Me encontré a Lady, el Mexicano, en el tugurio de Jean Larrouy.
Paddy —un afable timador que parecía el rey de España— me mostró sus grandes dientes blancos en una sonrisa, empujó una silla con un pie para que pudiera sentarme y se dirigió a la chica con la que compartía mesa:
—Nellie, te presento al detective con el mejor corazón de San Francisco. Este gordito es capaz de hacer cualquier cosa por quien sea, siempre que luego pueda mandarlo a la trena para toda la vida. —Se volvió hacia mí y señaló a la chica con su puro—. Nellie Wade, y no podrás acusarla de nada porque no necesita trabajar. Su viejo es un traficante de alcohol.
Era una chica delgada, vestida de azul: piel blanca, grandes ojos verdes, cabello corto castaño. La belleza iluminó su rostro huraño cuando me tendió una mano por encima de la mesa y los dos nos reímos de Paddy.
—¿Cinco años? —preguntó ella.
—Seis —corregí.
—Maldita sea —se lamentó Paddy con una sonrisa, al tiempo que llamaba a un camarero—. Algún día conseguiré engañar a algún sabueso.
De momento había conseguido engañarlos a todos: nunca había pasado una noche en la trena.
Volví a mirar a la chica. Seis años antes, aquella misma Angel Grace Cardigan había estafado un montón de dinero a media docena de chicos de Filadelfia. Dan Morey y yo la habíamos pillado, pero ninguna de sus víctimas estuvo dispuesta a declarar contra ella, así que la habíamos tenido que soltar. Entonces tendría unos diecinueve años y ya era una magnífica estafadora.
En medio de la pista de baile, una de las chicas de Larrouy’s empezó a cantar Tell Me What You Want and I’ll Tell You What You Get. Paddy, el Mex, vertió la botella de ginebra en los vasos de ginger ale que había traído el camarero. Bebimos un trago y luego pasé a Paddy un papel con un nombre y una dirección escritos a lápiz.
—El Picajoso Maker me ha pedido que te pase esto —le expliqué—. Lo vi ayer en la trena de Folsom. Dice que es su madre y que quiere que le eches un vistazo y averigües si necesita algo. Supongo que lo que quiere decir es que le pases a ella su tajada del último golpe que disteis juntos.
—Me ofendes —dijo Paddy mientras se guardaba el papel en el bolsillo y volvía a poner la ginebra en circulación.
Me bebí la segunda copa y ya empezaba a apoyar los pies en el suelo, a punto de levantarme para marcharme a casa. En ese momento, entraron cuatro clientes de Larrouy’s. Al reconocer a uno de ellos, decidí quedarme en mi silla. Era alto y delgado e iba emperifollado con todo lo que se supone que han de llevar los hombres bien vestidos. Mirada dura, cara dura, labios finos como cuchillas bajo un bigotito afilado: Bluepoint Vanee. Me pregunté qué hacía a casi cinco mil kilómetros de Nueva York, su territorio de caza habitual.
Mientras me lo preguntaba le di la espalda gracias a un fingido interés por la cantante, que ahora regalaba a los clientes su versión de «I Want to Be a Bum». Tras ella, en un rincón del fondo, descubrí otro rostro familiar que procedía de otra ciudad: Happy Jim Hacker, pistolero regordete y rosadito de Detroit, sentenciado a muerte dos veces y ambas indultado.
Cuando volví a mirar hacia delante, Bluepoint Vanee y sus tres acompañantes se habían instalado dos mesas más allá. Nos daban la espalda. Repasé a sus amiguitos.
Frente a Vanee se había sentado un joven gigante de espaldas enormes, cabello rojo, ojos azules y un rostro rubicundo que resultaba hermoso de una manera dura y salvaje. A su izquierda, una muchacha oscura, de mirada huidiza, con un sombrero blando. Estaba hablando con Vanee. El gigante pelirrojo tenía toda su atención puesta en la cuarta componente del grupo, a su derecha. Ella lo merecía.
No era baja ni alta, delgada ni gorda. Llevaba una especie de túnica rusa negra, con ribetes verdes y colgantes plateados. Detrás de ella, en la silla, había un abrigo de piel negro. Tendría unos treinta años. Tenía los ojos azules, la boca roja, los dientes blancos y las puntas del pelo que asomaban bajo un turbante negro, verde y plateado parecían morenas. Y tenía nariz. Sin necesidad de calentarnos con los detalles, digamos que era bonita. Yo lo dije. Paddy, el Mex, contestó con un «sí, señor» y Angel Grace sugirió que me acercase a decirle al Rojo O’Leary lo bonita que me parecía ella.
—¿El Rojo O’Leary es ese pájaro grandote? —pregunté, al tiempo que me deslizaba un poco hacia delante en la silla para poder estirar un pie, bajo la mesa, entre Paddy y Angel Grace—. ¿Y quién es esa amiguita tan guapa?
—Nancy Regan. Y la otra es Sylvia Yount.
—¿Y el pueblerino que está de espaldas a nosotros? —tanteé.
El pie de Paddy, buscando el de la chica por debajo de la mesa, tropezó con el mío.
—No me des patadas, Paddy —supliqué—. Me portaré bien. De todos modos, no me voy a quedar aquí para que me hagáis daño. Me voy a casa.
Intercambiamos despedidas y luego salí a la calle, dándole siempre la espalda a Bluepoint Vanee.
Al llegar a la puerta tuve que echarme a un lado para dejar pasar a dos hombres. Los dos me conocían, pero ni siquiera me vieron: Sheeny Holmes (no el que montó el asalto al Moose Jaw cuando todavía íbamos en coches de caballos) y Denny Burke, el rey de Frog Island, en Baltimore. Una buena pareja: a ninguno de los dos se le ocurriría matar a alguien, salvo que se les garantizara un buen beneficio y la correspondiente protección política.
Al salir tomé hacia la calle Kearny y fui paseando, pensando que el Larrouy’s estaba lleno de delincuentes aquella noche y que daba la sensación de que las visitas de gente prominente no se producían precisamente con cuentagotas. Una sombra en un portal interrumpió mis cavilaciones.
—Psssss, psssss —dijo la sombra.
Me detuve y escudriñé la oscuridad hasta que vi que era Beño, un vendedor de periódicos drogadicto que en otros tiempos me había pasado algunos chivatazos: unos buenos, otros no tanto.
—Tengo sueño —refunfuñé mientras me acercaba a Beño y el brazado de periódicos que tenía en el portal— y la historia del mormón que tartamudeaba ya me la sé, o sea que si eso es lo que pensabas contarme será mejor que me lo digas ya y así me puedo largar.
—Yo no sé nada de ningún mormón —protestó—, pero hay otra cosas que sí sé.
—¿Y?
—Está muy bien que diga «y», pero lo que quiero saber es qué voy a sacar a cambio.
—Túmbate en tu portal y cierra los ojos —le aconsejé, echando a andar de nuevo hacia la calle—. Cuando te despiertes te encontrarás mejor.
—¡Eh! ¡Oiga! Tengo algo para usted. ¡Se lo juro por Dios!
—¿Y?
—¡Oiga! —Se acercó y se puso a susurrar—. Se está preparando un golpe para el Seaman’s National. No sé cuál es el plan, pero va en serio. ¡Se lo juro por Dios! No le estoy tomando el pelo. No le puedo dar ningún nombre. Ya sabe que si supiera alguno se lo daría. ¡Se lo juro por Dios! Deme diez pavos. Para usted los vale, ¿verdad que sí? Es información de la buena… ¡Se lo juro por Dios!
—Ya, no estarás colocado, ¿no?
—¡No! ¡Se lo juro por Dios!
—Entonces, ¿en qué consiste el golpe?
—No lo sé. Lo único que sé es que van a atacar al Seaman’s. Se lo juro por…
—¿De dónde lo has sacado?
Beño meneó la cabeza. Le puse un dólar de plata en la mano.
—Esnífate otra raya y piénsate cómo sigue —le dije—. Y si me parece entretenido de verdad te daré los otros nueve pavos.
Bajé andando a la siguiente esquina mientras me devanaba los sesos con el cuento de Beño. Por sí mismo, sonaba como lo que probablemente era: una historieta pensada para sacarle un dólar a un detective confiado. Pero el cuento no venía solo. El Larrouy’s —que no dejaba de ser uno más entre el montón de antros que había en la ciudad— estaba lleno de estafadores que implicaban una amenaza contra la vida y contra la propiedad. Merecía la pena echarle un vistazo, sobre todo teniendo en cuenta que la compañía de seguros del banco Seaman’s National era cliente de la Agencia de Detectives Continental.
Di la vuelta a la esquina, recorrí unos seis metros por la calle Kearny y me detuve.
De la calle que acababa de abandonar llegaron dos explosiones: estallidos de una pistola de gran calibre. Desanduve mis pasos. Al doblar la esquina vi a unos cuantos hombres que se agrupaban calle arriba. Un joven armenio —un chico atildado de unos diecinueve o veinte años— pasó junto a mí en dirección contraria, de paseo, con las manos en los bolsillos, silbando suavemente Broken-hearted Sue.
Me uní al grupo, convertido ya en muchedumbre, que rodeaba a Beño. Beño estaba muerto. La sangre que manaba de los dos agujeros de su pecho manchaba los periódicos arrugados bajo su cuerpo.
Subí hasta el Larrouy’s y me asomé. El Rojo O’Leary, Bluepoint Vanee, Nancy Regan, Sylvia Yount, Paddy el Mex, Angel Grace, Denny Burke, Sheeny Holmes, Happy Jim Hacker… Se habían ido todos.
Regresé hacia donde estaba Beño y me quedé apoyado en una pared mientras la policía llegaba, hacía algunas preguntas sin averiguar nada, no encontraba testigos y se iba, llevando consigo los restos del vendedor de periódicos.
Fui a casa y me metí en la cama.