EL HOMBRE DE GRIS
En la puerta, con letras doradas ribeteadas de negro, se leía: «Alexander Rush, Detective Privado». Dentro había un hombre feo, sentado con la silla inclinada hacia atrás y los pies sobre el escritorio amarillo.
El despacho era todo menos bonito. Había unos pocos muebles viejos, con esa pátina propia de los artículos de segunda mano. Una alfombra cuadrada, deshilachada y del color de las plumas de pato, cubría el suelo. En una pared beis pendía, enmarcado, el certificado que permitía a Alexander Rush ejercer su vocación de detective privado en la ciudad de Baltimore, de acuerdo con una serie de normativas que figuraban en color rojo. En otra se veía un mapa de la ciudad. Bajo el mapa, un frágil estante en el que, pese a su escaso tamaño, sobraba espacio a ambos lados de los libros: una guía de trenes amarillenta, un directorio de hoteles, más pequeño, y listines telefónicos y callejeros de Baltimore, Washington y Filadelfia. En una esquina, junto a un lavamanos blanco, un perchero inestable de roble sostenía un sombrero derby y un abrigo, ambos negros. Lo único que tenían en común las cuatro sillas del despacho era su vejez. Sobre la magullada superficie del escritorio, además de los pies del propietario, había también un teléfono, un tintero lleno de grumos negros, un montón de papeles desordenados y, por lo general, relacionados con criminales que se habían fugado de tal o cual prisión, y un cenicero recubierto de gris que contenía tanta ceniza y tantas colillas de puro como podrían caber en un recipiente de ese tamaño.
Un despacho feo: más feo era el propietario.
Tenía la cabeza achaparrada, con forma de pera. Demasiado pesada, ancha, de mandíbula roma, se iba estrechando a medida que ascendía hacia el pelo, muy corto, tieso y canoso, que brotaba por encima de una frente corta e inclinada. Su complexión era de un rojo intenso, tirando a oscuro; la piel era de textura áspera y tensa por los grandes colchones de grasa. Su fealdad no se limitaba a la falta de elegancia fundamental de esos rasgos. Cada uno de ellos había sufrido distintas historias.
Según como mirases su nariz, dirías que estaba torcida; según cómo, que no podía estarlo porque ni siquiera tenía forma. Fuera cual fuese la opinión merecida por su forma, no se podía negar su color: algunas venillas rotas pintarrajeaban una superficie ya de por sí bastante rojiza con trazos de un rojo brillante en forma de estrellas, rizos y sorprendentes garabatos que daban toda la impresión de tener algún significado oculto. Los labios eran gruesos y de piel burda. Entre ellos asomaba el brillo estridente de dos hileras de dientes de oro, aunque la inferior se solapaba con la superior de tan salida como quedaba su abultada mandíbula. Los ojos —pequeños, hundidos, con el iris azul claro— estaban tan enrojecidos que era fácil creer que tenía un buen catarro. Las orejas explicaban parte de su primera juventud: eran las clásicas orejas gruesas de un púgil, retorcidas como una coliflor.
Un hombre de cuarenta y pico, feo, sentado con la silla inclinada hacia atrás, los pies en el escritorio.
La puerta del rótulo dorado se abrió y entró otro hombre en el despacho. Tal vez diez años menor que el del escritorio, este era, por decirlo de una manera burda, todo lo que el otro no era. Bastante alto, esbelto, de piel clara, ojos marrones, hubiera llamado tan poco la atención en una casa de juego como en una galería de arte. Su ropa —traje y sombrero grises— estaba limpia y bien planchada y, pese a ser moderna, tenía ese estilo discreto que suele ser señal de buen gusto. También su cara era discreta, lo cual no dejaba de sorprender, habida cuenta que solo la estrechez de la boca —marca propia de los hombres demasiado cautos— impedía por bien poco decir que era guapo. Tras adentrarse dos pasos en el despacho dudó y sus ojos marrones saltaron de los muebles destartalados al rostro feo de su propietario. Tanta fealdad parecía desconcertar al hombre de gris. Sus labios empezaron a dibujar una sonrisa de disculpa, como si estuviera a punto de murmurar: «Perdón, me he equivocado de despacho».
Sin embargo, cuando al fin habló, fue para decir algo distinto. Dio un paso más y, en tono inseguro, preguntó:
—¿Es usted el señor Rush?
—Sí.
La voz del detective sonaba ronca, con una aspereza asfixiante que parecía corroborar el testimonio del catarro aportado por sus ojos. Bajó los pies al suelo y gesticuló con una mano regordeta y roja para señalar una silla.
—Siéntese, señor.
El hombre de gris se sentó, apoyado apenas en el borde de la silla y con la espalda bien recta.
—Bueno, ¿qué puedo hacer por usted? —Graznó Alee Rush en tono amable.
—Quiero… Quisiera… Me gustaría…
El hombre de gris fue incapaz de decir nada más.
—Tal vez sea mejor que me diga qué ha pasado —sugirió el detective—. Entonces sabré que desea de mí. —Sonrió.
Había una bondad en la sonrisa de Alee Rush a la que no era fácil oponer resistencia. Cierto, aquella sonrisa era la mueca horrible de una pesadilla, pero en eso radicaba su encanto. Cuando el hombre de semblante agradable sonríe, es escasa la ganancia: su sonrisa expresa poco más que su cara en reposo. En cambio, cuando Alee Rush distorsionaba su máscara de ogro para que la amabilidad jovial se asomara de modo incongruente al rojo asilvestrado de sus ojos, a su boca brutal y rellena de oro… Entonces ocurría algo estimulante, algo victorioso.
—Sí, me atrevería a decir que será mejor así. —El hombre de gris se recostó en la silla, algo más cómodo, en una postura menos transitoria—. Ayer, en la calle Fayette me encontré con… Con una joven a la que conozco. No la había… Llevábamos meses sin vernos. Eso tampoco importa mucho, de todos modos. Pero después de pasar unos minutos hablando, cuando nos separamos, vi a un hombre. O sea, lo vi salir de un portal y bajar por la calle en la misma dirección que había tomado ella, y me dio la sensación de que la estaba siguiendo. Ella dobló para tomar la calle Liberty y él la imitó. La cantidad de gente que sigue esa misma ruta es incontable y la idea de que la pudiera estar siguiendo parecía tan fantasiosa que la descarté y me dediqué a mis asuntos.
»Sin embargo, no podía quitarme aquella idea de la cabeza. Me parecía que en su postura había una intensidad particular y por mucho que me dijera a mí mismo que se trataba de una idea absurda, no dejaba de preocuparme. Así que anoche, como no tenía nada especial que hacer, cogí el coche y me fui al barrio de… De esa joven. Y vi de nuevo al mismo hombre. Estaba sentado en una esquina, a dos manzanas de su casa. Era el mismo hombre, estoy seguro. Intenté vigilarlo, pero mientras buscaba un sitio para aparcar él desapareció y no volví a verlo. Esas son las circunstancias. ¿Puede usted ocuparse de este asunto, averiguar si de verdad la sigue y por qué?
—Claro —concedió el detective en tono áspero—, pero ¿no le ha dicho nada a esa mujer, o a alguien de su familia?
El hombre de gris se movió en la silla, nervioso, y bajó la mirada a la deshilachada alfombra parda.
—No. No quería molestarla, ni asustarla, y sigo sin querer. Al fin y al cabo, tal vez no sea más que una coincidencia insignificante y… Y, bueno, no se lo he dicho. ¡Es imposible! Lo que tenía pensado era que usted descubriera qué está pasando, si es que pasa algo, y lo remediase sin que yo aparezca para nada en este asunto.
—Tal vez, pero, si no le importa, aún no he dicho que vaya a hacerlo. Antes quisiera saber más.
—¿Más? Quiere decir más…
—Más sobre usted y ella.
—¡Pero si no hay nada! —protestó el hombre de gris—. Es exactamente lo que le he dicho. Podría añadir que la joven está casada y que yo, hasta ayer, no la había vuelto a ver desde su boda.
—Entonces… ¿Su interés por ella se debe a…? —El detective dejó su ronca interrogación incompleta en el aire.
—A la amistad. A una amistad del pasado.
—Ya. ¿Y quién es esa joven?
El hombre de gris se removió de nuevo.
—Mire, Rush —dijo, sonrojándose—. Estoy totalmente dispuesto a contárselo, y lo haré, por supuesto, pero no quiero hacerlo si no se va a ocupar de este asunto para mí. O sea, no voy a sacar su nombre si… Si usted no acepta el caso. ¿Lo hará?
Alee Rush se rascó el pelo cano con un índice rollizo.
—No sé —gruñó—. Eso es lo que intento averiguar. No puedo hacerme cargo de un caso que podría terminar siendo cualquier cosa. He de saber que usted es trigo limpio.