Cuando abrí los ojos estaba sentado en un lado de la cama, apenas iluminado por la tenue luna que ascendía en el cielo, con el teléfono en la mano.
La voz de O’Gar:
—¡Broadway 1856! ¡A todo trapo!
—¡Broadway 1856! —repetí.
O’Gar colgó.
Acabé de despertarme mientras pedía un taxi y luego me peleé con la ropa para vestirme. El reloj me dijo que era la una menos cinco mientras bajaba a la planta baja. No había pasado ni un cuarto de hora en la cama.
El número 1856 de Broadway era una casa de tres pisos que se levantaba tras un patio de césped, de tamaño bolsillo, en una hilera de casas iguales con patios iguales. Las demás estaban a oscuras. En la del 1856 se veía luz en todas las ventanas, y hasta en la puerta de la calle, abierta. Había un policía en el portal.
—¡Hola, Mac! ¿O’Gar está dentro?
—Acaba de entrar.
Pasé a un recibidor marrón y beige y vi al sargento, a punto de subir por la amplia escalinata.
—¿Qué pasa? —le pregunté al llegar a su altura.
—No lo sé.
En el piso superior doblamos a la izquierda y entramos en una biblioteca, o sala de estar, que discurría en paralelo a la fachada del edificio.
Había un hombre en pijama y bata, sentado en un sofá cama, con una pierna descubierta, estirada en una silla que tenía delante. Cuando me saludó con una inclinación de cabeza lo reconocí: Austin Richter, dueño de un cine en la calle Market. Era un tipo de cara redonda, unos cuarenta y cinco años, parcialmente calvo. La agencia había hecho algún trabajo para él, más o menos un año antes, relacionado con un vendedor de billetes que se había fugado sin entregar los comprobantes del día.
Delante de Richter había un tipo delgado, de cabello blanco, con todo el aspecto de ser un médico. Le estaba mirando la pierna, envuelta en una venda de rodilla para abajo. Junto al doctor, una mujer alta, con un salto de cama con ribetes de piel, sostenía un rollo de gasa y unas tijeras. Un fornido cabo de la policía estaba tomando notas, sentado a una mesa larga y estrecha, con un grueso bastón de nogal apoyado en la sobremesa azulada, junto a su codo.
Todos volvieron la cabeza para mirarnos cuando entramos en la sala. El cabo se levantó y se acercó a nosotros.
—Sabía que usted llevaba el caso Rounds, sargento, y he pensado que sería mejor avisarle en cuanto me he enterado de que hay algún asiático mezclado en esto.
—Bien hecho, Flynn —dijo O’Gar—. ¿Qué ha pasado?
—Un robo, o quizá solo un intento de robo. Eran cuatro… Han forzado la puerta de la cocina.
Richter estaba sentado con la espalda muy rígida y un nerviosismo repentino se asomó a sus ojos azules, así como a los ojos marrones de la mujer.
—Perdón, pero… —nos interrumpió—. ¿Hay algún…? Les he oído mencionar la presencia de asiáticos en otro caso. ¿Hay algún…?
O’Gar me miró.
—¿No ha visto los periódicos de esta mañana? —pregunté al dueño del cine.
—No.
—Bueno, ayer por la tarde, a última hora, se presentó un hombre en las oficinas de la Continental con una herida en el pecho y murió allí mismo. Encajado en la herida, como si pretendiera obturar la sangre, había un pedazo de sarong. De ahí sale la idea de los asiáticos.
—¿Cómo se llamaba?
—Rounds. H. R. Rounds.
Los ojos de Richter no mostraron ninguna señal de reconocimiento.
—¿Un tipo alto, delgado, de piel oscura? —preguntó—. ¿Con un traje gris?
—Sí a todo.
Richter se volvió para mirar a la mujer.
—¡Molloy! —exclamó.
—¡Molloy! —exclamó ella.
—Entonces, ¿lo conocían?
Sus rostros volvieron a concentrarse en mí.
—Sí. Estuvo aquí por la tarde. Se fue…
Richter se detuvo para lanzar a la mujer una mirada interrogatoria.
—Sí, Austin —dijo ella, al tiempo que dejaba la gasa y las tijeras en la mesa y se sentaba a su lado en el sofá cama—. Cuéntaselo.
Él le dio una palmadita en la mano y luego alzó la mirada hacia mí con la expresión del hombre que acaba de encontrar un lugar agradable en el que aliviar una carga muy pesada.
—Siéntense. No es una historia muy larga, pero siéntense.
Buscamos unas sillas.
—Molloy, Sam Molloy, así se llama, o al menos con ese nombre lo hemos conocido siempre. Vino ayer por la tarde. No sé si había llamado al cine, o se había presentado allí. El caso es que le dijeron que yo estaba en casa. Llevaba tres años sin verlo. Tanto mi mujer como yo nos dimos cuenta de que le pasaba algo en cuanto lo vimos entrar.
»Cuando le pregunté, me dijo que le había apuñalado un siamés cuando venía hacia casa. No parecía darle demasiada importancia a la herida, o al menos hizo ver que no se la daba. No nos dejó curarlo, ni siquiera echarle un vistazo. Dijo que ya iría luego al médico, cuando se librara de aquello. Porque para eso había venido a verme. Quería que yo se lo escondiera, que me lo quedara hasta que él volviera a buscarlo.
»No habló mucho. Tenía prisa y mucho dolor. No le hice ninguna pregunta. No podía negarle nada. No podía interrogarlo, pese a que prácticamente nos reconoció que se trataba de algo ilegal y peligroso. Una vez nos salvó la vida a los dos, no solo a mi mujer, en México, que es donde lo conocimos. Fue en 1916. Estábamos atrapados en los altercados de Villa. Molloy se dedicaba a pasar armas por la frontera y tenía la suficiente influencia en los bandidos para conseguir que nos soltaran cuando ya parecía que nuestro destino estaba sellado.
»Así que, esta vez, cuando quería que yo hiciera algo por él, no podía preguntarle demasiado. Le dije que sí y me dio el paquete. No era grande: del tamaño de… Bueno, de una hogaza de pan, quizás, aunque bastante pesado para su tamaño. Estaba envuelto con papel marrón. Lo desenvolvimos en cuanto se fue. O sea, quitamos el papel. Pero dentro llevaba otro envoltorio de tela, atado con un cordón de seda y sellado, y eso ya no lo abrimos. Lo dejamos arriba, en el trastero, bajo una pila de revistas viejas.
»Luego, esta misma noche, hacia las doce menos cuarto, cuando yo llevaba apenas unos minutos en la cama y aún no me había dormido, he oído un ruido en esta sala. No tengo armas y en la casa no hay nada que realmente cumpla esa función, pero tenía ese bastón —explicó, señalando el de nogal que había en la mesa— en el armario de nuestro dormitorio. Así que lo he cogido y he venido a ver qué era ese ruido.
»Nada más salir por la puerta del cuarto he tropezado con un hombre. Yo lo veía mejor que él a mí porque esta puerta estaba abierta y su silueta se recortaba contra la ventana. Él estaba entre la ventana y yo, y se le veía bien a la luz de la luna. Le he dado con el bastón, pero no lo he tumbado. Se ha dado media vuelta y ha venido corriendo hasta aquí. Como un estúpido, sin pensar que a lo mejor no estaba solo, lo he seguido. Otro hombre me ha disparado en la pierna justo cuando entraba por la puerta.
»He caído al suelo, claro. Cuando ya me estaba levantando, han venido otros dos, llevando entre ellos a mi mujer. Eran cuatro. Hombres de estatura media, de piel marrón, aunque no muy oscura. He dado por hecho que eran siameses. Han encendido la luz y uno de ellos, que parecía ser el líder, me ha preguntado:
—¿Dónde está?
—Tenía bastante mal acento, pero se le entendían las palabras. Por supuesto, yo sabía que iban en busca de lo que me había dejado Molloy, pero he hecho ver que no. Me han dicho, o por lo menos el líder me ha dicho, que sabía que me lo habían dejado aquí, aunque llamaba a Molloy por otro nombre: Dawson. Yo le he dicho que no conocía a ningún Dawson y que aquí nadie había dejado nada, y luego he intentado que me dijeran qué andaban buscando. Pero no querían. Siempre hablaban de «eso».
»Se han puesto a hablar entre ellos, pero por supuesto no he sido capaz de entender ni una palabra de lo que decían, y luego tres de ellos han salido, dejando a uno aquí para vigilarnos. Tenía una Luger. Hemos oído cómo se iban moviendo por la casa los otros tres. La búsqueda habrá durado una hora. Entonces, el que parecía ser el líder ha entrado y le ha dicho algo al vigilante. Los dos parecían entusiasmados.
»El líder me ha dicho que sería inteligente por mi parte dejar pasar unos minutos antes de salir de la sala y luego se han ido los dos y han dejado la puerta cerrada.
»Yo sabía que ya se iban, pero con esta pierna no podía caminar. Por lo que dice el doctor, suerte tendré si consigo apoyarla para caminar dentro de un par de meses. No quería que saliera mi esposa y pudiera cruzarse con alguno de ellos antes de que se fueran, pero ella ha insistido en salir. Ha confirmado que se habían ido, ha llamado a la policía y luego ha subido corriendo al trastero y ha visto que el paquete de Molloy había desaparecido.
—¿Y el tal Molloy no le dio ninguna pista acerca del contenido del paquete? —preguntó O’Gar cuando Richter hubo terminado.
—Ni una palabra, salvo que era algo que buscaban los siameses.
—¿Conocía al siamés que lo había apuñalado? —pregunté.
—Creo que sí —contestó lentamente Richter—, aunque no estoy seguro de que lo dijera.
—¿Recuerda sus palabras?
—Me temo que no exactamente.
—Creo que yo sí las recuerdo —intervino la señora Richter—. Mi marido, el señor Richter, le preguntó: «¿Qué pasa, Molloy? ¿Está herido, o enfermo?». Molloy soltó una risilla, se llevó una mano al pecho y dijo: «No es gran cosa. Mientras venía, me he topado con un siamés que me estaba buscando y me he despistado y le he dejado hacerme un rasguño. ¡Pero he conservado mi paquetito!». Luego se volvió a reír y dio unas palmaditas al paquete.
—¿Dijo algo más sobre el siamés?
—Directamente, no —contestó ella—. Aunque sí nos dijo que vigiláramos si veíamos asiáticos por el barrio. Dijo que no nos hubiera dejado el paquete si creía que nos podía crear algún problema, pero que siempre había una posibilidad de que algo saliera mal, y que haríamos bien en tener cuidado. Luego dijo a mi marido —la mujer miró a Richter con una inclinación de cabeza— que los siameses llevaban meses acosándolo, pero que ahora que había encontrado un lugar seguro para su paquete se los iba a llevar de paseo y luego «se olvidaría de traerlos de vuelta». Así fue como lo dijo.
—¿Qué saben ustedes de Molloy?
—No mucho, me temo. —Richter se encargó de responder de nuevo—. Le gustaba hablar de los sitios que había visitado y de todo lo que había visto, pero no había manera de sacarle ni una palabra sobre sus asuntos. Lo conocimos en México, como ya le he dicho, en 1916. Después de salvarnos y sacarnos de ahí, no lo volvimos a ver durante casi cuatro años. Una noche llamó al timbre y se pasó una o dos horas con nosotros. Iba de camino a China, dijo, y tenía muchas cosas que hacer antes de partir al día siguiente.
»Unos meses después me llegó una carta suya desde el hotel Queens de Kandy, en la que me pedía que le mandara una lista de los importadores y exportadores de San Francisco. Me escribió otra carta para darme las gracias por la lista y no volví a saber de él hasta que vino a la ciudad a pasar una semana, al cabo de más o menos un año. Eso sería en 1921, creo.
»Al cabo de un año más pasó aquí otra semana y nos dijo que había estado en Brasil, aunque, como siempre, no contó qué había hecho allí. Unos meses después recibí una carta de Chicago, en la que me decía que pasaría por aquí a la semana siguiente. Pero no vino. En cambio, pasado un tiempo me escribió desde Vladivostok para decirme que no había podido venir. Ayer fue la primera vez que lo volvía a ver desde entonces.
—¿Dónde vivía? ¿Dónde tenía su familia?
—Siempre decía que no tenía ni hogar ni familia. Me da la sensación de que era inglés de nacimiento, aunque no me consta que lo dijera nunca, ni sabría decir por qué llegué a esa conclusión.
—¿Alguna pregunta más? —pregunté a O’Gar.
—No. Demos un repaso a la casa y veamos si los siameses han dejado alguna pista.
El repaso que le dimos a la casa fue exhaustivo. En vez de repartirnos el territorio lo registramos todo juntos. Todo: del tejado al sótano, cada recoveco, cada cajón, cada rincón.
Lo que más nos sirvió fue el sótano. Allí, en la estufa fría, encontramos un puñado de botones negros y unas pinzas de las que se usan para sostener las ligas, renegridas por el fuego. De todos modos, tampoco es que en los pisos superiores no encontrásemos nada: en una habitación había un tique de venta de una tienda de Oakland en el que constaba una sobremesa y en otra nos llamó la atención que ningún cajón contuviera pinzas para sostener ligas.
—No es asunto mío, por supuesto —dije a Richter cuando O’Gar y yo nos reunimos de nuevo con todos—, pero creo que si alega defensa propia tiene alguna posibilidad de librarse.
Intentó abandonar el sofá cama de un salto, pero se lo impidió la pierna herida.
La mujer se levantó lentamente.
—Y tal vez así haya salida para usted —le dijo O’Gar—. ¿Por qué no intenta convencerlo?
—O quizá sea mejor si es usted quien alega defensa propia —sugerí a la mujer—. Puede decir que Richter se apresuró a ayudarla cuando su marido la agarró, que su marido le disparó y luego la apuntó con el arma y entonces tuvo que apuñalarlo. Sonaría bastante bien.
—¿Mi marido?
—Ajá, señora Rounds-Molloy-Dawson. Mejor dicho, su difunto marido.
—¿Qué significa esta maldita estupidez? —exigió saber Richter.
—Viniendo de usted, me parecen unas palabras muy desagradables —le gruñó O’Gar—. Si esto es una estupidez, ya me dirá cómo llamamos a esa historieta que nos ha contado sobre los siameses furtivos y el paquete misterioso y sabe Dios qué más.
—No seas demasiado duro con él —sugerí a O’Gar—. De tanto ver películas, se le ha contaminado la noción de lo que resulta creíble. Si no, jamás se le habría ocurrido que se pueda ver a un siamés a la luz de la luna a las doce menos cuarto, teniendo en cuenta que la luna apenas empezaba a levantarse en el cielo una hora después, cuando me has llamado.
Richter se levantó, apoyado en la pierna buena.
El cabo corpulento se puso a su lado.
—¿No será mejor que lo registre, sargento?
O’Gar le dijo que no con un movimiento de cabeza.
—Perderías el tiempo. No lleva nada encima. Se han deshecho de todas las armas que había en la casa. Lo más probable es que la mujer las haya tirado a la bahía cuando iba a Oakland a comprar una sobremesa para sustituir el pareo que se había llevado su marido.
Eso los inquietó a los dos. Richter fingió que no acababa de tragar saliva de golpe y la mujer tuvo que esforzarse mucho para sostenerme la mirada.
O’Gar, dispuesto a hacer leña del árbol caído, sacó del bolsillo los botones y las pinzas que habíamos rescatado y se los pasó de una mano a otra, dejándolos caer con ruido. Con eso se nos acababan las pruebas.
Les ofrecí una mentira.
—No seré yo quien critique a los periodistas, pero no conviene fiarse demasiado de lo que cuentan los periódicos. Por ejemplo, puede que un tipo diga unas cuantas palabras con mucho significado antes de morir y la prensa recoja lo contrario. Cuando ocurre algo así, todo se confunde.
La mujer echó la cabeza atrás y miró a O’Gar.
—¿Puedo hablar a solas con Austin? —preguntó—. Aunque sea a la vista de ustedes.
El sargento se rascó la cabeza y me miró. Eso de dejar que tus víctimas se pongan a conferenciar siempre es un asunto delicado: puede que decidan confesar, pero también cabe la posibilidad de que encuentren una salida. Por otro lado, si no se lo permites lo más probable es que se pongan tozudos y ya no consigas sonsacarles nada. Es tan arriesgada una opción como la contraria. Dediqué una sonrisa a O’Gar y me resistí a hacer ninguna sugerencia. Que lo decidiera él y, si se equivocaba, siempre podría echarle la culpa. Me frunció el ceño y luego dio su conformidad a la mujer con una inclinación de cabeza.
—Pueden ir a ese rincón y susurrar un par de minutos —dijo—, pero sin tonterías.
Ella dio el bastón de nogal a Richter, lo sostuvo por el otro brazo y lo ayudó a avanzar a saltos hasta un rincón, donde lo instaló en una silla. Él quedó sentado de espaldas a nosotros. La mujer se situó detrás de él, inclinada por encima de su hombro, de tal manera que no podíamos verles las caras.
O’Gar se acercó a mí.
—¿Qué opinas? —murmuró.
—Creo que van a confesar.
—Ese golpe tuyo de adivinar que ella era la esposa de Molloy ha dado en plena diana. A mí se me ha escapado. ¿Cómo lo has sabido?
—Mientras nos contaba lo que había dicho Molloy sobre los siameses se ha esforzado un par de veces por demostrar con sus gestos que cuando decía «mi marido» se refería a Richter.
—¿Y? O sea…
Los susurros del rincón habían ido aumentando el volumen hasta convertirse en siseos agudos. En aquel momento se oyó una frase clara y enfática de Richter:
—¡De ninguna manera!
Los dos miraron furtivamente por encima del hombro y volvieron a bajar la voz, pero no por mucho rato. Al parecer, la mujer intentaba convencerlo para que hiciera algo. Él decía que no con la cabeza. Ella le apoyó la mano en un brazo. Él la apartó y siguió susurrando.
En tono decidido, Richter alzó la voz de nuevo:
—Si quieres hacer esa estupidez, adelante. Eres tú quien se la juega. Yo no le clavé el cuchillo.
Ella se apartó de un salto. Sus ojos parecían ascuas negras en el rostro blanco. O’Gar y yo nos acercamos lentamente.
—¡Eres una rata! —le escupió la mujer, al tiempo que se giraba hacia nosotros.
—¡Lo maté yo! —exclamó—. Esa cosa de la silla lo intentó y…
Richter alzó el bastón de nogal.
Yo salté para detenerlo, fallé y choqué contra el respaldo de la silla. El bastón, Richter, la silla y yo quedamos esparcidos por el suelo. El cabo me ayudó a levantarme. Entre los dos recogimos a Richter y lo instalamos de nuevo en el sofá cama.
La mujer soltó la historia entera por su boca indignada:
—No se llamaba Molloy. Se llamaba Lange, Sam Lange. Me casé con él en Providence en 1913 y me fui con él a China, a Cantón, donde él tenía un trabajo en una compañía de barcos de vapor. No nos quedamos demasiado tiempo allí porque se metió en algún lío al mezclarse con la revolución que hubo ese año. Luego estuvimos deambulando un poco, sobre todo por Asia.
—Conocimos a esta cosa —señaló a un Richter que ahora guardaba un silencio huraño— en Singapur, en 1919, creo. Justo al terminar la Guerra Mundial. Se llama Holley y Scotland Yard podrá contarles cosas sobre él. Nos hizo una proposición. Conocía un yacimiento de gemas en la parte alta de Burma, uno de los muchos que los nativos habían escondido a los británicos después de la colonización. Conocía a los nativos que trabajaban en él y sabía que estaban escondiendo las gemas.
»Mi marido entró con él, junto con otros dos que luego murieron asesinados. Robaron el botín de los nativos y huyeron con un saco lleno de zafiros, topacios y hasta unos cuantos rubíes. Los nativos mataron a los otros dos y malhirieron a mi marido.
»Creíamos que no iba a sobrevivir. Nos habíamos escondido en una cabaña, cerca de la frontera de Yunnan. Holley me convenció para que cogiéramos las piedras y huyéramos con ellas. Parecía que Sam estaba acabado y si seguíamos allí mucho tiempo nos iban a pillar. De todos modos, tampoco puedo decir que estuviera loca por Sam; no era el tipo de hombre por el que te puedes volver loca después de vivir un tiempo con él.
»Así que Holley y yo cogimos las piedras y nos largamos. Tuvimos que usar muchas de ellas como pago para irnos abriendo camino por Yunnan, Kuangsi y Kuantung, pero lo conseguimos. Llegamos a San Francisco con dinero suficiente para comprar esta casa y el cine y desde entonces seguimos aquí. Desde la vuelta hemos sido honrados, aunque supongo que eso no significa nada. Teníamos dinero suficiente para vivir con comodidad.
»Ayer apareció Sam. No habíamos oído de él desde que lo dejamos ahí tumbado en Burma. Dijo que lo habían atrapado y lo habían tenido tres años en la cárcel. Luego había salido y se había pasado otros tres siguiendo nuestra pista. Era ese tipo de hombre. No quería recuperarme a mí, sino al dinero. Quería todo lo que tenemos. Holley se puso nervioso. En vez de negociar con Sam, perdió la cabeza e intentó pegarle un tiro.
»Sam le quitó el arma y le disparó en la pierna. En la pelea, a Sam se le cayó un cuchillo, creo que era un kris. Lo recogí yo, pero él me agarró justo cuando lo estaba cogiendo. No sé cómo pasó. Solo vi que Sam trastabillaba hacia atrás con las dos manos en el pecho y que su kris estaba entre mis manos, rojo y brillante.
»Sam soltó el arma. Holley la cogió y estaba dispuesto a pegarle un tiro, pero yo se lo impedí. Todo pasó en esta sala. No sé si le di yo a Sam el sarong que usábamos de sobremesa o no. En cualquier caso, intentó cortar el derrame con él. Luego se fue mientras yo impedía disparar a Holley.
»Yo daba por hecho que Sam no iría a la policía, pero ignoraba qué iba a hacer. Y sabía que la herida era grave. Si caía muerto en algún lado, lo más probable era que las pistas apuntaran hacia aquí. Lo miré alejarse por la calle desde una ventana y daba la sensación de que nadie se fijaba en él, pero era tan evidente que iba herido que me pareció que todo el mundo se acordaría de él si llegaba a salir en los papeles que lo habían encontrado muerto en algún lugar.
»Holley estaba todavía más asustado que yo. No podíamos huir, porque él tenía el disparo en la pierna. Así que nos inventamos esa historia de los siameses y yo me fui a Oakland a comprar la sobremesa para ponerla en lugar del sarong. Teníamos algunas armas por aquí, e incluso algún cuchillo oriental. Los envolví todos en un papel, después de partir las espadas, y lo tiré todo desde el ferry cuando iba a Oakland.
»Cuando salieron los matutinos leímos lo que había pasado y seguimos con lo que habíamos planeado. Habíamos quemado el traje que llevaba Holley al recibir el disparo y también sus ligas, porque había un agujero en el pantalón y la bala había cortado una liga. Hicimos un agujero en la pernera del pijama, quitamos la venda que le había puesto yo misma como buenamente pude, y lavamos la sangre coagulada hasta que volvió a manar. Entonces di la alarma.
Levantó las dos manos en un gesto que indicaba que había llegado al fin y chasqueó la lengua.
—Y eso es todo —concluyó.
—¿Tiene usted algo que decir? —pregunté a Holley, que se había quedado con la mirada clavada en la pierna vendada.
—A mi abogado, sí —respondió sin alzar la mirada.
O’Gar se dirigió al cabo.
—Un furgón, Flynn.
Al cabo de diez minutos estábamos en la calle, ayudando a Holley y la mujer a entrar en el furgón de la policía.
Por la otra acera, recién doblada la esquina, apareció un grupo de tres hombres de piel amarronada, con pinta de marinos malayos. Parecía que el del centro iba borracho y los otros dos lo sostenían. Uno sostenía bajo el brazo un paquete que podía contener una botella.
O’Gar miró a esos hombres, luego a mí, y se echó a reír.
—Si nos hubiéramos creído esa historia, ahora no nos meteríamos con estas criaturas, ¿verdad? —susurró.
—Cállate, tontorrón —gruñí, señalando con un movimiento de cabeza a Holley, que ya estaba dentro del vehículo—. Si los ve ese pájaro dirá que son sus siameses y sabe Dios qué haría un jurado en ese caso.
Pedimos al desconcertado conductor que se desviara unas seis manzanas de su camino para asegurarnos de no topar de nuevo con aquellos hombres. Merecía la pena, con tal de evitar interferencias con los veinte años que le iban a caer a Holley y a la señora Lange.