BANGS
Sentados en el cupé de Alee Rush, Hubert Landow encendió un cigarrillo y el detective uno de sus puros negros.
—Esa Polly Bangs de la que hablaba, Rush —dijo el rubio sin ningún preámbulo—, es mi esposa. Yo me llamo Henry Bangs. No encontrará mis huellas en ningún lugar. Cuando detuvieron a Polly en Milwaukee hace un par de años y la encerraron, yo me vine al este y me junté con Madeline Boudin. Hacíamos un buen equipo. A ella le sobra cerebro y yo, si tengo a alguien que piense por mí, soy bastante bueno currando.
Sonrió al detective y se señaló la cara con el cigarrillo. Ante la mirada de Alee Rush, una marea escarlata surcó la cara del rubio hasta cargarla de un sonrojo propio de una colegiala avergonzada. Luego se echó a reír y el sonrojo empezó a desaparecer.
—Es mi mejor truco —explicó—. Si tienes ese don y lo practicas, es fácil: llenas los pulmones e intentas expulsar el aire pero al mismo tiempo mantienes cerrada la laringe. Para un estafador es una mina de oro. Le sorprendería saber cuánta gente se fía de mí después de ver cómo me sonrojo un par de veces. Así que Madeline y yo íbamos bien de dinero. Ella tenía cerebro, atrevimiento y una buena fachada. Yo tengo de todo menos cerebro. Dimos un par de golpes, una estafa y un chantaje, y luego ella conoció a Jerome Falsoner. Al principio lo íbamos a ordeñar. Pero cuando Madeline descubrió que Sara era su heredera y estaba endeudada, y que no se llevaba bien con su tío, abandonamos el plan y lo cambiamos por otro más sabroso. Madeline encontró a alguien que me podía presentar a Sara. Yo conseguí caerle bien haciéndome el bobo: el joven tímido, pero lleno de adoración.
»Como le decía, Madeline tenía cerebro. No dejó de usarlo. Yo revoloteaba en torno a Sara, le mandaba bombones, libros, flores, la llevaba al teatro y a cenar. Los libros y las obras de teatro eran parte del trabajo de Madeline. Dos de los libros mencionaban el hecho de que un marido no puede testificar contra su esposa en un juicio, ni la esposa contra el marido. En una de las obras de teatro se trataba el mismo asunto. Así plantamos la semilla. Luego plantamos otra con mis sonrojos y balbuceos: convencimos a Sara o, mejor dicho, dejamos que descubriera por sí misma que yo era el mentiroso más torpe del mundo.
»Una vez terminada la siembra, empezamos a avanzar en nuestra partida. Madeline mantenía buena relación con Jerome. Sara cada vez estaba más endeudada. Nosotros la ayudamos a endeudarse más todavía. Hicimos que un ladrón robara en su apartamento una noche: Ruby Sweeger, tal vez lo conozca. Ahora está encerrado por otra trastada. Se llevó todo el dinero que encontró y casi todo lo que pudiera empeñarse. Luego agitamos un poco a algunos de sus acreedores, enviándoles cartas anónimas en las que les advertíamos que no dieran por hecho que iba a ser la heredera de Jerome. Eran cartas estúpidas, pero surtieron efecto. Un par de acreedores enviaron cobradores a la agencia de inversiones.
»Jerome recibía cada trimestre sus ingresos de la herencia. Madeline sabía las fechas y Sara también. El día anterior a una entrega, Madeline se puso a trabajar de nuevo con los acreedores. No sé qué les dijo esa vez, pero fue suficiente. Se presentaron en manada en la agencia de inversiones, con el resultado de que al día siguiente Sara recibió el despido y dos semanas de paga. Al salir se cruzó conmigo por casualidad; sí, llevaba toda la semana buscándola. Me la llevé a dar una vuelta y luego la llevé a su apartamento a las seis de la tarde. Allí nos encontramos con unos cuantos acreedores más que la esperaban para saltarle encima. Los eché, me hice el magnánimo y, en mi tono tímido, le ofrecí mi ayuda de todas las maneras posibles. La rechazó, claro, y yo mismo vi en su cara que estaba tomando una decisión. Sabía que aquel mismo día Jerome iba a cobrar su paga trimestral. Decidió irlo a ver y exigirle que al menos se ocupara de sus deudas. No me dijo adónde iba, pero como era lo que yo buscaba no me costó darme cuenta.
»La dejé y esperé frente a su apartamento, en la plaza Franklin, hasta que la vi salir. Luego busqué un teléfono, llamé a Madeline y le dije que Sara iba hacia el piso de su tío.
El cigarrillo de Landow le chamuscaba los dedos. Lo tiró, lo apagó de un pisotón y encendió otro.
—Es una historia muy larga, Rush —se disculpó—, pero ya se está acabando.
—Siga hablando, hijo —lo animó Alee Rush.
—Cuando llamé a Madeline, tenía gente en casa, gente que pretendía convencerla para irse de fiesta al campo. En ese momento les dijo que sí. Gracias a ellos, tendría una coartada mejor que la que se había preparado. Les dijo que tenía que ver a Jerome antes de irse y ellos la llevaron a su casa y esperaron en el coche mientras ella hablaba con él.
»Madeline llevaba una botella de coñac, lista y envenenada. Sirvió una copa para Jerome mientras le contaba que había encontrado un nuevo traficante de alcohol que tenía una docena de cajas, o más, de aquel mismo coñac a precio razonable. La calidad y el precio del coñac hicieron pensar a Jerome que era un buen chivatazo. Le encargó una compra para el traficante. Tras asegurarse de que el abrecartas de acero estaba bien visible encima de la mesa, Madeline se reunió con sus amigos, no sin antes provocar que Jerome saliera hasta la puerta para que ellos lo vieran vivo, y luego se fueron.
»Bueno, no sé qué había puesto Madeline en aquel coñac. Si me lo dijo, lo he olvidado. Era una droga fuerte; no un veneno, entiéndame, sino un excitante. Entenderá a qué me refiero cuando le cuente el resto. Sara debió de llegar al piso de su tío unos diez o quince minutos después de irse Madeline. Dice que cuando le abrió la puerta tenía la cara roja, inflamada. Pero era un hombre frágil y ella, en cambio, es fuerte y, para el caso, no le temía ni al diablo. Entró y le exigió que se ocupara de sus deudas incluso si decidía no pasarle una pensión alimenticia.
»Eran dos Falsoner, así que la discusión debió de calentarse. Además, a Jerome le estaba afectando la droga y no tenía voluntad para enfrentarse a ella. Atacó a su sobrina. El abrecartas, tal como había comprobado Madeline, estaba en la mesa. Él era un maníaco. Sara no era una de esas chiquillas que pelean a gritos y se acuclillan en un rincón. Agarró el abrecartas y se lo clavó. Cuando el tío cayó, la sobrina se dio la vuelta y se largó corriendo.
»Como yo la había seguido después de llamar a Madeline, estaba en la escalera de acceso a su casa cuando ella salió corriendo. La detuve y me dijo que había matado a su tío. Le dije que me esperase y entré a ver si estaba muerto de verdad. Luego la llevé a su casa y para justificar mi presencia en casa de Jerome le dije, con mi tono bobito y torpe, que me había dado miedo de que hiciera alguna temeridad y había pensado que era mejor echarle un vistazo.
»De vuelta en su apartamento, ella estaba decidida a entregarse a la policía. Le señalé el peligro que eso implicaba y le expliqué que, con sus deudas y reconociendo que había acudido a pedirle dinero, con el agravante de ser su heredera, podía dar por cierto que la condenarían por asesinarlo para quedarse el dinero. Le dije que considerarían el relato del ataque de Jerome como una historia bien floja. Ella estaba aturdida y no me costó convencerla. El siguiente paso fue fácil. La policía la iba a investigar incluso si no sospechaba especialmente de ella. Que supiéramos, yo era la única persona cuyo testimonio podía contribuir a su condena. Era muy leal, pero… ¿verdad que era el mentiroso más torpe del mundo? ¿Verdad que hasta una mentira minúscula me ponía más rojo que el banderín de un subastero? La salida de aquel atolladero estaba en los dos libros que le había dado y en la obra de teatro que habíamos visto: si era su marido no me podían obligar a testificar contra ella. A la mañana siguiente, nos casamos gracias a una licencia que yo había pedido casi una semana antes.
»Bueno, pues ya estaba. Estábamos casados. Ella iba a recibir un par de millones en cuanto se aclarasen los asuntos de su tío. Daba la sensación de que no podía evitar de ningún modo la detención y su posterior condena. Por mucho que nadie la hubiera visto entrar ni salir del piso de su tío, todo la señalaba como culpable y la estúpida postura que yo le había impulsado a tomar le impediría siquiera usar la defensa propia como argumento. Si la colgaban, los dos millones serían míos. Si le caía una condena larga, al menos me correspondería el usufructo del dinero.
Landow soltó y pisoteó el segundo cigarrillo y se quedó un momento con la vista perdida en la lejanía.
—¿Cree en Dios, en la providencia, en el destino o en algo por el estilo, Rush? —preguntó—. Bueno, unos creen en una cosa y otros en otra, pero escuche bien esto: no arrestaron a Sara, nunca llegaron a sospechar de ella de verdad. Parece que había un finlandés, o sueco, que se había peleado con Jerome y lo había amenazado. Supongo que no podía dar cuenta de su paradero la noche del asesinato, así que se escondió cuando supo que habían matado a Jerome. La policía lo escogió como sospechoso. Le dieron una ojeada a Sara, claro, pero no con mucho rigor. Parece que nadie la había visto en la calle y la gente de su bloque de apartamentos, como la vio llegar a las seis conmigo y no la vio salir de nuevo, o si alguien la vio no lo recordaba, dijo a la policía que había pasado la tarde en casa. La policía estaba demasiado interesada en la desaparición de aquel finlandés, o lo que fuera, para meterse más a fondo en los asuntos de Sara.
»Ahí estábamos de nuevo. Yo ganaba un montón de dinero por matrimonio, pero no estaba en condiciones de pasar su parte a Madeline. Madeline dijo que lo dejáramos todo como estaba hasta que se arreglara la herencia, y que luego ya delataríamos a Sara. Pero cuando se arregló lo del dinero hubo otro problema. Esta vez fue cosa mía. Yo…, yo…, bueno, yo quería seguir igual. La conciencia no tuvo nada que ver, no sé si me entiende. Fue simplemente que…, bueno que lo único que quería era seguir viviendo con Sara. No me arrepentía demasiado de lo que había hecho, porque si no llega a ser por eso no me habría quedado con ella.
»No sé si se lo podré dejar claro, Rush, pero incluso ahora sigo sin arrepentirme. Si se pudiera haber hecho de otro modo… Pero no se podía. Tenía que ser así, o nada. Y he gozado de estos seis meses. Ya veo que he sido un idiota. Sara nunca me quiso. La conseguí gracias a un crimen y una trampa y, aunque me aferraba a la estúpida esperanza de que algún día me miraría con los mismos ojos que yo a ella, en el fondo siempre supe que era inútil. Había otro hombre, su amigo Millar. Ahora que ya se sabe que yo estoy casado con Polly, ella es libre y espero que… Espero que… Bueno, Madeline ya estaba pidiendo acción a gritos. A Sara le dije que Madeline estaba embarazada de Jerome y ella aceptó pasarle algo de dinero. Pero no sirvió para contentar a Madeline. En su caso no había ningún sentimiento implicado. Quiero decir, no es que sintiera nada por mí, solo era el dinero. Quería hasta el último centavo y con el acuerdo que Sara estaba dispuesta a concederle no podía darse por satisfecha.
»Con Polly pasaba lo mismo también, aunque un poquito más. Creo que me tiene cariño. No sé cómo dio conmigo al salir de la trena de Wisconsin, pero entiendo cómo se lo imaginó todo. Yo estaba casado con una rica. Si la mujer moría, disparada por un ladrón en un asalto, yo me quedaría con el dinero y ella podría disfrutar de mí y de la fortuna. No la he visto, ni siquiera sabría que está en Baltimore si no me lo hubiera dicho usted, pero sé que su mente funciona así. La idea de matarla también se le podía ocurrir a Madeline. Yo ya le había dicho que no contara conmigo para seguírsela jugando a Sara. Madeline sabía que si seguía con el plan y la acusaba del asesinato de Falsoner yo le desmontaría toda la estratagema. En cambio, si Sara moría yo me quedaba con el dinero y ella se llevaba su parte. Así de fácil.
»No lo he sabido hasta que me lo ha contado usted, Rush. No me importa lo que piense de mí, pero sabe Dios que es cierto que yo ignoraba que Polly o Madeline tuvieran la intención de hacer matar a Sara. Bueno, eso es todo. ¿Me estaba siguiendo cuando he ido al hotel?
—Hmm.
—Me lo imaginaba. La carta que he escrito y he mandado a casa dice más o menos todo lo que le acabo de contar, explica toda la historia. Pensaba escaparme para dejar a Sara libre de culpa. Ella se librará, está claro, pero ahora tendré que pagar yo. Pero no quiero volverla a ver, Rush.
—Eso me parecía —convino el detective—. Sobre todo, después de decir que es una asesina.
—No lo he dicho —protestó Landow—. Se me ha olvidado explicarlo, pero lo he puesto en la carta. Jerome Falsoner no estaba muerto, ni siquiera moribundo, cuando yo entré en el piso. Le había clavado el abrecartas demasiado arriba. Yo lo maté, clavándolo en el mismo agujero, pero hacia abajo. Para eso entré, para asegurarme de que acababa con él.
Alee Rush alzó sus enrojecidos ojos enloquecidos y clavó una larga mirada en la cara del asesino confeso.
—Es mentira —graznó—, pero al menos es una mentira piadosa. ¿Está seguro de que la quiere mantener? La verdad bastaría para librar a la chica y a lo mejor no implica que lo cuelguen.
—¿Qué cambiaría? —preguntó el joven—. Yo ya he caído. Y no me cuesta nada dejar a Sara en paz consigo misma, no solo con la ley. Yo ya estoy acribillado, así que otro agujero ya no importa. Ya le he dicho que Madeline tenía cerebro. A mí me daba miedo. Siempre hubiera tenido un as en la manga para acosarnos, para arruinar a Sara. Para ser más lista que yo, no tenía ni que esforzarse. Yo no podía correr ese riesgo.
Se echó a reír ante la cara horrenda de Alee Rush con un gesto más bien teatral, tirando unos pocos centímetros del puño de la camisa por debajo de la chaqueta. En el puño se veía todavía una mancha granate.
—He matado a Madeline hace una hora —dijo Henry Bangs, alias Hubert Landow.