HABLA SARA
Sin dejar de dar vueltas a la tarjeta del detective entre sus dedos, Hubert Landow recibió a Alee Rush en una habitación amueblada con cierto lujo en el piso superior de la casa de la avenida Charles. Estaba plantado en medio de la habitación, de cara a la puerta —alto, rubio, con su belleza juvenil—, cuando hicieron pasar al detective: gordo, canoso, desastrado y feo.
—¿Quería verme? Pase, siéntese.
Los modales de Hubert Landow no eran constreñidos, ni sueltos. Eran precisamente los que cabía esperar de un joven que recibiera la visita inesperada de un detective con cara de alocado.
—Ajá —dijo Alee Rush, una vez sentado frente a él—. Tengo algo que contarle. No llevará mucho tiempo, pero es algo un poco loco. Tal vez le sorprenda, o tal vez no. Pero va en serio. No quiero que crea que le estoy gastando una broma.
Hubert Landow se inclinó hacia delante con cara de interés.
—No lo creeré —prometió—. Adelante.
—Hace un par de días me dieron una pista de un hombre que podría estar relacionado con un caso que me incumbe. Es un maleante. Al seguirlo, descubrí que mostraba interés por asuntos de usted y de su esposa. Lo ha seguido a usted y también a ella. Estuvo holgazaneando por la calle cerca del apartamento de Mount Royal en el que entró usted ayer y luego él mismo entró también.
—Pero ¿qué diablos pretende? —exclamó Landow—. ¿Usted cree que…?
—Espere —aconsejó—. Espere hasta saberlo todo y luego ya me dirá qué le parece. Salió de allí y se fue a la estación de Camden, donde se reunió con una joven. Hablaron un poco y luego, por la tarde, a ella la pillaron robando en unos grandes almacenes. Se llama Polly Bangs y ha cumplido condena en Wisconsin por el mismo delito. Tenía una foto suya encima de la cómoda.
—¿Una foto mía?
Alee Rush asintió con expresión de placidez ante la cara de aquel joven, que ahora se ponía en pie.
—De usted. ¿Conoce a la tal Polly Bangs? Una mujer fornida, cuadrada, de unos veintiséis, con el pelo moreno y los ojos… picaros.
La cara de Hubert Landow solo mostraba desconcierto.
—¡No! ¿Qué diablos hacía con mi foto? —quiso saber—. ¿Está seguro de que era mía?
—Tal vez no al cien por cien. Pero sí tan seguro como que, si alguien dijera lo contrario, tendría que demostrármelo. A lo mejor usted se ha olvidado de ella, o a lo mejor ella se encontró la foto y se la quedó porque le gusta.
—¡Tonterías! —El rubio rechazó el piropo a su belleza y se sonrojó con un color tan vívido que a su lado la complexión de Alee Rush parecía casi incolora—. Tiene que haber alguna razón más sensata. ¿Dice que la han arrestado?
—Ajá, aunque ya ha salido bajo fianza. Pero déjeme seguir con mi historia. Anoche tuve una charla con ese maleante del que le hablaba. Dice que lo han contratado para matar a su esposa.
Hubert Landow, que había vuelto a sentarse, se removió ahora en la silla de tal manera que las junturas crujieron por la presión. Su cara, escarlata un segundo antes, estaba ahora blanca como el papel. Aparte de los crujidos de la silla, otro sonido leve se oía en la sala: el de unos jadeos ahogados. El joven rubio no daba muestras de oírlos, pero los ojos enrojecidos de Alee Rush se desviaron momentáneamente hacia un lado para echar un vistazo fugaz a la puerta cerrada que se veía al otro lado de la habitación.
Landow se había levantado de nuevo y se agachaba junto al detective, al tiempo que hundía sus dedos en los musculosos hombros caídos de su feo acompañante.
—¡Es horrible! —exclamaba—. Tenemos que…
La puerta a la que acababa de mirar el detective se abrió. Entró por ella una chica alta y hermosa: Sara Landow. Su cabello alborotado dibujaba una nube castaña en torno a la cara blanca. Los ojos parecían muertos. Caminó lentamente hacia los dos hombres, con el cuerpo algo inclinado hacia delante, como si se enfrentara a una ventolera.
—No sirve de nada, Hubert. —La voz parecía tan muerta como los ojos—. Hay que aceptarlo. Es Madeline Boudin. Ha descubierto que maté a mi tío.
—¡Calla, cariño, calla! —Landow abrazó a su mujer y trató de calmarla acariciándole la espalda—. No sabes lo que dices.
—Ah, sí que lo sé. —La mujer se liberó del abrazo con un apático encogimiento de hombros y se sentó en la silla que acababa de dejar libre Alee Rush—. Es Madeline Boudin, ya lo sabes. Ella sabe que yo maté al tío Jerome.
Landow se volvió hacia el detective y avanzó las dos manos para agarrarlo por un brazo.
—Haga el favor de no escucharla, Rush —suplicó—. Últimamente, no se encuentra muy bien. No sabe lo que dice.
Sara Landow se rio con una exhausta amargura.
—¿Que no me he encontrado bien? La verdad es que no mucho. Desde que lo maté. Usted es detective. —El vacío de sus ojos se posó en Alee Rush—. Deténgame. Yo maté a Jerome Falsoner.
Alee Rush, plantado con los brazos abiertos y las piernas separadas, la miró con el ceño fruncido y no dijo nada.
—¡No puede hacerlo, Rush! —Landow volvía a tirarle del brazo—. No puede, hombre. ¡Es ridículo! Usted…
—¿Y qué tiene que ver la tal Madeline Boudin con todo esto? —preguntó la voz seca de Alee Rush—. Ya sé que era amiguita de Jerome, pero… ¿Qué interés tiene ella en que maten a su esposa?
Landow dudó, removió los pies y cuando al fin respondió lo hizo aún con alguna reticencia:
—Era la amante de Jerome, estaba embarazada de él. Mi esposa, cuando se enteró, insistió en adjudicarle un pago a cuenta de la herencia. La visita que le hice ayer tenía que ver con eso.
—Ajá. Bueno, volvamos a lo de Jerome: se supone que usted y su esposa estaban en el apartamento de ella cuando él murió, si no recuerdo mal.
Sara Landow suspiró con desánimo impaciente.
—¿Es necesaria esta conversación? —preguntó con una vocecita cansada—. Lo maté yo. No lo mató nadie más. No había nadie más cuando lo maté. Le clavé el abrecartas cuando me atacó y él se puso a gritar: «¡No! ¡No!» y empezó a llorar, de rodillas, y yo me largué.
Alee Rush pasó la mirada de la chica al hombre. La cara de Landow estaba empapada de sudor, las manos eran puños blancos y algo se agitaba en su pecho. Cuando volvió a hablar, su voz sonaba tan ronca como la del detective, aunque no tan estridente.
—Sara ¿puedes esperar aquí hasta que vuelva? Voy a salir un ratito, quizás una hora. ¿Esperarás aquí sin hacer nada hasta que vuelva?
—Sí —contestó la chica, sin mostrar interés ni curiosidad alguna en la voz—. Pero no sirve de nada, Hubert. Te lo tendría que haber dicho desde el principio, no sirve de nada.
—Tú espérame aquí, Sara —suplicó él. Luego inclinó la cabeza hacia la oreja deforme del detective—. Quédese con ella, Rush, por el amor de Dios —murmuró antes de salir a toda prisa por la puerta.
La puerta principal se cerró de golpe. Se oyó el ronroneo de un motor que se alejaba. Alee Rush se dirigió a la chica:
—¿Dónde está el teléfono?
—En la habitación de al lado —dijo, sin alzar la vista del pañuelo que sus dedos retenían.
El detective llegó hasta la puerta por la que había entrado ella y descubrió que daba a una biblioteca, en uno de cuyos rincones se veía un teléfono. Al otro lado de la sala, un reloj señalaba las tres y media. Rush fue al teléfono, llamó a la oficina de Ralph Millar, preguntó por él y le dijo:
—Soy Rush. Estoy en casa de los Landow. Venga ahora mismo.
—Pero es que no puedo, Rush. ¿Es que no entiende…?
—¡Déjese de tonterías! —graznó Alee Rush—. Venga deprisa.