EL SOBRESUELDO DEL ASESINO
El crepúsculo se enredaba ya en la iglesia de piedra gris cuando el dueño del cupé regresó a él. La chica fornida —había dicho que se llamaba Polly Vanness— estaba encerrada en una celda en la comisaría Suroeste. Habían encontrado cantidad de bienes robados en su piso. Llevaba todavía encima la cosecha de aquella tarde cuando Minnie y una agente de la policía la registraron. Se había negado a hablar. El detective no le había mencionado que conocía al sujeto de la fotografía, ni su encuentro con el joven de piel oscura en la estación. Ninguno de los objetos hallados en su piso arrojaba luz alguna sobre esos aspectos.
Como ya había cenado antes de ir a recoger el coche, Alee Rush condujo ahora en dirección a la avenida Charles. Cuando pasó por delante de la casa de los Landow, las luces brillaban en su interior con normalidad. Un poco más allá, maniobró para darle media vuelta, de manera que el cupé quedara mirando a la ciudad, y lo detuvo en un punto de la acera, oscurecido por los árboles, que le permitía ver la casa.
La noche fue pasando sin que nadie entrara ni saliera de casa de los Landow.
Unas uñas repiquetearon en la ventanilla del cupé.
Había un hombre ahí plantado. Poco podía decirse de él en la oscuridad, salvo que no era alto y que, para haber pasado inadvertido al detective hasta entonces, debía de estar espiando su coche sigilosamente por detrás.
Alee Rush estiró un brazo y la puerta se abrió.
—¿Tiene una cerilla? —preguntó el hombre.
El detective dudó y al fin, mientras sacaba la caja dijo:
—Ajá.
Al rasgar la cerilla, iluminó un rostro oscuro y juvenil: nariz grande, pómulos prominentes; el joven al que Alee Rush había seguido aquella misma tarde.
Sin embargo, el primero que dio voz al reconocimiento fue el joven oscuro.
—Ya creía que sería usted —se limitó a decir mientras aplicaba la cerilla encendida al cigarrillo—. Puede que no me conozca, pero yo sí lo conocía a usted cuando estaba en el cuerpo.
El exsargento de la policía emitió un ronco «ajá» desprovisto de todo significado.
—Ya me ha parecido que era usted, esta tarde, en la colina de Mount Royal, pero no podía asegurarme —siguió el joven, al tiempo que entraba en el cupé, se sentaba junto al detective y cerraba la puerta—. Yo soy Scuttle Zeipp. No soy tan conocido como Napoleón, así que si nunca ha oído hablar de mí tampoco me voy a ofender.
—Ajá.
—¡Eso es! Cuando se te ocurre una buena respuesta te has de atener a ella. —La cara de Scuttle Zeipp se convirtió en unas repentina máscara de bronce a la luz del cigarrillo—. La misma repuesta me servirá para la próxima pregunta. ¿Tiene algún interés en los Landow? Ajá —añadió, en una ronca imitación de la voz del detective. Una nueva inhalación le iluminó la cara y sus siguientes palabras salieron entre el humo cuando ya el brillo se apagaba—. Lo lógico es que quiera saber qué hago aquí con ellos. No soy cerrado. Se lo diré. Me han pasado medio de los grandes para cargarme a la chica… Dos veces. ¿Qué le parece?
—Te estoy escuchando —dijo Alee Rush—. Pero para hablar solo hace falta conocer las palabras.
—¿Hablar? Claro que hablo —admitió Zeipp con buen ánimo—. Pero también habla el juez cuando dice «que lo cuelguen por el cuello hasta la muerte y Dios se apiade de su alma». Muchas veces la gente habla, pero eso no impide que digan la verdad.
—Ah, ¿sí?
—Sí, hermano, sí. Ahora, escuche esto, esta es por la jeta. Una cierto persona se me acercó hace un par de días con un mensaje de alguien que me conoce. ¿Me sigue? Esa persona me pregunta si me quiero cargar a una tipa. Me pareció que estaría bien por mil y se lo dije. Demasiada pasta. Llegamos a un acuerdo en quinientos. Me pasó dos cincuenta por adelantado y el resto me lo llevo cuando el fiambre de la Landow esté frío. No está mal para algo tan fácil. Basta con un disparo que atraviese el coche, ¿eh?
—Bueno, ¿y a qué esperas? —preguntó el detective—. ¿Quieres convertirlo en una trastada extravagante? ¿Matarla por su cumpleaños, o en alguna festividad señalada?
Scuttle Zeipp hizo un chasquido y dio irnos golpecitos con un dedo en el pecho del detective.
—¡De eso nada, hermano! ¡Pienso más que tú! Escúchame esto: me meto el adelanto de dos cincuenta en el bolsillo y me vengo a echarle un buen vistazo al territorio, para no toparme con ninguna sorpresa. Mientras estoy espiando me encuentro con una tipa que también espía. Esa persona se me acerca, yo me hago el listo y… ¡bingo! En cuanto me doy cuenta me está haciendo una propuesta. ¿A que no lo adivina? Le interesa saber cuánto quiero por cargarme a una chica. ¿Acaso es la misma chica? ¡Pues ya le digo que sí!
»¡Yo tampoco soy tonto! Pillo otros dos cincuenta de los verdes y otros tantos cuando termine. ¿Cree que le voy a hacer algo a la chica Landow? Si cree que sí, es tonto. Con ella me gano el sueldo. Si su vida depende de que me la cargue yo, llegará a ser más vieja que usted, o que las piedras. De momento ya le he sacado quinientos. ¿Hay algún problema por quedarme por aquí y esperar algún cliente más que le tenga manía? Si hay dos dispuestos a pagar para que desaparezca del mundo, ¿por qué no van a salir más? La respuesta es: “Ajá”. Y encima aparece usted también espiándola. Bueno, pues ya se lo he explicado, hermano, para que sepa a qué huele esto, y qué gusto tiene.
Hubo unos minutos de silencio en la oscuridad del interior del cupé y luego la voz seca del detective formuló una pregunta escéptica:
—¿Y quién son esas ciertas personas que quieren que desaparezca?
—¡De qué va! —lo regañó Scuttle Zeipp—. Vale que los engañe, de acuerdo, pero tampoco le voy a decir quiénes son.
—Entonces, ¿para qué me cuentas todo esto?
—¿Para qué? Porque usted tiene algo que ver con todo esto. Si nos enfrentamos, ninguno de los dos sacará un pavo de esto. Si no nos aliamos, nos vamos a arruinar mutuamente el negocio. Ya he sacado medio de los grandes gracias a esa tal Landow. Eso es para mí, pero hay más dinero disponible para dos hombres que sepan lo que hacen. Vale, le estoy ofreciendo ir a medias en todo lo que podamos sacar. Pero mis clientes no entran en el trato. No me importa timarlos, pero no soy tan ratero como para señalárselos con el dedo.
Alee Rush gruñó y graznó otra pregunta dubitativa:
—¿Y cómo es que te fías tanto de mí, Scuttle?
El asesino a sueldo soltó una risa de sabio.
—¿Y por qué no? Es un tío legal. Es capaz de ver un beneficio cuando se lo enseñan. No lo echaron del cuerpo por olvidarse de tender los calcetines. Además, supongamos que me quiere engañar: ¿qué pude hacer? No puede demostrar nada. Ya le he dicho que no pretendo hacerle nada malo a la chica. Ni siquiera llevo arma. Pero todo eso son patrañas. Usted no es tonto. Sabe lo que hay. ¡Usted y yo, Alee, nos podríamos forrar!
Un nuevo silencio, hasta que el detective habló lentamente y en tono pensativo:
—Lo primero sería averiguar qué razones tienen tus clientes para querer que la chica desaparezca. ¿Sabes algo de eso?
—Ni un susurro.
—Son dos mujeres, entiendo.
Scuttle Zeipp dudó.
—Sí —admitió—. Pero no me pregunte nada más sobre ellas. En primer lugar, no sé nada. En segundo, si supiera algo tampoco desvelaría sus secretos.
—Ajá —graznó el detective, como si casi llegara a entender la perversa idea de la lealtad que tenía su acompañante—. Bueno, si son mujeres seguro que el chanchullo depende de un hombre. ¿Qué piensas de Landow? Es un tipo guapo.
Scuttle Zeipp se echó adelante para volver a golpear con un dedo el pecho del detective.
—¡Lo tiene, Alee! ¡Podría ser! ¡Claro que sí, maldita sea!
—Ajá —convino Alee Rush mientras toqueteaba las palancas de su coche—. Nos largaremos de aquí y no volveremos hasta que haya podido averiguar algo de él.
En la calle Franklin, a media manzana de la pensión hasta la cual lo había seguido aquella tarde, el detective detuvo el cupé.
—¿Te quieres bajar aquí? —preguntó.
Scuttle Zeipp miró de soslayo, con gesto especulativo, a la fea cara del detective.
—Aquí está bien —respondió el joven—, pero está hecho un adivino. —Se detuvo con una mano en la puerta—. ¿Hecho, entonces, Alee? ¿A medias?
—Yo diría que no. —Alee Rush le sonrió con un horrendo buen humor—. No eres mal tipo, Scuttle, y si hay algo de pasta recibirás tu parte, pero no cuentes con que nos vayamos a asociar.
Los ojos de Zeipp se convirtieron en meras rendijas y sus labios se estiraron en un gruñido que dejó al descubierto unos dientes amarillos que ya rechinaban.
—Me va a vender, maldito gorila. Y yo… —Detuvo la amenaza con una risotada. La cara volvía a ser juvenil y desenfadada—. Como usted quiera, Alee. No me equivocaba al juntarme con usted. Lo que usted dice va a misa.
—Sí —convino el feo—. Ni te acerques a esa casa hasta que yo te lo diga. Quizás es mejor que me vengas a ver mañana. En el listín encontrarás la dirección de mi despacho. Hasta luego, muchacho.
—Hasta luego, Alee.