VI

LA CALLE CATHEDRAL

Por la mañana Alee Rush se puso a investigar a Hubert Landow. Primero fue al ayuntamiento, donde revisó los libros grises en los que se registran los certificados de matrimonio. Averiguó que Hubert Britman Landow y Sara Falsoner llevaban seis meses casados.

El nombre de soltera de la mujer agravó aún más el enrojecimiento de ojos del detective. El aire sonaba con brusquedad al salir por sus fosas nasales. «Hmm, hmm», carraspeó con tanta aspereza que un pasante delgaducho que repasaba otros certificados junto a él lo miró asustado y se apartó un poco.

Desde el ayuntamiento, Alee Rush se fue con el nombre de la novia a dos redacciones de periódicos en las que, tras repasar los archivos, compró una brazada de periódicos de los últimos seis meses. Se los llevó a su despacho, los puso abiertos encima del escritorio y los atacó con unas tijeras. Cuando hubo terminado de cortar y tirar el último a un lado, encima del escritorio quedaba una gran pila de recortes.

Tras ordenarlos por orden alfabético, Alee Rush encendió un puro negro, apoyó los codos en el escritorio, descansó su fea cabeza sobre las palmas y empezó a leer una historia con la que los lectores de periódicos de Baltimore se habían familiarizado medio año antes. Una vez purgada de lo irrelevante y de algunas digresiones previas, la historia quedaba esencialmente como sigue:

Jerome Falsoner, de cuarenta y cinco años, era un soltero que vivía solo en un piso de la calle Cathedral, con ingresos más que suficientes para vivir cómodamente. Era alto, pero de físico delicado, resultante, al parecer, de una indulgencia excesiva en el placer para un cuerpo que ya de inicio carecía de una constitución fuerte. Era conocido, al menos de vista, por todos los noctámbulos de Baltimore y por quienes frecuentaban las carreras de caballos, las casas de apuestas y las casas ilegales de peleas de gallos que se materializaban de vez en cuando, y tan solo por unas horas, en los sesenta kilómetros de campo que separan Baltimore de Washington.

Una tal Fanny Kidd, al acudir, como tenía por costumbre, a las diez de la mañana para «hacer» la casa de Jerome Falsoner, se lo había encontrado boca arriba en el cuarto de estar, mirando un punto fijo del techo con los ojos muertos, un punto brillante que era un reflejo luminoso…, originado por la empuñadura metálica de su abrecartas, que sobresalía desde su pecho.

La investigación policial estableció cuatro hechos:

Primero, Jerome Falsoner llevaba catorce horas muerto cuando lo encontró Fanny Kidd, lo cual situaba su asesinato hacia las ocho de la noche anterior.

Segundo, las últimas personas conocidas que lo habían visto con vida eran una mujer llamada Madeline Boudin, con la que había mantenido una relación íntima, y tres amigos de ella. Lo habían visto vivo en algún momento entre las siete y media y las ocho; es decir, menos de media hora antes de su muerte. Iban en coche a una casa de veraneo de Severn River y Madeline Boudin había dicho a los demás que quería ver a Falsoner antes de irse. Los demás se habían quedado en el coche mientras ella llamaba al timbre. Jerome Falsoner había abierto la puerta de la calle y ella había entrado. Al cabo de diez minutos, Madeline había salido y se había reunido con sus amigos. Jerome Falsoner la había acompañado a la puerta y había saludado a uno de los hombres del coche: un tal Frederick Stoner, que lo conocía de lejos y que tenía alguna relación con el fiscal del distrito. Dos mujeres que en aquel momento hablaban en los escalones de acceso a una casa de la otra acera también habían visto a Falsoner y habían presenciado la partida de Madeline Boudin con sus amigos.

Tercero, la única parienta y heredera de Jerome Falsoner era su sobrina, Sara Falsoner, que por algún capricho del destino se estaba casando con Hubert Landow en el mismo momento en que Fanny Kidd encontraba el cadáver del hombre que la había contratado. La sobrina y el tío apenas habían tenido relación. Enseguida se comprobó —al ser ella depositaría durante un breve tiempo de las sospechas de la policía— que la sobrina había estado en su casa, en su apartamento de la calle Carey, desde las seis de la tarde del asesinato hasta las ocho y media de la mañana siguiente. Antes de casarse, la chica había trabajado como secretaria en la misma agencia de inversiones para la que trabajaba Ralph Millar.

Cuarto, Jerome Falsoner, que no tenía precisamente la disposición de ánimo más calmada, se había peleado con un islandés llamado Einer Jokumsson en una casa de apuestas dos días antes de morir asesinado. Jokumsson lo había amenazado. Jokumsson —un hombre bajo y de constitución pesada, cabello oscuro, ojos oscuros— había desaparecido de su hotel dejando allí sus maletas el mismo día en que se encontró el cadáver y nadie lo había vuelto a ver desde entonces.

Tras leer atentamente el último recorte, Alee Rush se recostó en la silla y se quedó mirando el techo con cara de monstruo pensativo. Al poco se inclinó de nuevo hacia delante para mirar en el listín telefónico y llamar a la agencia de inversiones de Ralph Millar. Pero tras conseguir el número cambió de idea.

—Da lo mismo —dijo al aparato.

Luego llamó a Goodbody. Cuando se puso Minnie le dijo que habían identificado a la tal Polly Vanness como Polly Bangs, arrestada en Milwaukee dos años antes por robar en una tienda y condenada a dos años. Minnie también le dijo que Polly Bangs había salido bajo fianza aquella misma mañana a primera hora.

Alee Rush colgó el teléfono y se puso a mirar los recortes de nuevo hasta que dio con la dirección de Madeline Boudin, la mujer que había visitado a Falsoner tan poco antes de su muerte. Era un número de la avenida Madison. Hasta allí llevó el cupé al detective.

No, la señorita Boudin no vivía allí. Sí, había vivido allí, pero hacía cuatro meses que se había mudado. Quizá la señora Blender, la del tercer piso, sabría dónde vivía ahora. La señora Blender no lo sabía. Sabía que la señorita Boudin se había mudado a un bloque de apartamentos de la avenida Garrison, pero le parecía que ya no debía de vivir allí. En la casa de la avenida Garrison: la señorita Boudin se había mudado un mes y medio antes. Quizás a un sitio en la avenida Mount Royal. Nadie sabía el número.

El cupé llevó a su horrendo propietario hasta la avenida Mount Royal, al edificio de apartamentos al que había visto acudir primero a Hubert Landow y luego a Scuttle Zeipp, el día anterior. En la oficina del gerente preguntó por Walter Boyden, de quien se suponía que vivía allí. El gerente no conocía a Walter Boyden. Había una tal señorita Boudin en el 604, pero se deletreaba B-o-u-d-i-n y vivía sola.

Alee Rush salió del edificio y se metió en su coche de nuevo. Entrecerró sus alocados ojos enrojecidos, dio un par de cabezazos de satisfacción y trazó un pequeño círculo en el aire con un dedo. Luego regresó a su despacho.

Llamó de nuevo a la agencia de inversiones, dio el nombre de Ralph Millar y enseguida le pusieron con el ayudante del cajero.

—Soy Rush. ¿Puede venir a mi oficina ahora mismo?

—¿Cómo dice? Claro. Pero cómo… ¿Cómo…? Sí, en un minuto estoy ahí.

La sorpresa evidente en la voz de Millar al teléfono había desaparecido ya cuando se presentó en el despacho del detective. No hizo ninguna pregunta relacionada con el conocimiento de su identidad por parte del detective. Vestido de marrón llamaba tan poco la atención como de gris el día anterior.

—Entre —lo recibió el feo—. Siéntese. Necesito algunos datos más, señor Millar.

Millar apretó sus labios finos y las cejas se juntaron con obstinada reticencia.

—Creía que habíamos aclarado ese aspecto, Rush. Le dije…

Alee Rush miró a su cliente con el ceño fruncido en una expresión de exasperación jovial, aunque atemorizadora.

—Ya sé lo que me dijo —lo interrumpió—. Pero eso era entonces y ahora es ahora. Todo esto se me está yendo de las manos y apenas consigo ver lo justo para no liarme si no voy con cuidado. Descubrí a su hombre misterioso y hablé con él. Estaba siguiendo a la señora Landow, cierto. Según su propio relato, lo han contratado para matarla.

Millar abandonó la silla de un salto y se inclinó sobre el escritorio amarillo para acercar su cara a la del detective.

—Por Dios, Rush, ¿qué me está diciendo? ¿Para matarla?

—Bueno, bueno. Cálmese. No la va a matar. Creo que nunca ha tenido la intención de hacerlo. Pero insiste en que lo contrataron para eso.

—¿Lo ha arrestado? ¿Ha encontrado a quien lo contrató?

El detective entrecerró sus ojos inyectados en sangre y estudió la cara apasionada del joven.

—A decir verdad —graznó con calma una vez terminado su examen—, no he hecho ninguna de las dos cosas. En este momento ella no corre peligro. A lo mejor el tipo me tomó el pelo, o a lo mejor no, pero en cualquier caso si pensara hacer algo no me lo habría dicho de antemano. Y puestos a hablar de esto, señor Millar, ¿de verdad quiere que lo detenga?

—¡Sí! O sea… —Millar dio un paso atrás para apartarse del escritorio, se dejó caer de nuevo en la silla y se tapó la cara con manos temblorosas.

—Dios mío, Rush, no lo sé —jadeó.