IX

LA SOMBRA

La joven de la mirada muerta siguió jugando con el ribete del pañuelo y no levantó la vista cuando el feo regresó a la sala. Ninguno de los dos dijo nada. Alee Rush, de espaldas a la ventana, sacó dos veces el reloj del bolsillo y lo fulminó con una mirada enloquecida.

Desde el piso inferior les llegó el tenue repique del timbre. El detective se desplazó hacia la puerta de la sala y luego bajó la escalera principal con su pesada agilidad. Con la cara convertida en campo de batalla entre el miedo y la vergüenza, Ralph Millar se quedó plantado en el portal y tartamudeó algo ininteligible a la sirvienta que le abrió la puerta. Alee Rush apartó con brusquedad a la muchacha, hizo entrar a Millar y lo guio escaleras arriba.

—Dice que mató a Jerome —murmuró al oído de su cliente mientras subían.

Una palidez terrible se asomó a la cara de Ralph Millar, pero no dio muestras de sorpresa.

—¿Ya sabía que lo había matado ella? —gruñó Alee Rush.

Millar intentó hablar dos veces, pero no llegó a emitir ningún sonido. Cuando le salieron las palabras, estaban ya en el rellano del piso superior.

—Esa noche la vi en la calle, caminando hacia su piso.

Alee Rush resopló como una fiera y dirigió al joven hacia la sala donde esperaba Sara Landow.

—Landow ha salido —susurró con prisas—. Yo me voy. Quédese con ella. Está a punto de desmoronarse. Si se queda sola es capaz de cualquier cosa. Si Landow vuelve antes que yo, dígale que me espere.

Antes de que Millar encontrara las palabras para expresar la confusión que mostraba su rostro, habían recorrido ya el pasillo y estaban entrando en la sala. El cuerpo de la mujer se alzó de la silla como si lo levantara alguna fuerza invisible. Quedó de pie, alta y tiesa. Millar se quedó junto a la puerta. Se miraron a los ojos, ambos en una postura que parecía indicar que una fuerza tiraba de ellos para unirlos, mientras que otra lo hacía en sentido contrario.

A toda prisa, Alee Rush se dirigió, torpe y silencioso, hacia la calle.

Al llegar a la avenida Mount Royal, vio enseguida el descapotable azul. Estaba vacío delante del edificio de apartamentos en que vivía Madeline Boudin. El detective pasó a su lado y aparcó junto al bordillo tres puertas más abajo. Apenas acababa de pararlo cuando Landow salió corriendo del edificio, se metió en el coche de un salto, lo puso en marcha y se alejó. Circuló hasta un hotel en la calle Charles. El detective iba detrás de él.

En el hotel, Landow fue directo hasta un salón. Se pasó allí media hora sentado, inclinado sobre una mesa, llenando hoja tras hoja de palabras escritas con premura mientras el detective permanecía sentado detrás de un periódico, en un rincón apartado del vestíbulo, para vigilar la salida del salón.

Landow salió con un grueso sobre que iba metiéndose en el bolsillo, abandonó el hotel, montó en el coche y circuló hasta una empresa de mensajería de la calle St. Paul.

Pasó cinco minutos en su sede. Al salir, dejó el coche aparcado junto a la acera y se fue andando a la calle Calvert, donde montó en un tranvía en dirección norte. El cupé de Alee Rush siguió al tranvía. En Union Station, Landow se bajó del tranvía y fue a la ventanilla de venta de billetes. Acababa de pedir un billete de ida a Filadelfia cuando Alee Rush le dio un toque en el hombro.

Hubert Landow se volvió lentamente, con el dinero todavía en la mano. Al reconocer al detective, su bello rostro no cambió de expresión.

—Sí —dijo con frialdad—. ¿Qué ocurre?

Alee Rush señaló con una inclinación de su fea cabeza la ventanilla y luego el dinero que Landow seguía sujetando.

—Esto que hace no está nada bien —gruñó.

—Aquí lo tiene —dijo la vendedora, al otro lado de la rejilla.

Ninguno de los dos hombres le prestó atención. Una mujer grande, vestida de rosa, rojo y violeta, empujó a Landow, le dio un pisotón y se plantó ante la ventanilla. Landow dio un paso atrás y el detective lo siguió.

—No tendría que haber dejado sola a Sara —dijo Landow—. Está…

—No está sola. La he dejado con alguien.

—¿No…?

—No es la policía, si es eso lo que piensa.

Landow empezó a caminar lentamente por la larga explanada y el detective avanzó a su lado. El rubio se detuvo y miró bruscamente al otro a la cara.

—¿El que está con ella es ese tal Millar? —quiso saber.

—Ajá.

—¿Trabaja usted para él, Rush?

—Ajá.

Landow reanudó la caminata. Cuando llegaron al extremo norte de la explanada, habló de nuevo.

—Y ese Millar… ¿Qué quiere?

Alee Rush encogió sus hombros fuertes y ágiles y no dijo nada.

—Bueno, ¿y qué quiere usted? —preguntó el joven, con algo de miedo, ahora encarado de frente al detective.

—No quiero que usted salga de la ciudad.

Landow se lo pensó con el ceño bien fruncido.

—Supongamos que insisto en irme —planteó—. ¿Cómo me lo va a impedir?

—Podría retenerlo por complicidad en el asesinato de Jerome.

De nuevo un silencio, hasta que Landow lo rompió.

—Mire, Rush. Usted trabaja para Millar. Él está en mi casa. Acabo de mandarle una carta a Sara por medio de un mensajero. Deles tiempo para leerla y luego llame a Millar. Pregúntele si quiere que me retenga o no.

Alee Rush meneó la cabeza en una clara negativa.

—No sirve —dijo con su voz chirriante—. Millar está demasiado sonado para confiar en su criterio por teléfono en un asunto como este. Volvamos y hablémoslo entre todos.

Ahora fue Landow quien se negó.

—¡No! —estalló. Clavó su mirada en la fea cara del detective con expresión de frío cálculo—. ¿Puedo comprarlo, Rush?

—No, Landow. No se deje engañar por mi aspecto y mi historial.

—Ya me lo parecía. —Landow miró al techo primero, y luego a sus pies, y soltó un fuerte resoplido—. Aquí no podemos hablar. Busquemos un sitio más tranquilo.

—Tengo mi cacharro fuera —propuso Alee Rush—. Sentémonos allí.