EL HOMBRE DEL PORTAL
Salvo por un momento de peligro en la avenida North, cuando el tráfico cruzado amenazó con separarle de su presa, Alee Rush siguió a la limusina sin dificultad. Esta alivió su carga delante de un teatro en la calle Howard: un hombre y una mujer, ambos jóvenes y altos, vestidos de gala y con un tranquilizador parecido con las descripciones que el detective había obtenido de su cliente.
Los Landow entraron en el teatro, ya a oscuras, mientras Alee Rush sacaba su entrada. Cuando se encendieron las luces en el primer intermedio pudo ubicarlos de nuevo. Abandonó su asiento para situarse al fondo del auditorio y encontró un ángulo desde el que observarlos durante los cinco minutos de luz que le quedaban todavía.
Hubert Landow tenía una cabeza más bien pequeña para su estatura y el cabello rubio que la cubría amenazaba en todo momento con huir de la lisura impuesta y recuperar el vigor de los rizos. La cara, de un saludable sonrojo, era bella de un modo musculoso, muy masculino, y no parecía reflejar una gran agilidad mental. Su esposa tenía esa belleza que no precisa ser catalogada. En cualquier caso, el cabello era castaño, los ojos azules, la piel blanca, y parecía superar en uno o dos años el máximo de veintitrés que le había otorgado Millar.
Durante lo que duró el intermedio, Hubert Landow habló con su mujer con entusiasmo y con el brillo del amor en los ojos. Alee Rush no veía los ojos de la señora Landow. Sí vio que de vez en cuando respondía a sus palabras. El perfil no mostraba gran entusiasmo en las respuestas. Tampoco mostraba aburrimiento.
Mediado el último acto, Alee Rush abandonó el teatro para situar su cupé en una posición idónea para vigilar la salida de los Landow. Sin embargo, la limusina no acudió a recogerlos a la salida. Tomaron la calle Howard a pie, fueron a un restaurante de segunda categoría, más bien vulgar, en el que una orquesta abreviada conseguía disimular en el sonido su pequeñez a golpe de pura energía.
Tras aparcar convenientemente el cupé, Rush encontró una mesa desde la que vigilarlos sin exponerse demasiado. El marido seguía cortejando a la mujer con su charla incesante e intensa. Ella permanecía apática, educada, apagada. Apenas tocaron la comida que tenían delante. Bailaron una sola vez, y el rostro de la mujer mostró tan poco interés inmediato por la danza como por las palabras de su marido. Un rostro bello, pero vacío.
El minutero del reloj plateado de Alee Rush acababa de iniciar apenas la última cuesta del día, que arrancaba en el VI para coronar en el XII, cuando los Landow salieron del restaurante. La limusina estaba a dos manzanas. Apoyado en su costado, un negro con chaqueta Norfolk fumaba un cigarrillo. Los llevó de vuelta a casa. El detective, tras confirmar que entraban en la casa y que la limusina iba al garaje, volvió a dar vueltas y más vueltas por todas las calles colindantes con su cupé. Y no vio al hombre oscuro de Millar por ningún lado.
Luego, Alee Rush se fue a casa y se metió en la cama.
A las ocho de la mañana siguiente, el hombre feo y su modesto cupé estaban aparcados de nuevo en la avenida Charles. La población masculina de dicha avenida caminaba hacia el trabajo con el sol a la izquierda. A medida que avanzaba la mañana y las sombras se volvían más cortas y densas, lo mismo ocurría con los individuos que componían aquella procesión matinal. Los de las ocho eran a menudo jóvenes, esbeltos y enérgicos. Los de las ocho y media, ya no tanto; menos aún los de las nueve y cuando ya se acercaban las diez la mayoría no eran jóvenes, ni esbeltos, y su caminar era más arrastrado que enérgico.
En esa cercanía de las diez, aunque a tenor de su aspecto físico no le hubiera correspondido ningún tramo posterior a las ocho y media, salió Hubert Landow en un descapotable azul. Llevaba un abrigo azul, la melena rubia cubierta con gorra gris, e iba solo en el deportivo. Después de mirar alrededor para comprobar que el joven oscuro de Millar no estaba a la vista, Alee Rush arrancó su cupé tras la estela del coche azul.
Entraron deprisa en la ciudad y bajaron al centro financiero, donde Hubert Landow abandonó el descapotable frente a una agencia de bolsa de la calle Redwood. Se acercaba ya el mediodía cuando salió de nuevo a la calle y se dirigió al norte con su vehículo.
Cuando el perseguidor y el perseguido se detuvieron de nuevo estaban ya en la avenida Mount Royal. Landow salió del coche y entró a paso ligero en un edificio grande de apartamentos. Una manzana más atrás, Alee Rush se encendió un puro negro y se quedó sentado en su cupé, sin moverse. Pasó media hora. Alee Rush volvió la cabeza y hundió los dientes de oro en el puro.
Apenas a seis metros del cupé, en la entrada de un garaje, holgazaneaba un hombre joven de piel oscura y pómulos prominentes. Tenía la nariz grande. Llevaba un traje marrón, igual que unos ojos que no parecían prestar atención específica a nada, tras la fina humareda que salía de la punta del cigarrillo sostenido entre los labios.
Alee Rush se quitó el puro de la boca para examinarlo, sacó una navaja del bolsillo para recortar la punta mordisqueada, lo llevó de nuevo a la boca, guardó la navaja en el bolsillo y a partir de entonces prestó tan poca atención a cuanto ocurriese en la avenida Mount Royal como el joven oscuro que seguía detrás de él. Uno echó una cabezada en su portal. El otro dormitó en el coche. Y el reloj fue reptando más allá de la una, de la una y media.
Hubert Landow salió del edificio de apartamentos y enseguida desapareció con su descapotable azul. Su marcha no afectó a los otros dos, que permanecieron quietos salvo por un mínimo movimiento de ojos. Ninguno de los dos se movió hasta que pasaron quince minutos más.
Entonces, el joven oscuro abandonó su portal. Avanzó calle arriba sin prisa, con pasos cortos, casi remilgados. Cuando pasó junto al cupé, la cabeza de Alee Rush, con su sombrero derby marrón, miraba hacia el otro lado. Quizá se debiera a una casualidad, pues nadie podía afirmar que aquel hombre feo hubiera mirado siquiera al otro desde que lo viera por primera vez. El joven oscuro posó la mirada en la espalda del detective al pasar a su lado, sin mostrar el menor interés. Siguió calle arriba, hacia el edificio de apartamentos que Landow acababa de visitar, subió los escalones de acceso y se perdió de vista al entrar.
Cuando el joven oscuro había desaparecido ya, Alee Rush tiró el puro, estiró los brazos, bostezó y despertó al motor de su cupé. A cuatro manzanas, tras girar dos veces desde la avenida Mount Royal, se bajó del automóvil y lo dejó, vacío y cerrado con llave, delante de una iglesia de piedra gris. Caminó de vuelta hasta Mount Royal y se detuvo en una esquina, a dos manzanas de su posición anterior.
Hubo de esperar otra media hora hasta que apareció el joven oscuro. Alee Rush estaba comprándose un puro en una cigarrería con gran escaparate de cristal cuando pasó el otro. El joven montó en un tranvía en la avenida North y encontró sitio para sentarse. El detective montó en el mismo tranvía en la esquina siguiente y se quedó en la plataforma trasera. Avisado por una significativa inclinación hacia delante de los hombros y la cabeza del joven, Alee Rush fue el primer pasajero en abandonar el tranvía en la avenida Madison y el primero en montar en otro, allí mismo, en dirección al sur. También fue el primero en bajar al llegar a la calle Franklin.
El joven oscuro se fue directo a una pensión de esa calle, mientras que el detective se paró ante el escaparate de un comercio de la esquina, especializado en maquillaje teatral. Allí pasó el tiempo hasta las tres y media. Cuando el joven salió de nuevo a la calle se puso a caminar —con Alee Rush tras él— hasta la calle Eutaw, donde tomó un tranvía que lo llevó a la estación de Camden.
Allí, en la sala de espera, el joven oscuro se reunió con una mujer joven que lo miró con el ceño fruncido y preguntó:
—¿Dónde demonios te habías metido?