IV

EL HOMBRE DE LA FOTO

Al pasar cerca de ellos el detective oyó el saludo malhumorado, pero la respuesta del hombre fue tan grave que no alcanzó a distinguirla, así como tampoco pudo oír lo que añadió la mujer. Estuvieron hablando unos diez minutos, juntos en un rincón vacío de la sala de espera, de modo que Alee Rush no podía acercarse a ellos sin levantar sospechas.

La joven parecía impaciente, dominada por alguna urgencia. Daba la sensación de que él le explicaba algo para calmarla. De vez en cuando gesticulaba con las manos feas y diestras de un mecánico experto. Su compañera se volvió más amable. Era baja y achaparrada, como si hubieran recortado su figura de un cubo con el menor desperdicio posible. Con toda coherencia, la nariz también era corta y la mandíbula cuadrada. Podía decirse que, en general, ahora que se le había pasado el disgusto inicial, tenía una cara alegre, vivaz y pendenciera que anunciaba una vitalidad inagotable. Ese anuncio se repetía en todos los rasgos, desde las vivas puntas del cabello corto y moreno hasta la postura de los pies, que parecían agarrarse al suelo de cemento. Llevaba ropa oscura, discreta, cara, aunque sin demasiada elegancia, pegada aquí y allá a su cuerpo recio.

Tras mover vigorosamente la cabeza en señal de asentimiento varias veces, el hombre se llevó dos dedos a la visera de la gorra en un gesto desenfadado y salió a la calle. Alee Rush lo dejó partir sin seguirlo. En cambio, cuando la mujer echó a andar lentamente hacia las puertas de la plataforma de los trenes, con su techo de hierro, y luego siguió hasta la puerta de la calle para salir de la estación, el feo detective caminaba tras ella. Y detrás de ella seguía cuando la mujer se sumó a la muchedumbre que iba de compras por la calle Lexington a las cuatro de la tarde.

La joven se dedicó a comprar con la intensidad de quien no tiene otra cosa en la mente. En el segundo gran almacén que visitó, Alee Rush la dejó comprando ante un mostrador de encajes y se desplazó con toda la agilidad que permitía la masa de clientes hacia una mujer alta, de grandes espaldas, cabello gris, vestida de negro, que parecía esperar a alguien al pie de un tramo de escaleras.

—¡Hola, Alee! —lo saludó cuando él le tocó un brazo. Sus ojos alegres mostraron un placer genuino al reconocer el burdo rostro del hombre—. ¿Qué haces en mi territorio?

—Te tengo una ladrona —murmuró él—. La chica rellenita de azul, en el mostrador de encajes. ¿La ves?

La detective de la tienda miró y movió la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí. Gracias, Alee. Estás seguro de que está robando, ¿eh?

—Vamos, Minnie —se quejó él, con su voz rasposa reducida hasta un mínimo gruñido metálico—. ¿Te daría yo un chivatazo falso? Ha sacado un par de piezas de seda y ahora es bastante probable que tenga ya alguna de encaje.

—Ajá —dijo Minnie—. Bueno, en cuanto ponga un pie en la acera estaré con ella.

Alee Rush volvió a apoyar la mano en el brazo de la detective de la tienda.

—Quiero seguirle la pista. ¿Qué te parece si la seguimos y vemos de qué va antes de detenerla?

—Si no nos lleva todo el día… —accedió la mujer.

Cuando la chica rellenita vestida de azul abandonó al rato el mostrador de encajes y salió de la tienda, los detectives la siguieron hasta otro negocio, demasiado alejados para comprobar si robaba algo, limitándose a mantenerla bajo vigilancia. Desde esa tienda, su presa se encaminó hacia la parte más deslucida de la calle Pratt, donde entró en un lóbrego edificio de pisos amueblados.

Dos manzanas más allá, un policía doblaba una esquina.

—Vigila la casa mientras yo traigo al poli —ordenó Alee Rush.

Cuando volvió con el policía, la detective de la tienda seguía esperando en el portal.

—Segundo piso —dijo.

A su espalda, la puerta de la calle estaba abierta y mostraba un vestíbulo oscuro y el arranque de un tramo de escalera cubierto con una alfombra desastrada. En aquel vestíbulo lúgubre apareció una mujer flaca y desaliñada, con ropa gris de algodón arrugada, que mientras avanzaba iba gimoteando:

—¿Qué quieren? Esta es una casa respetable, quiero que lo entiendan, y…

—Una chica gordita de ojos oscuros que vive aquí —graznó Alee Rush—. Segundo piso. Llévenos.

La cara huesuda de la mujer se llenó de arrugas temblorosas y los ojos apagados se abrieron como si malinterpretara la brusquedad de la voz del detective y la atribuyera a una gran emoción.

—Por qué, por qué… —balbuceó. Luego recordó el primer principio de la dirección de pensiones oscuras: no oponerse nunca a la policía—. Los llevo —accedió.

Se agarró la falda arrugada con una mano y echó a andar escaleras arriba.

Al llegar a una puerta que quedaba cerca de la cabeza de las escaleras, llamó con sus dedos delgados.

—¿Quién es? —preguntó una voz femenina cortante, pero tranquila.

—La dueña.

La chica robusta de azul, ahora sin sombrero, abrió la puerta. Alee Rush adelantó un pie para impedir que la cerrase mientras la dueña decía:

—Es ella.

El policía apuntaba:

—Tendrá que acompañarnos.

Y Minnie remataba:

—Cariño, queremos entrar para hablar contigo.

—¡Por Dios! —exclamó la chica—. Entendería más o menos lo mismo si me hubieran caído todos encima de un salto gritando: «¡Buuu!».

—Así no vamos a ninguna parte —intervino Alee Rush con su voz rasposa, al tiempo que avanzaba y mostraba su sonrisa, horriblemente amable—. Entremos, a ver dónde podemos hablarlo.

Con el mero movimiento descoyuntado de su cuerpo, un paso aquí, medio paso allá, volviendo su feo rostro hacia un interlocutor y luego hacia otro, fue dirigiendo al grupito hacia donde él quería para despedir a la casera reticente y hacer entrar a los demás.

—Recuerden que no tengo ni idea sobre lo que está pasando aquí —dijo la chica, cuando ya estaban en su sala.

Era una habitación estrecha en la que el azul se peleaba con el rojo sin llegar a alcanzar un acuerdo en torno al morado.

—Es fácil llevarse bien conmigo. Y si este les parece un buen lugar para hablar de lo que sea que quieren hablar, adelante. Pero si esperan que también hable yo será mejor que me ilustren un poquito.

—Robos, cariño —dijo Minnie, echándose adelante para darle una palmadita en un brazo—. Soy de Goodbody.

—¿Creen que estaba robando en la tienda? ¿Se trata de eso?

—Sí. Exactamente. Ajá. De eso se trata.

Alee Rush se aseguró de que no le cupiera la menor duda.

La chica achinó los ojos, hizo una mueca con su boca roja y miró de soslayo al feo.

—Por mí, está bien —anunció—, siempre y cuando Goodbody me acuse… Así tendré a quién denunciar por un millón de dólares cuando se demuestre que se equivocan. No tengo nada que decir. Pueden llevarme a donde quieran.

—Ya tendrás tu paseo, hermanita —dijo con su voz áspera el feo, en tono animoso—. Nadie te va a librar de él. Pero no te importa que echemos un vistazo primero, ¿verdad?

—¿Tiene un permiso firmado por un juez?

—No.

—Entonces, prohibido mirar.

Alee Rush se rio entre dientes, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y se puso a caminar por las tres habitaciones de la casa. Al poco, salió de un dormitorio con una fotografía con un marco de plata.

—¿Quién es? —preguntó a la chica.

—Intente adivinarlo.

—Lo estoy intentando —mintió él.

—¡Menudo tontorrón! —dijo ella—. No encontraría agua en el océano.

Alee Rush soltó, de todo corazón, una ronca risotada. Se lo podía permitir. La fotografía que sostenía en sus manos era de Hubert Landow.