y no parecía que pensara prestarles demasiada atención, pero uno de ellos estiró un brazo delante de él y le obligó a frenar. El otro sacó la mano derecha del bolsillo y la lanzó hacia la cara del muchacho con una floritura en la que los nudillos plateados brillaron a la luz de la farola. El muchacho se agachó para esquivar el golpe con agilidad y pasar por debajo del brazo estirado del otro hombre y siguió adelante por el callejón, caminando, sin mirar siquiera hacia atrás, a los dos hombres que ahora se le acercaban por la espalda.
Justo cuando ya lo iban a alcanzar se acercó a ellos otro hombre, un tío de espalda amplia, brazos largos, y constitución de primate al que no había visto nunca. Alargó las dos manazas de gorila a la vez. Cada una agarró a un hombre. Tiró de ellos hacia atrás por el cogote para alejarlos del chico, los sacudió hasta que se les cayeron los sombreros, juntó de golpe los dos cráneos con un crujido parecido al de un mango de escoba al romperse, y luego se llevó sus dos cuerpos inmóviles a rastras, callejón arriba, sin mirar atrás ni una sola vez.
Cuando el rompecráneos salía del callejón llegué a verle la cara: una cara de piel oscura y rasgos burdos, plana y amplia, con el mentón tan musculoso que parecía tener abscesos junto a las orejas. Escupió, se subió bien los pantalones y echó a andar contoneándose calle abajo, detrás del chico.
El muchacho entró en Larrouy’s. El rompecráneos entró tras él. El chico salió y tras él —tal vez a unos seis metros de distancia— salió también el rompecráneos. Jack los había seguido al interior del antro, mientras que yo esperaba fuera.
—¿Sigue entregando mensajes? —pregunté.
—Sí, ahí dentro ha hablado con cinco hombres. Tiene un buen guardaespaldas, ¿eh?
—Sí —convine—. Asegúrate de no meterte entre los dos. Si se separan, yo seguiré al matón y tú te quedas con el pavo.
Nos separamos y avanzamos tras nuestra presa. Nos llevaron a todos los antros de San Francisco, a los cabarés, a los restaurantes grasientos, salones de billar, bares, hoteluchos, casas de putas, de apuestas y de todo lo demás. En todos ellos, el muchacho encontró hombres con los que intercambiar su docena de palabras y, entre una visita y la siguiente, los encontraba también por las esquinas.
Me hubiera gustado seguir a alguno de aquellos pájaros, pero no quería dejar a Jack solo con el chico y su guardaespaldas; parecían demasiado importantes. Y tampoco podía encargar a Jack que se ocupara de los otros porque para mí era arriesgado acercarme demasiado al armenio. Así que seguimos jugando la partida tal como había empezado, siguiendo a nuestra pareja de agujero en agujero mientras la noche se iba alargando hacia la mañana.
Habían pasado unos pocos minutos de la medianoche cuando salieron de un hotelito de la calle Kearny y, por primera vez desde que los seguíamos, echaron a caminar juntos, a la misma altura, hasta la calle Green, donde doblaron hacia el este, por la ladera de Telegraph Hill. Media manzana más allá subieron los escalones de acceso de una casa destartalada de pisos amueblados y se perdieron de vista. Me reuní con Jack Counihan en la esquina, donde él se había detenido.
—Habrá terminado ya de saludar a la gente —especulé—. Si no, no le daría descanso al guardaespaldas. Si no pasa nada dentro de la próxima media hora, me largo. Tú tendrás que vigilar la casa hasta la mañana.
Veinte minutos después salió de la casa el rompecráneos y echó a andar calle abajo.
—Me lo quedo yo —dije—. Tú ocúpate de la otra criatura.
El rompecráneos dio diez o doce pasos desde la casa y se detuvo. Miró hacia atrás y alzó la vista para ver bien los pisos más altos. Entonces Jack y yo pudimos oír lo que le había hecho parar. Arriba, un hombre gritaba. En realidad, por el volumen no era un gran grito. Incluso ahora que alcanzaba su máxima fuerza, apenas llegaba a nuestros oídos. Pero en aquel grito, en aquella única voz que gemía, parecían aunarse los terrores de todos los seres que temen la muerte. Oí el tembleque de los dientes de Jack. Yo mismo tengo lo poco que me queda de alma forrado de cuero duro, pero me temblaba hasta la frente. Para la carga de significado que tenía, era un grito bien débil.
El rompecráneos se puso en marcha. Cinco grandes zancadas lo llevaron de vuelta a la casa. No tocó ni uno de los seis o siete escalones de acceso. Pasó de la acera al vestíbulo con un salto que ni un mono habría podido superar de tan ágil, fácil y silencioso. Un minuto, dos minutos, tres minutos y el rompecráneos volvió a salir de la casa. Se detuvo en la acera a escupir y subirse bien los pantalones. Luego arrancó calle abajo contoneándose.
—Ahí va tu pedazo de carne, Jack —le dije—. Yo voy a visitar al muchacho. Ahora ya no me reconocerá.