A última hora de la tarde abandoné las tareas de sabueso para tomar un descanso y me fui a la oficina, a echar un cigarrito con el Viejo. Lo encontré reclinado en su silla, mirando por la ventana, dando golpecitos en el escritorio con su largo lápiz amarillo de siempre.
Cumplidos ya los setenta, alto y relleno, aquel jefe con su bigote blanco, su cara sonrosada de abuelete, sus suaves ojos azules parapetados en gafas de montura al aire era más frío que la cuerda de un ahorcado. Cincuenta años de perseguir malhechores para la Continental le habían despojado de todo menos su cerebro y una coraza de educación que se expresaba con voz suave y sonrisa amable y no cambiaba según fueran las cosas mejor o peor: en cualquiera de ambos casos significaba lo mismo. Los que habíamos trabajado a su cargo estábamos orgullosos de esa frialdad. Solíamos ufanarnos de que era capaz de escupir estalactitas en julio y entre nosotros lo llamábamos Poncio Pilatos porque sonreía con educación mientras nos encargaba misiones suicidas.
Al oírme entrar dejó de mirar por la ventana, se volvió y me señaló una silla con una inclinación de cabeza y se pasó el lápiz por el bigote. Desde su escritorio, los periódicos de la tarde comentaban a gritos y a todo color la noticia del robo del Seaman’s National Bank y la Golden Gate Trust Company.
—¿Cómo está la situación? —me preguntó, igual que se pregunta qué tiempo hace.
—La situación es excelente —le dije—. Había por lo menos ciento cincuenta maleantes implicados en el asalto. Yo mismo habré visto un centenar, o eso creo, y había decenas que no he visto; todos listos para saltar y morder con hambre renovada. Y vaya si mordían. Han emboscado a la policía y le han dado una buena paliza, tanto al entrar como al salir. Han asaltado los dos bancos a las diez en punto, han tomado la manzana entera, la gente razonable se ha largado y a los demás se los han cargado ellos. El atraco en sí ha sido pan comido para una banda de ese tamaño. Han entrado veinte o treinta en cada banco mientras los demás controlaban la calle. No tenían más que empaquetar el botín y llevárselo a casa.
Hay una serie de hombres de negocios muy indignados, reunidos ahora mismo ahí abajo: agentes de bolsa de mirada enloquecida, encabritados pidiendo la cabeza del jefe de la policía. La policía no ha hecho ningún milagro, desde luego, pero no hay ningún departamento policial preparado para enfrentarse a un asunto de esta envergadura, por muy bien preparados que crean estar. Todo el asunto ha durado menos de veinte minutos. Dicen que había unos ciento cincuenta maleantes metidos en esto, armados en serio, con cada movimiento planificado al milímetro. ¿Cómo vas a juntar suficientes polis ahí abajo, averiguar qué pretenden, planificar la batalla y acabar con todo en tan poco tiempo? Es muy fácil decir que la policía debería anticiparse y tener un plan para cada emergencia posible, pero esos mismos pájaros que proclaman a gritos que los policías son unos inútiles serían los primeros en gritar que les están robando si les subieran los impuestos unos pocos centavos para pagar más policías y mejor equipamiento.
En cualquier caso, la policía ha fallado —de eso no cabe la menor duda— y unos cuantos cuellos gordos van a sentir el tacto de la guillotina. Los coches blindados no han servido de nada, las granadas apenas al cincuenta por ciento porque los asaltadores también sabían jugar a eso. Pero el verdadero desastre de la fiesta han sido las ametralladoras de la policía. Los banqueros y los agentes de bolsa dicen que estaban trucadas. Vaya usted a saber si ha sido porque las han saboteado deliberadamente o porque estaban mal cuidadas, pero solo una de ellas disparaba y ni siquiera bien del todo.
Han huido en dirección norte por Montgomery hacia Columbus. En Columbus los coches iban abandonando el desfile, dos en cada cruce, para tomar calles menores. La policía se ha encontrado con una emboscada entre Washington y Jackson y para cuando han conseguido superarla a tiros, los coches de los bandidos se habían esparcido ya por toda la ciudad. Desde entonces ya han ido encontrando muchos de ellos: todos vacíos.
Aún no se ha podido calcular todo, pero de momento el marcador va así: en la caja fuerte había vaya usted a saber cuántos millones, probablemente el mayor robo que jamás se haya conseguido con armas civiles. Hay dieciséis policías muertos y el triple de heridos. Han muerto doce espectadores inocentes, oficinistas del banco y gente por el estilo, y hay al menos otros tantos lastimados. Hay dos bandidos con heridas de bala, igual que otras cinco personas que nadie sabe si eran ladrones o espectadores que se han acercado demasiado. Entre los bandidos hay siete muertos, que sepamos, y treinta y un detenidos, casi todos ellos con heridas.
»Uno de los muertos era el Gordo Clarke. ¿Lo recuerda? Se escapó a tiros de un juzgado en Des Moines hará tres o cuatro años. Bueno, encontramos un papel en su bolsillo con un plano de la calle Montgomery, entre Pine y Bush, la manzana del asalto. En el dorso tenía unas instrucciones escritas a máquina, en las que se le decía exactamente qué debía hacer y cuándo debía hacerlo. Una «X» en el plano le mostraba dónde debía aparcar el coche con el que había llegado con sus siete hombres, y luego había un círculo rojo para señalar dónde debía quedarse con ellos para vigilar que todo fuera bien en general, y más específicamente para controlar las ventanas y los tejados de los edificios del otro lado de la calle. Las figuras 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7 y 8 del mapa señalaban portales, escalones, una ventana retranqueada y otros lugares por el estilo que podían usarse como refugio si se producía un tiroteo desde esas ventanas y tejados. Clarke no debía prestar atención al lado de la manzana que daba a la calle Bush, pero si la policía cargaba por el lado de la calle Pine tenía que subir a sus hombres hasta allí y distribuirlos por los puntos señalados con las letras a, b, c, d, e, f, g y h. (Su cuerpo ha aparecido en el punto señalado con la a.) Cada cinco minutos, mientras durase el asalto, tenía que enviar un hombre a un automóvil detenido en la calle, en un punto señalado en el plano con una estrella, para ver si había instrucciones nuevas. Tenía que avisar a sus hombres de que en caso de que le disparasen uno de ellos debía presentarse en ese vehículo para que les adjudicaran un nuevo cabecilla. Cuando dieran la señal de retirada tenía que enviar un hombre al coche en que habían acudido. Si todavía estaba en buen estado, ese hombre debía conducirlo sin adelantar al coche que tuviera delante. Si el vehículo no funcionaba, el hombre debía presentarse en el coche señalado con una estrella para recibir instrucciones sobre cómo conseguir otro. Supongo que contaban con encontrar suficiente cantidad de coches aparcados para cubrir esa parte. Mientras Clarke esperaba su coche, él y sus hombres debían disparar todo el plomo posible a cualquier enemigo que hubiera en su distrito y nadie podía montar en el coche hasta que llegara a su altura. Luego tenían que salir por Montgomery hasta Columbus para… Fin.
»¿Se da cuenta? —le pregunté—. Aquí hay ciento cincuenta pistoleros divididos en grupos, cada uno con su cabecilla, con planos y horarios que señalan qué debe hacer cada hombre y les dicen detrás de qué boca de incendios han de arrodillarse, en qué ladrillo apoyar los pies, dónde escupir… ¡Todo menos el nombre y la dirección del policía al que deben disparar! No pasa nada porque Beño no pudiera darme detalles. ¡Los hubiera despreciado como el sueño de un drogadicto!
—¡Muy interesante! —dijo el Viejo, con su sonrisa suave.
—El único plan que hemos encontrado es el del Gordo —seguí con mi historia—. He visto a unos cuantos amigos entre los muertos y detenidos y la policía todavía está identificando a otros. Algunos forman parte del talento local, pero la mayoría parecen de importación. Detroit, Chi, Nueva York, San Luis, Denver, Portland, L. A., Fili, Baltimore… Parece que todas han enviado delegados. En cuanto la policía termine de identificarlos haré una lista.
»Entre los que no han sido detenidos, parece que el pez más gordo es Bluepoint Vanee. Iba en el coche que dirigía la operación. No sé quién más iba con él. El Niño Tembloroso estaba en la fiesta y creo que Minialfabeto McCoy también, aunque no pude verlo bien. El sargento Bender me ha dicho que vio a Toots Salda y a Darby M’Laughlin en la huida y Morgan vio al Niño Nosequé. Es una muestra representativa de la organización: pistoleros, estafadores, asaltadores de todo el mapa del país.
»La comisaría central ha sido un matadero toda la tarde. La policía no ha matado a ninguno de sus invitados, al menos que yo sepa, pero no me cabe duda de que los están convirtiendo en buenos creyentes. Esos periodistas que tanto se lamentan por eso que ellos llaman tercer grado tendrían que estar ahora ahí abajo. Después de unos cuantos golpes, algunos invitados han hablado. Pero lo peor es que no saben gran cosa. Conocen algunos nombres (han mencionado a Denny Burke, Tobby el Balas, el Viejo Pete Best, el Gordo Clarke y Paddy, el Mex) y eso sirve un poco, pero ni con todo el poder de intimidación de la policía se consigue sacar nada más.
»Parece que el asalto se organizó así: Denny Burke, por ejemplo, es conocido por ser un trabajador astuto de Baltimore. Bien, pues Denny habla con ocho o diez muchachos que podrían participar, de uno en uno. “¿Te gustaría pillar unas monedas en la costa?”, le pregunta. “¿Qué hay que hacer?”, quiere saber el candidato. “Lo que te digan”, contesta el rey de Frog Island. “Ya me conoces. Te digo que nunca se ha montado nada con un botín tan grande y encima es como dar una patada en los huevos, pan comido. Todos los que participen volverán a casa con un montón de plata, y si no la cagan volverán todos. No cuento nada más. Si no te gusta, olvídate”.
»Y esos pájaros conocían a Denny y si él decía que era un buen trabajo ya les parecía bien. Así que se apuntaban con él. Él no les dijo nada. Se encargó de que tuvieran armas, dio a cada uno un billete a San Francisco y veinte pavos y les explicó dónde debían reunirse con él al llegar aquí. Anoche los recogió y les dijo que el trabajo se iba a hacer esta mañana. Para entonces ya se habían movido por la ciudad lo suficiente para darse cuenta de que estaba atiborrada de talento importado, incluso con algunos jefazos como Toots Salda, Bluepoint Vanee y el Niño Tembloroso. Así que esta mañana han ido llenos de entusiasmo a cumplir con su papel, con el rey de Frog Island como cabecilla.
»Los otros que han hablado contaban variaciones de la misma historia. La policía ha encontrado espacio en la cárcel atiborrada para meter un par de confidentes. Como la mayor parte de bandidos no se conocen entre sí, los confidentes no han tenido demasiado problema, pero lo único que han podido añadir es que los detenidos esperan un rescate al por mayor esta misma noche. Al parecer creen que la banda atacará la cárcel y los soltarán. Es probable que sean puras habladurías, pero en cualquier caso esta vez la policía estará preparada.
»Así es como están las cosas en este momento. La policía barre las calles y se lleva a cualquiera que no vaya bien afeitado o no pueda presentar un certificado de su párroco para confirmar que va a la iglesia a menudo, con especial atención a todos los trenes, barcos y automóviles que salen de la ciudad. He mandado a Jack Counihan y Dick Foley a North Beach para peinar los tugurios y ver si se enteran de algo.
—¿Te parece que Bluepoint Vanee es el auténtico cerebro que ha dirigido este robo? —preguntó el Viejo.
—Espero que sí. Lo conocemos.
El Viejo movió su silla para poder perder su suave mirada de nuevo por la ventana y golpeteó el escritorio con el lápiz mientras pensaba.
—Me temo que no —dijo con un gentil tono de disculpa—. Vanee es un delincuente astuto, decidido y muy capaz, pero tiene un defecto muy común en los que son como él. Todas sus capacidades sirven para actuar en el presente, no para planificar por adelantado. Ha ejecutado algunas operaciones importantes, pero siempre he creído que en todas había alguna otra mente trabajando por detrás.
No podía discutírselo. Si el Viejo decía que algo era de una determinada manera, lo más probable era que fuera así, porque era uno de esos cautelosos que en plena tormenta se quedan mirando por la ventana y dicen: «Parece que está lloviendo», no vaya a ser que sea alguien que echa agua por el tejado.
—¿Y quién es ese arzobispo? —pregunté.
—Probablemente lo sabrás antes tú que yo —respondió con una sonrisa benigna.