A las diez y cuarto de esa noche abrí la puerta de la casa que quedaba frente a la tienda de comestibles de Waverly Place: una hora y tres cuartos antes de mi cita con Hsiu Hsiu. A las diez menos cinco había llamado Dick Foley para decir que el Silbo había entrado por la puerta roja del callejón Spofford.
Encontré el interior a oscuras y cerré la puerta con suavidad, concentrado en las instrucciones infantiles que me había dado Garthorne. De nada servía saber que eran una tontería, porque tampoco tenía otra ruta que seguir.
Las escaleras me dieron algún problema, pero conseguí saltar el segundo y tercer escalón sin tocar la barandilla y seguí subiendo. Encontré la segunda puerta del pasillo, el armario dentro de la habitación y la puerta dentro del armario. Por las ranuras que la rodeaban se colaba la luz. Agucé el oído y no oí nada.
Empujé la puerta: la habitación estaba vacía. Una lámpara de aceite echaba humo y apestaba. La ventana más cercana no hizo ningún ruido al abrirla. Fue una lástima: un chirrido habría dado un buen susto a Garthorne.
Siguiendo las instrucciones, me agaché en el balcón y encontré las tablas sueltas que daban paso a un agujero negro. Bajé con los pies por delante, inclinando el cuerpo en una postura que facilitaba el descenso. Parecía como un corte diagonal en la pared. Era estrecho y a mí no me gustan los agujeros estrechos. Bajé deprisa y pasé a una habitación pequeña, larga y estrecha, que parecía encajada en el grosor de la pared.
No había luz. Gracias a mi linterna pude ver una habitación de unos seis metros de largo por poco más de uno de ancho, amueblada con una mesa, un sofá y dos sillas. Miré bajo la única alfombra. Ahí estaba la trampilla: un pegote que ni siquiera pretendía pasar por parte del suelo.
Tumbado boca abajo, apoyé una oreja en la trampilla. No se oía nada. La levanté unos centímetros. Oscuridad y un leve murmullo de voces. La abrí del todo, la solté en el suelo sin problemas y metí la cabeza y los hombros por la apertura, para descubrir que el aislamiento era doble. Había otra puerta trampilla más abajo, sin duda recortada en el techo de la habitación inferior.
Con cuidado, me apoyé en ella. La trampilla cedió. Podía haber vuelto a subir, pero como ya la había movido un poco, decidí seguir.
Apoyé en ella los dos pies. Cedió hacia abajo. Caí hacia la luz. La puerta volvió a cerrarse por encima de mi cabeza. Agarré a Hsiu Hsiu y tapé su minúscula boca justo a tiempo para acallarla.
—Hola —dije a un asombrado Garthorne—. Como es la noche libre de mi mensajero, he venido yo.
—Hola —jadeó él.
Vi que aquella habitación era un duplicado de la anterior, otro armario entre paredes, aunque en esta había una puerta de madera sin pintar en el extremo opuesto.
Dejé a Hsiu Hsiu en manos de Garthorne.
—Que esté callada —ordené— mientras…
Un chasquido de la cerradura de la puerta me silenció. Salté hacia la pared, detrás de la puerta, justo cuando esta se abría, de modo que la hoja no me permitía ver quién iba a entrar.
La puerta se abrió de par en par, pero no más que los ojos azules de Jack Garthorne o su boca. Dejé que llegara a tocar la pared y salí de mi escondrijo con el arma por delante.
¡Ante mí había una reina!
Era una mujer alta, de cuerpo estilizado y altivo. Un tocado en forma de mariposa, rematado con el botín del asalto a una docena de joyerías, exageraba su estatura. El vestido era de amatista con filigrana de oro en la parte superior y un vivo arcoiris en la inferior. ¡La ropa no era nada!
Era… Quizá lo pueda aclarar así: Hsiu Hsiu era la máxima expresión de la belleza femenina que pueda imaginarse. ¡Era perfecta! Entonces llegó aquella reina de lo que fuese… y la belleza de Hsiu Hsiu desapareció. Era como una lámpara al sol. Era guapa —más guapa que la mujer de la puerta, si se trataba de eso—, pero dejabas de prestarle atención. Hsiu Hsiu era una chica guapa; la monarca que había en el umbral era… No sé cuál sería la palabra.
—¡Dios mío! —susurró bruscamente Garthorne—. ¡No lo sabía!
—¿Qué hace aquí? —reté a la mujer.
No me oyó. Estaba mirando a Hsiu Hsiu como miraría una tigresa a una gata callejera. Hsiu Hsiu la miraba como miraría una gata callejera a una tigresa. El rostro de Garthorne estaba sudado y en su boca había una expresión enfermiza.
—¿Qué hace aquí? —repetí, acercándome más a Lillian Shan.
—Es el lugar que me corresponde —dijo ella, sin apartar la mirada de la niña esclava—. He vuelto a mi gente.
Demasiada patraña. Volví a mirar los ojos desorbitados de Garthorne.
—Llévate a Hsiu Hsiu a la habitación de arriba y que esté callada, aunque tengas que estrangularla si hace falta. Quiero hablar con la señorita Shan.
Aturdido todavía, corrió la mesa para situarla debajo de la trampilla, montó en ella, se subió a pulso y luego alargó una mano para agarrar a Hsiu Hsiu. Esta se puso a patalear y tirar arañazos, pero la alcé hasta él. Luego cerré la puerta por la que acababa de entrar Lillian Shan y me encaré a ella.
—¿Cómo ha llegado hasta aquí?
—Cuando nos separamos me fui a casa, sabiendo lo que diría Yin Hung porque me lo había contado en la agencia de contratación, y al llegar a casa… Al llegar a casa decidí venir aquí, al lugar que me corresponde.
—¡Tonterías! —la corregí—. Al llegar a casa se encontró un mensaje de Chang Li Ching que le pedía, o le ordenaba, que viniese.
Me miró sin decir nada.
—¿Qué quería Chang?
—Creía que a lo mejor podría ayudarme —respondió— y por eso me he quedado aquí.
Más tonterías.
—Chang le dijo que Garthorne corría peligro, que se había peleado con el Silbo.
—¿El Silbo?
—Hizo un trato con Chang —la acusé, sin prestar atención a sus respuestas.
Lo más probable es que no conociera al Silbo por ese apodo.
Meneó la cabeza y los ornamentos del tocado se pusieron a tintinear.
—No ha habido ningún trato —dijo, sosteniéndome la mirada con demasiada resolución.
No la creía. Se lo dije.
—Usted cedió su casa a Chang, o al menos su uso, a cambio de la promesa de que… —Estuve a punto de llamarlo «el bobo», pero cambié en el último momento—. A cambio de que Garthorne se librara del Silbo y usted se librara de la ley.
Se puso más tiesa.
—Así fue —reconoció con calma.
Me di cuenta de que me estaba reblandeciendo. No era fácil manejar como yo quería a aquella mujer que parecía reina de algo. Me obligué a recordar que la había conocido cuando, vestida con sus ropitas de hombre, parecía bien feúcha.
—¡Tendrían que darle unos azotes! —gruñí—. ¿No tenía ya bastantes problemas sin necesidad de mezclarse con una banda de maleantes? ¿Ha visto al Silbo?
—Ahí arriba había un hombre —dijo—. Pero no sé cómo se llama.
Rebusqué en los bolsillos la fotografía que le habían tomado al entrar en San Quintín.
—Es él —reconoció cuando se la enseñé.
—Qué buen socio se ha buscado —la regañé—. ¿Cree que su palabra tiene algún valor?
—No le he tomado la palabra para nada. Se la he tomado a Chang Li Ching.
—Lo mismo da. Son colegas. ¿Cuál era el trato?
Se resistió una vez más, tiesa, con el cuello rígido y la mirada desafiante. Me enojé porque, con aquel remedo de princesa manchú, se me estaba escapando.
—¡No sea boba! —rogué—. Cree que ha hecho un trato. ¡La han engañado! ¿Para qué cree que están usando la casa?
Intentó rebajarme con su mirada. Yo intenté atacar desde otro lado.
—Vale, le da lo mismo con quién hace sus tratos. Haga uno conmigo. Yo no he ido a la cárcel como él, así que si su palabra tiene algún valor, la mía debería tener mucho. Dígame cuál era el trato. Si es medio decente, le prometo que me iré de aquí con la cola entre las piernas y me olvidaré de esto. Si no me lo dice, voy a vaciar mi arma por la primera ventana que encuentre. Y le sorprenderá ver cuántos policías aparecen en este barrio por cada disparo, y con cuánta rapidez los atraigo hasta aquí.
La amenaza le robó parte del color de la cara.
—Si se lo digo, ¿me promete que no hará nada?
—Se le ha escapado una parte —le recordé—. Si me parece que el trato es medio decente, guardaré silencio.
Se mordió los labios, retorció un poco los dedos y al fin habló:
—Chang Li Ching es uno de los líderes del movimiento antijaponés en China. Desde la muerte de Sun Wen, o Sun Yat-Sen, como lo llaman aquí y en el sur de China, los japoneses han incrementado su control del gobierno chino hasta tal punto que ahora es mucho mayor que antes. Lo que están haciendo Chang Li Ching y sus amigos es continuar con la obra de Sun Wen.
»Como tiene a su propio gobierno en contra, su necesidad más inmediata consiste en armar a una cantidad suficiente de patriotas para defenderse de la agresión japonesa cuando llegue el momento. Para eso están usando mi casa. Descargan allí rifles y munición que luego mandan a buques que esperan en alta mar. Ese hombre al que llama Silbo es el dueño de los buques que llevan las armas a China.
—¿Y la muerte de sus sirvientes?
—Wan Lan era una espía del gobierno chino…, para los japoneses. La muerte de Wang Ma fue un accidente, creo, aunque también se sospechaba que ella pudiera ser una espía. Para un patriota, la muerte de los traidores es algo necesario. ¿Lo entiende? Su gente se comporta igual cuando el país está en peligro.
—Garthorne me contó una historia de tráfico de ron —le dije—. ¿Qué pasa con eso?
—Se lo creyó —dijo, al tiempo que dirigía una suave sonrisa a la trampilla por la que había desaparecido el hombre—. Le dijeron eso porque, como no lo conocían bien, no se fiaban de él. Por eso no le dejaban ayudar en el desembarco.
Alargó una mano para apoyarla en mi brazo.
—¿Va a guardar silencio? —suplicó—. Estas cosas van contra la ley de su país, pero… ¿Acaso no quebrantaría usted las leyes de otro país para salvar el suyo? ¿Acaso cuatrocientos millones de personas no tienen derecho a luchar contra una raza extranjera que los quiere explotar? Desde los tiempos de Taokuang, mi país se ha convertido en juguete de naciones más agresivas. ¿Hay algún precio demasiado alto para los patriotas que quieran poner fin a ese período de deshonra? ¿Se va a negar a ponerse del lado de la libertad de mi pueblo?
—Ojalá ganen —respondí—, pero a usted la han engañado. Las únicas armas que han pasado por su casa son las que llevaban ellos en los bolsillos. Sacar un cargamento por allí llevaría un año entero. A lo mejor Chang está llevando armas a China. Es probable. Pero no pasan por su casa.
»La noche que estuve en su casa, lo que pasaba por allí eran trabajadores chinos. Y entraban; no salían. Llegaban de la playa y se iban en vehículos. A lo mejor el Silbo se lleva las armas de Chang y a cambio trae trabajadores. Por cada chino que desembarca puede pedir al menos un dólar. Así funciona la cosa. Transporta las armas de Chang y a cambio trae su propio material: trabajadores y, sin duda, algo de opio, para obtener también un gran beneficio en el viaje de vuelta. Con las armas no ganaría tanto como para que le interesara ese negocio.
»Las armas se cargan en el muelle, todo oficialmente, enmascaradas como si fueran otra cosa. Su casa sirve para el retorno. Puede que Chang esté involucrado en el negocio de los trabajadores y el opio, o puede que no, pero dé por hecho que permite al Silbo hacer lo que le parezca, siempre y cuando este le transporte sus armas. ¿Lo ve? La han timado.
—Pero…
—¡Pero nada! Al permitir el tráfico de trabajadores está ayudando a Chang. Y me atrevería a decir que a sus sirvientes no los mataron por espías, sino porque se negaron a traicionarla.
Demudada, tenía problemas para mantener el equilibrio. No le di tiempo a recuperarse.
—¿Cree que Chang se fía del Silbo? ¿Le ha parecido que eran amigos?
Sabía que no podía fiarse de él, pero quería una respuesta concreta.
—Nooo —dijo, lentamente—. Algo han hablado de un barco perdido.
Así íbamos bien.
—¿Siguen juntos?
—Sí.
—¿Cómo puedo llegar hasta ahí?
—Baje esa escalera, cruce el sótano por completo y suba dos tramos de escaleras al otro lado. Estaban en una habitación que queda a la derecha del rellano del segundo piso.
Gracias a Dios, por una vez alguien me daba instrucciones exactas.
Me subí a la mesa de un salto y golpeé el techo con los nudillos.
—Baje, Garthorne, y bájese a su carabina. Que ninguno de los dos se mueva de aquí hasta mi regreso —dije al tontaina y a Lillian Shan cuando volvían a estar juntos—. Me voy a llevar a Hsiu Hsiu. Ven, hermana, quiero que hables con todos los hombres malos que me voy a encontrar. Vamos a ver a Chang Li Ching, ¿entiendes? —Le hice una mueca—. Un solo grito y…
Le rodeé el cuello con los dedos y apreté ligeramente. Ella soltó una risilla, lo cual dio un poco al traste con el efecto buscado.
—A buscar a Chang —ordené al tiempo que, sujetándola por un hombro, la encaraba hacia la puerta.
Bajamos hasta un sótano oscuro, lo cruzamos, busqué la otra escalera y empezamos a subir por ella. Avanzábamos con lentitud. Los pies vendados de la chica no daban para ir muy deprisa.
En el rellano del primer piso, donde debíamos dar la vuelta para seguir subiendo, ardía una tenue luz. Acabábamos de reiniciar el ascenso cuando sonaron unos pasos a nuestra espalda.
Subí a la chica dos escalones más a pulso para sacarla de la luz, me agaché a su lado y la sujeté. Cuatro chinos con ropa de calle arrugada pasaron por el rellano del primer piso, desfilaron delante de nuestra escalera sin mirarnos y siguieron caminando.
Hsiu Hsiu abrió la flor roja de su boca y soltó un chillido que debió de oírse hasta en Oakland.
Maldije, la solté y eché a andar escaleras arriba. Los cuatro chinos subieron detrás de mí. En el rellano superior apareció uno de los luchadores gigantones de Chang, con un palmo de acero brillante en la mano. Miré hacia abajo.
Hsiu Hsiu estaba sentada en el último escalón, con la cabeza ladeada, probando distintas maneras de chillar y gritar, y con una diversión aparente en su carita de muñeca. Partida de risa. Uno de los caballeros amarillos que subía la escalera estaba sacando una automática.
Mis piernas me empujaron hacia el comehombres que esperaba en el rellano superior.
Cuando se agachó hacia mí desde arriba, ataqué.
Mi bala le seccionó la garganta.
Bajó a trompicones y cuando pasaba a mi lado le di un golpecito en la cara con el arma.
Una mano me agarró por los tobillos.
Me agarré a la barandilla y di una coz con el otro pie. El pie chocó con algo. Nada me detenía.
Al llegar a la cabeza de la escalera, una bala arrancó astillas del techo justo cuando yo saltaba hacia la puerta de la derecha.
La abrí y entré de un salto.
El otro come hombres grandullón me agarró: agarró mis más de ochenta kilos en pleno salto como cogería un niño una pelota de goma.
Al otro lado de la habitación, Chang Li Ching se pasó los dedos rollizos por la barba rala y me sonrió. A su lado, el tipo a quien yo identificaba como el Silbo, se levantó de la silla con un temblor en el rostro musculoso.
—Bienvenido sea el príncipe de los cazadores —dijo Chang.
Luego añadió algo en chino al come hombres que me sujetaba.
El comehombres me dejó en pie y se volvió para cerrar la puerta a mis perseguidores.
El Silbo se sentó de nuevo y, con una cara abotargada que no mostraba indicio alguno de estar pasándoselo bien, clavó en mí una mirada desconfiada.
Encajé mi arma dentro de la ropa antes de cruzar la habitación hacia Chang. Mientras la cruzaba, me percaté de algo.
Detrás de la silla del Silbo se percibía apenas un bulto minúsculo tras los cortinajes de terciopelo, tan minúsculo que quien nunca lo hubiera visto antes no podía darse cuenta siquiera. ¡O sea que Chang no se fiaba ni un pelo de su socio!
—Tengo algo que le quiero mostrar —dije al anciano chino cuando llegué ante él o, mejor dicho, ante la mesa que había ante él.
—Goza sin duda de un privilegio el ojo que puede posarse en cualquier cosa mostrada por el padre de los vengadores.
—Tengo entendido —dije, mientras metía una mano en el bolsillo— que no todo lo que parte hacia China llega allí.
El Silbo saltó de nuevo de su silla, con un rugido en la boca, todo su rostro de un rosa sucio. Chang Li Ching lo miró y él volvió a sentarse.
Saqué la fotografía del Silbo de pie entre un grupo de japos, con la medalla de la Orden del Sol Naciente en el pecho. Con la esperanza de que Chang no hubiera oído hablar de esa estafa y no supiera que la medalla era falsa, solté la foto encima de la mesa.
El Silbo estiró el cuello pero no alcanzó a ver la foto. Chang Li Ching la miró un largo rato, con las manos entrecruzadas, sus viejos ojos astutos y amables, el rostro gentil. Ningún músculo de su cara se movió. Nada cambió en sus ojos.
Las uñas de su mano derecha trazaron lentamente un corte rojo en el dorso de la mano izquierda.
—Es cierto que en compañía de los sabios se adquiere sabiduría.
Separó las manos, cogió la fotografía y se la mostró al corpulento socio. El Silbo la agarró. La sangre abandonó la cara, que se volvió gris, y los ojos se salieron de las cuencas.
—Vaya, esto es… —empezó.
Se detuvo, dejó caer la foto en el regazo y se desplomó, en actitud de derrota.
Eso me desconcertó. Yo había esperado que me obligara a discutir con él, a convencer a Chang Li Ching de que la medalla no era falsa, pese a que ciertamente lo era.
—En pago por esto, puede pedir lo que quiera —me estaba diciendo Chang.
—Quiero que Lillian Shan y Garthorne queden libres, quiero quedarme a su amigo, el gordo, y quiero a cualquier otra persona que estuviera implicada en los asesinatos.
Chang cerró los ojos un momento: era el primer signo de debilidad que veía aparecer en su cara redonda.
—Délo todo por hecho —concedió.
—El trato que hizo con la señora Chang queda deshecho, por supuesto —señalé—. Puede que necesite algunas pruebas para asegurarme de colgar a esta criatura —añadí, señalando al Silbo con una inclinación de cabeza.
Chang tenía en la cara una sonrisa soñadora.
—Eso, me temo, no será posible.
—¿Por qué…? —empecé, y me detuve.
Vi que ya no había ningún bulto en la cortina de terciopelo, detrás del Silbo. La luz arrancaba un reflejo brillante a una pata de la silla. En el suelo, por debajo del Silbo, se extendía un charco rojo. Ni siquiera me hizo falta mirarle la espalda para saber que ya estaba más allá de cualquier posibilidad de colgarlo.
—Eso cambia las cosas —dije, acercando a patadas una silla hacia la mesa—. Ahora, hablemos de negocios.
Tomé asiento y empezamos a conferenciar.