Yo estaba de pie junto a la mesa del cajero en el despacho central de la sucursal de San Francisco de la Agencia de Detectives Continental, mirando cómo Porter comprobaba mi cuenta de gastos, cuando entró aquel hombre. Era alto, enjuto, de rostro severo. La ropa gris pendía suelta de sus amplias espaldas. A la luz del sol, que a última hora de la tarde se filtraba por las persianas medio cerradas, el color de su piel parecía el de unos zapatos marrones nuevos.
Abrió la puerta de manera brusca y luego dudó, plantado en el umbral, sosteniendo la puerta abierta mientras giraba el pomo a uno y otro lado con su mano huesuda. Su rostro no mostraba ninguna indecisión. Era feo y ceñudo y exhibía la expresión propia de un hombre que recuerda algo desagradable.
Tommy Howd, nuestro ordenanza pecoso y chato, se levantó y fue hacia la barandilla que dividía en dos la oficina.
—¿Necesita…? —empezó Tommy, pero luego dio un salto atrás.
El hombre acababa de soltar el pomo de la puerta. Cruzó sus largos brazos para llevar una mano a cada hombro. La boca se abrió del todo en un bostezo que no tenía nada que ver con la relajación. La cerró con un chasquido. Soltó un gruñido que mostró sus dientes amarillos y apretados.
—¡Joder! —refunfuñó, lleno de asco, y se desplomó en el suelo.
Rebasé la barandilla de un salto, pasé por encima de su cuerpo y salí al vestíbulo.
Cuatro puertas más allá, Agnes Braden, una mujer rolliza de treinta y pico que dirige un negocio de secretaría, entraba en su despacho.
—¡Señorita Braden! —la llamé. Se dio media vuelta y se quedó esperando que me acercara—. ¿Ha visto al hombre que acaba de entrar en nuestra oficina?
—Sí. —La curiosidad iluminó sus ojos verdes—. Uno alto que ha subido conmigo en el ascensor. ¿Por qué?
—¿Iba solo?
—Sí. O sea, en este piso solo hemos bajado él y yo. ¿Por qué?
—¿Ha visto a alguien cerca de él?
—No, aunque en el ascensor no me he fijado en él.
—¿Ha hecho algo raro?
—Que yo sepa, no. ¿Por qué?
—Gracias. Ya pasaré luego a contárselo.
Recorrí el circuito de pasillos de nuestra planta sin averiguar nada.
El tipo enjuto seguía en el suelo cuando volví a nuestra oficina, pero lo habían puesto boca arriba. Estaba tan muerto como me había parecido. El Viejo, que lo estaba examinando, se levantó al llegar yo. Porter intentaba llamar por teléfono a la policía. Los ojos de Tommy Howd eran monedas azules de medio dólar en medio de la cara blanca.
—En los pasillos, nada —dije al Viejo—. Ha subido en el ascensor con Agnes Braden. Ella dice que iba solo y que no ha visto que se le acercara nadie.
—No me digas. —La voz y la sonrisa del Viejo eran tan agradablemente educadas como si el cuerpo que yacía a sus pies hubiera formado parte del estampado de la alfombra. Después de ejercer de sabueso durante quince años, tenía la misma resistencia a las emociones que el dueño de una casa de empeños—. Parece que lo han apuñalado en el lado izquierdo del pecho, una herida bastante grande que quedaba taponada por este trozo de seda… —Tocó con la punta de un zapato una bola de tela roja arrugada que había en el suelo—. Parece que procede de un sarong.
Para el viejo nunca es martes: parece que es martes.
En su cuerpo —continuó— he encontrado unos novecientos dólares en billetes de distintas cantidades, así como algunas monedas; un reloj de oro y una navaja de bolsillo de manufactura inglesa; una moneda de plata japonesa, de cincuenta sen; tabaco, pipa y cerillas; un horario de la Southern Pacific; dos pañuelos con etiqueta de la lavandería; un lápiz y distintas hojas de papel en blanco; cuatro sellos de dos centavos; y una llave con etiqueta del hotel Montgomery, habitación 540.
»La ropa parece nueva. Sin duda, averiguaremos algo más cuando podamos examinarla más a fondo, cosa que prefiero no hacer hasta que venga la policía. Mientras tanto, será mejor que vayas al Montgomery y veas qué se puede averiguar allí.
En el vestíbulo del hotel Montgomery, el primer hombre con quien me topé era precisamente el que buscaba: Pederson, el poli de la casa, un excamarero de bigote rubio que sabe de investigar menos que yo de saxofones, pero sí conoce a la gente y sabe cómo manejarla, que es lo de lo que se trata en su trabajo.
—¡Hola! —me saludó—. ¿Cómo va el partido?
—Va ganando Seattle al final del cuarto por seis a uno. ¿Quién hay en la 540, Peter?
—¡Hoy no jugamos en Seattle, atontado! ¡Es en Portland! Un hombre que no tiene el suficiente espíritu cívico para saber dónde juega su equipo…
—Dejémoslo así, Peter. No tengo tiempo para tus jueguecitos de niños. Un tipo acaba de caer muerto en nuestro local y llevaba la llave de una habitación vuestra en el bolsillo. La 540.
El espíritu cívico se desvaneció en la cara de Pederson.
—¿Has dicho 540? Tiene que ser el tipo ese, Rounds. ¿Dices que ha caído muerto?
—Muerto. Se ha desplomado en el suelo con una raja en el cuerpo. ¿Quién es el tal Rounds?
—Así, de entrada, no te puedo decir mucho. Un tipo grande y huesudo con la piel curtida. Nunca me hubiera fijado en él si no llega a ser por esa pinta tan tosca que tenía.
—Ese es nuestro pájaro. Vamos a echar un vistazo.
En el mostrador de recepción averiguamos que el hombre había llegado el día anterior, se había registrado como H. R. Rounds, de Nueva York, y había dicho al recepcionista que tenía previsto irse al cabo de tres días. No constaba que hubiera recibido correo o llamadas telefónicas. Nadie sabía cuándo había salido porque no había dejado la llave. Ni los ascensoristas ni los botones pudieron decirnos nada.
En su habitación tampoco obtuvimos muchos datos nuevos. Por todo equipaje tenía una bolsa de piel de cerdo, desastrada, rasguñada y cubierta de marcas de etiquetas arrancadas. Estaba cerrada, pero los cierres de las bolsas de viaje no sirven de gran cosa. Ese se nos resistió unos cinco minutos.
La ropa de Rounds —había algunas prendas en la bolsa, otras en el armario— era escasa y no muy cara, pero toda nueva. Lo que era lavable no tenía ninguna señal de haber pasado por la lavandería. Todo era de marcas populares, marcas muy publicitadas que podían comprarse en cualquier ciudad del país. No había en ellas ningún papel que tuviera algo escrito. Ninguna etiqueta identificativa. No había en toda la habitación nada que sirviera para averiguar de dónde o porqué había venido Rounds.
Pederson estaba muy enojado.
—Supongo que si no lo matan nos hubiera dejado una semana sin pagar. Estos que no llevan ninguna identificación y no dejan la llave en la recepción al salir no son de fiar.
Acabábamos de terminar el registro cuando un botones trajo a la habitación al sargento O’Gar, del departamento de Homicidios.
—¿Has estado en la agencia? —le pregunté.
—Sí, de ahí vengo.
—¿Alguna novedad?
O’Gar se echó hacia atrás el sombrero de ala ancha de comisario de pueblo y se rascó la cabeza ahuevada.
—Nada. El doctor dice que lo han rajado con una hoja de al menos quince centímetros, y unos cinco de ancho, y que no puede haber vivido dos días con una herida así, probablemente ni siquiera uno. No llevaba nada encima que nos dé información. ¿Qué habéis encontrado aquí?
—Se llama Rounds. Llegó ayer de Nueva York. Todo lo que tiene es nuevo y no hay nada que nos sirva de pista, más que para saber que no quería dejar ni rastro. Ni cartas, ni notas, nada. En la habitación no hay sangre, ni señales de que se haya producido pelea alguna.
O’Gar se volvió hacia Pederson.
—¿Ha pasado por el hotel algún asiático? ¿Hindús, o algo parecido?
—Que yo sepa, no —dijo el poli del hotel—. Ya lo averiguaré.
—Entonces, ¿la seda roja es de un sarong? —pregunté.
—Y de los caros —respondió el sargento—. Vi muchos durante los cuatro años que pasé de soldado en las islas, pero nunca uno tan bueno como este.
—¿Quién los lleva?
—Los hombres y mujeres de Filipinas, Borneo, Java, Sumatra, península malaya y partes de India.
—¿Tú crees que quienquiera que sea el autor de la puñalada se ha paseado por ahí llamando la atención por esas calles con una enagua roja?
—No te hagas el gracioso —me gruñó—. A menudo se llevan puestos como fajín, o atados a la cintura. ¿Y cómo sé que lo acuchillaron en la calle? Para el caso, ¿cómo sé que no lo rajaron en vuestro local?
—Nosotros siempre enterramos a nuestras víctimas sin decir nada sobre ellas. Vamos abajo, a ayudar a Pete a buscar a tu asiático.
Ese enfoque no servía. Si algún asiático había husmeado por el hotel, lo había hecho demasiado bien para pillarlo.
Llamé al Viejo y le conté lo que había descubierto —para lo que no necesité gastar mucha saliva— y luego O’Gar y yo nos pasamos el resto de la tarde dando palos de ciego sin acertar ni una sola vez. Interrogamos a unos cuantos taxistas, llamamos a los tres Rounds que salían en el listín y al final alcanzamos una ignorancia tan completa como la del principio.
Los periódicos de la mañana siguiente, que poco después de las ocho de la tarde ya estaban en la calle, contaban la historia tal como la conocíamos.
A las once O’Gar y yo decidimos dejarlo y nos fuimos, cada uno en busca de su cama.
No estuvimos mucho rato separados.