VII

HABLA MILLAR

—Exacto —dijo Alee Rush—. Bueno, vamos a ver. La señora Landow era la sobrina y heredera de Jerome Falsoner. Trabajaba en su agencia de inversiones. Se casó con Landow la misma mañana en que su tío apareció muerto. Ayer Landow visitó el edificio en que vive Madeline Boudin. Ella es la última persona que estuvo en casa de Falsoner antes de que lo mataran. Pero su coartada parece tan impenetrable como la de los Landow. El hombre que dice haber sido contratado para asesinar a la señora Landow también visitó el edificio de Madeline Boudin ayer. Yo lo vi entrar. Lo vi reunirse con otra mujer. Una ladronzuela. En su casa encontré una foto de Hubert Landow. El joven oscuro del que usted hablaba dice que lo han contratado dos veces para matar a la señora Landow: dos mujeres, y ninguna sabe que la otra también ha requerido sus servicios. No me quiere decir quiénes son, pero tampoco me hace falta.

La voz ronca se detuvo y Alee Rush esperó a que hablara Millar. Pero Millar se había quedado sin palabra. Tenía los ojos bien abiertos y desesperadamente vacíos. Alee Rush alzó una mano grande, la plegó en un puño casi perfectamente esférico y golpeó con suavidad el escritorio.

—Ahí lo tiene, señor Millar —dijo con su aspereza habitual—. Un hermoso lío. Si me cuenta lo que sabe lo despejaremos, no tema. Si no… ¡Abandono!

Ahora Millar sí encontró las palabras, aunque algo atropelladas.

—¡No puede, Rush! No puede abandonarme… ¡Abandonarnos! ¡Abandonarla! No es… Usted no…

Pero Alee Rush sacudió con un lento meneo enfático su cabeza con forma de pera.

—Aquí hay algún asesinato y sabe Dios qué más. No me gusta jugar con los ojos vendados. ¿Cómo sé qué pretende? Cuénteme lo que sabe, todo lo que sabe, o búsquese otro detective. Así de claro.

Ralph Millar se clavó las uñas en los dedos, se mordisqueó los labios y lanzó una súplica al detective con su mirada de hombre acosado.

—No puede, Rush —insistió—. Ella todavía corre peligro. Incluso si tiene razón cuando dice que ese hombre no la va a atacar, ella no está a salvo. Las mujeres que lo contrataron pueden buscarse otro. Tiene que protegerla, Rush.

—¿Sí? Entonces usted tiene que hablar.

—¿Tengo? Sí, hablaré, Rush. Le contaré todo lo que me pide. Pero no sé nada, o prácticamente nada, que usted no haya descubierto ya.

—¿Ella trabajaba en su agencia de inversiones?

—Sí, en mi departamento.

—¿Lo dejó para casarse?

—Sí. O sea… No, Rush, la verdad es que la despidieron. Fue indignante, pero…

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Fue el día antes… El día antes de casarse.

—Cuéntemelo.

—Tenía… Primero le tendré que explicar su situación, Rush. Ella es huérfana. Su padre, Ben Falsoner, había tenido una juventud alocada, y tal vez no solo la juventud, como todos los Falsoner, al parecer. En cualquier caso, se había peleado con su padre, el viejo Howard Falsoner, y el viejo lo había desheredado. Pero no del todo. El viejo tenía esperanzas de que Ben se corrigiera y, si eso ocurría, no quería dejarlo sin nada. Por desgracia, sí confiaba en su otro hijo, Jerome.

»El viejo Howard Falsoner dejó un testamento en función del cual todos los ingresos generados por sus propiedades pasaban a Jerome en vida de este. Jerome debía ocuparse de su hermano Ben según le pareciera. Es decir, tenía libertad absoluta. Podía repartir esos ingresos a medias con su hermano o podía darle una limosna, o podía no darle nada si le parecía que Ben se lo merecía por su actitud. A la muerte de Jerome, la herencia se dividiría a partes iguales entre los nietos del viejo.

»En teoría era un arreglo bastante sensato, pero no lo fue en la práctica: no en manos de Jerome Falsoner. ¿No lo conocía? Bueno, era el último hombre en quien confiar un arreglo de ese tipo. Ejerció su poder al máximo. Ben Falsoner jamás obtuvo de él un solo centavo. Murió hace tres años y entonces la chica, su única hija, heredó su posición con respecto al dinero del abuelo. Su madre había muerto antes. Jerome Falsoner jamás le pagó ni un centavo.

»Esa era su situación cuando llegó a la agencia de inversiones hace dos años. No era una situación feliz. Tenía por lo menos un toque de la temeridad y extravagancia de los Falsoner. Ahí estaba: heredera de unos dos millones de dólares, porque Jerome no se había casado y ella era la única nieta, pero sin ningún ingreso en el presente, salvo su salario, que desde luego no era elevado.

»Se endeudó. Supongo que a veces intentaría ahorrar, pero siempre estaban por delante aquellos dos millones que hacían doblemente desagradable cualquier sacrificio. Al fin, los directivos de la agencia de inversiones se enteraron de sus deudas. Uno o dos acreedores se presentaron en la oficina, de hecho. Como trabajaba en mi departamento, me tocó la desagradable tarea de advertirle. Prometió que pagaría sus deudas y no contraería ninguna más y supongo que debió de intentarlo, pero no tuvo mucho éxito. Nuestros directivos están hechos a la antigua usanza y son ultraconservadores. Hice cuanto pude por salvarla, pero no sirvió de nada. Simplemente se negaron a tener una empleada endeudada hasta las cejas.

Miller se detuvo un momento, miró al suelo con cara de desgraciado y continuó:

—Me tocó la tarea desagradable de decirle que ya no necesitábamos sus servicios. Intenté… Fue horrorosamente desagradable. Eso era el día antes de que se casara con Landow. Fue… —Hizo una pausa y luego, como si no se le ocurriera otra cosa que decir, repitió—: Sí, fue el día antes de que se casara con Landow. —Y se quedó de nuevo mirando el suelo con cara de desgraciado.

Alee Rush, que durante el recitado de toda la historia se había quedado sentado y sin moverse, como los monstruos tallados en las viejas iglesias, se inclinó ahora sobre el escritorio para formular una pregunta con su voz ronca:

—¿Y quién es ese Hubert Landow? ¿A qué se dedica?

Ralph Millar meneó la cabeza gacha.

—No lo conozco. Solo de vista. No sé nada de él.

—¿Alguna vez le ha hablado de él la señora Landow? Quiero decir cuando estaba en la agencia.

—Puede que sí, pero no lo recuerdo.

—Entonces, cuando se enteró de que se había casado no sabría qué pensar, ¿no?

El joven lo miró con algo de miedo en sus ojos marrones.

—¿Qué pretende, Rush? No estará pensando… Sí, como usted dice, me llevé una sorpresa. ¿Qué pretende?

—La licencia de matrimonio —explicó el detective, haciendo caso omiso de la pregunta repetida por su cliente— a nombre de Hubert Landow se emitió cuatro días antes de la boda, cuatro días antes de que apareciera el cadáver de Jerome Falsoner.

Millar se mordisqueó una uña y meneó la cabeza, desesperado.

—No sé adónde quiere llegar —murmuró, sin sacar el dedo de la boca—. Todo esto es desconcertante.

—¿No es verdad señor Millar…? —La voz del detective llenó el despacho con su ronca insistencia—. ¿No es verdad que usted se llevaba mejor con Sara Falsoner que con cualquier otra persona de la agencia de inversiones?

El joven alzó la cabeza, miró a Alee Rush a los ojos y le sostuvo la mirada con unos ojos marrones que parecían tercamente calmos.

—Lo que es verdad —le dijo en tono tranquilo—, es que pedí a Sara Falsoner que se casara conmigo el mismo día en que se fue.

—Ajá. ¿Y ella…?

—Y ella… Supongo que la culpa fue mía. Fui torpe, rudo, llámelo como quiera. Dios sabe qué pensó ella, que le ofrecía matrimonio por pena, que al despedirla pretendía obligarla a casarse porque sabía que estaba endeudada hasta las cejas. Pudo pensar cualquier cosa. En cualquier caso, fue… Fue desagradable.

—¿Quiere decir que además de rechazarlo fue…? Bueno, digamos que desagradable.

—Eso quiero decir.

Alee Rush se recostó en la silla y renovó las muecas grotescas de su rostro al retorcer su gruesa boca por una comisura. Tenía los ojos rojos clavados en el techo mientras reflexionaba.

—Lo único que podemos hacer —decidió— es ir a ver a Landow y contarle lo que sabemos.

—Pero ¿está seguro de que él…? —objetó Millar, de manera indefinida.

—Si no es un actorazo, está muy enamorado de su esposa —dijo el detective, convencido—. Eso bastaría para justificar que se lo contemos.

Millar no estaba convencido.

—¿Está seguro de que es lo más conveniente?

—Ajá. Tenemos que llevarle esta historia a uno de estos tres: él, ella o la policía. Yo creo que la mejor opción es él, pero le dejo escoger.

El joven movió la cabeza en señal de conformidad, aunque con reticencia.

—De acuerdo. Pero no necesitará mencionarme, ¿verdad? —añadió, con un susto repentino—. Podrá manejarlo de manera que yo no me vea involucrado. ¿Entiende lo que le quiero decir? Ella es su esposa y sería…

—Claro —prometió Alee Rush—. Lo mantendré en la sombra.