IX

La historia de su corta vida, tal como me la contó, empezaba con su salida de casa después de haber caído en desgracia por darle un puñetazo a un poli. Había ido a San Francisco a dejar pasar el tiempo hasta que su padre se calmara. Mientras tanto, su madre le mandaba fondos, pero tampoco le mandaba todo el dinero que podía gastar un tipo joven en una ciudad salvaje.

Así estaban las cosas cuando se encontró con el Silbo, quien sugirió que un tipo con la planta de Garthorne podía ganar dinero fácil en el negocio del ron si hacía lo que le dijeran. Garthorne mostró buena disposición. No le gustaba la ley seca, que ya había causado la mayor parte de sus problemas. El negocio del ron le sonaba romántico: disparos en la noche, luces de comunicación por estribor, y cosas por el estilo.

Al parecer, el Silbo tenía barcos y alcohol y clientes esperando, pero sus planes de descarga no funcionaban. Había escogido una calita en el litoral que era el punto perfecto para descargar el licor. No estaba ni demasiado cerca ni demasiado lejos de San Francisco. Quedaba abrigada a ambos lados por cabos rocosos y escondida de la carretera por una casa grande, con setos altos. Si conseguía controlar aquella casa, sus problemas se habían acabado. Podría descargar su alcohol en la cala, meterlo en la casa, empaquetarlo de nuevo inocentemente, sacarlo por la puerta principal para meterlo en sus automóviles y mandarlo a toda prisa hacia la ciudad sedienta.

La casa, según dijo a Garthorne, pertenecía a una joven china llamada Lillian Shan, que nunca la iba a vender ni alquilar. Garthorne tenía que entablar contacto con ella —el Silbo había conseguido ya una carta de presentación escrita por una antigua compañera de clase de la chica, alguien que había caído mucho desde los tiempos de la universidad— e intentar alcanzar con ella un grado de intimidad que le permitiera hacerle una oferta por la casa. Es decir, tenía que averiguar si era la clase de persona a la que uno podía acercarse y ofrecerle, con mayor o menor franqueza, una porción de los beneficios de los negocios del Silbo.

Garthorne había cumplido con su parte, o con el principio de la misma, y había intimado bastante con la chica, pero ella había partido de pronto al este dejándole una nota en la que le decía que estaría varios meses fuera. A los traficantes de ron ya les iba bien. Garthorne llamó a la casa al día siguiente y averiguó que Wang Ma se había ido con su señora y que los otros tres sirvientes habían quedado al mando de la casa.

Eso era lo que Garthorne sabía de primera mano. No había participado en la descarga del alcohol, aunque le hubiera gustado. El Silbo le había ordenado quedarse al margen para estar en condiciones de continuar con su papel original cuando volviera la chica.

El Silbo había confesado a Garthorne que había comprado la colaboración de los tres sirvientes chinos, pero que a la mujer, Wan Lan, la habían matado los otros dos en una pelea por el reparto del dinero. Durante la ausencia de Lillian Shan, habían pasado alcohol por la casa solo una vez. El regreso inesperado de la mujer había complicado las cosas. En la casa había alcohol todavía. Habían tenido que coger a Lillian y a Wang Ma y meterlas en un armario mientras sacaban todo el material. El estrangulamiento de Wang Ma había sido accidental: una cuerda atada con demasiada fuerza.

La peor complicación, de todos modos, fue que habían previsto desembarcar otro carguero en la cala la noche del martes siguiente, y no había manera de advertir a esa embarcación que la playa estaba cerrada. El Silbo convocó a nuestro héroe y le mandó quitar de en medio a la chica y mantenerla fuera de casa al menos hasta las dos de la madrugada.

Garthorne la había invitado a bajar con él en coche a cenar a Half Moon. Ella había aceptado. Él había fingido un problema con el motor y la había mantenido alejada de casa hasta las dos y media y, según le había contado más adelante el Silbo, todo lo demás había salido a la perfección.

A partir de ahí tuve que deducir qué pretendía Garthorne: se puso a tartamudear, titubeó y dejó vagar ideas sueltas. Creo que se resumía así: no se había parado demasiado a pensar en la parte ética de su jugueteo con la chica. No sentía ninguna atracción por ella: era demasiado seria y severa para parecer femenina de verdad. Y tampoco había fingido, no había puesto en práctica nada que mereciera ser considerado como un flirteo. Pero entonces se había enfrentado de golpe al hecho de que ella no se mostraba tan indiferente como él. Eso le había pillado por sorpresa; una sorpresa inaguantable. Por primera vez, lo había visto todo claro. Hasta entonces, le había parecido una mera batalla de cerebros. El afecto lo cambiaba todo, por mucho que solo lo hubiera por un lado.

—Esta tarde le he dicho al Silbo que no sigo —terminó.

—¿Cómo se lo ha tomado?

—No muy bien. De hecho, he tenido que pegarle.

—Ah, ¿sí? ¿Y qué pensabas hacer ahora?

—Iba a ver a la señorita Shan para contarle la verdad. Y luego… Luego pensaba desaparecer un tiempo.

—Harías bien. Puede que al Silbo no le guste mucho que le peguen.

—¡Ahora ya no me voy a esconder! ¡Me entregaré y contaré toda la verdad!

—¡Olvídate! —le aconsejé—. No serviría. No sabes lo suficiente para ayudarla.

No era cierto del todo, porque sí sabía que el chófer y Hoo Lun estaban en la casa al día siguiente de la partida de Lillian hacia el este. Pero yo no quería que se saliera de la jugada todavía.

—Yo en tu lugar —seguí— escogería un escondite tranquilo y me quedaría allí hasta nuevo aviso. ¿Tienes algún sitio bueno?

—Sí —contestó lentamente—. Tengo un… Un amigo que me puede esconder. En el… Cerca del barrio latino.

—¿Cerca del barrio latino? —Podía ser en Chinatown. Di un palo de ciego—. ¿En Waverly Place?

Dio un respingo.

—¿Cómo lo sabe?

—Soy detective. Lo sé todo. ¿Has oído hablar de Chang Li Ching?

—No.

Intenté reprimirme para no echarme a reír en su cara.

La primera vez que había visto a aquel payaso estaba saliendo de una casa en Waverly Place, con una cara de mujer china asomada detrás de él, en la penumbra del umbral. La casa quedaba frente a la tienda de comestibles. La mujer china con la que había hablado en casa de Chang me había contado una historia de esclavitud y me había invitado a esa misma casa. El amigo Jack, con su gran corazón, había caído en el mismo juego, pero no sabía que la chica tenía algo que ver con Chang Li Ching, ignoraba la existencia de Chang, no sabía que Chang y el Silbo eran compañeros de juego. Y ahora Jack tiene problemas… ¡Y va a esconderse con la chica!

No me desagradaba ese giro de la partida. Se estaba metiendo en una trampa, pero a mí me daba lo mismo. O, mejor dicho, yo esperaba que me sirviera de ayuda.

—¿Cómo se llama tu amiga? —le pregunté.

Dudó.

—¿Cómo se llama la chica bajita cuya casa queda frente a la tienda de comestibles?

Se lo dejé bien claro.

—Hsiu Hsiu.

—De acuerdo —lo empujé a cometer su estupidez—. Vete para allí. Es un escondrijo excelente. Bueno, y si necesito enviarte un mensaje por medio de un muchacho chino, ¿cómo te podrá encontrar?

—Hay un tramo de escalera a la izquierda, al entrar. Que se salte el segundo y el tercer escalón, porque tienen una especie de alarma. Lo mismo pasa con la barandilla. En el piso de arriba, hay que girar de nuevo a la izquierda. El pasillo es oscuro. La segunda puerta a la derecha, en el lado derecho del pasillo, lleva a una habitación. En el lado opuesto de la habitación hay un armario, con una puerta escondida tras ropa vieja. Da a una habitación en la que normalmente hay gente, así que tendrá que esperar un buen momento para entrar. Esa habitación tiene un balconcillo al que se puede salir por cualquiera de las dos ventanas. La barandilla del balcón es opaca, o sea que si se agacha no lo podrán ver desde las demás casas, ni desde la calle. En el otro extremo del balcón hay dos tablas sueltas en el suelo. Por debajo de ellas se llega a una habitación minúscula entre las paredes. La trampilla le dará paso hasta otra igual, en la que probablemente estaré yo. Hay otra salida de la habitación del fondo, por unas escaleras, pero nunca he ido por ahí.

¡Menudo lío! Parecía un juego de niños. Y sin embargo, pese a que la evidencia saltaba a la vista, nuestro joven campeón no se había dado cuenta. Se lo tomaba en serio.

—¡Eso es lo que hay que hacer, entonces! —dije—. Será mejor que vayas lo antes posible y te quedes allí hasta que llegue mi mensajero. Lo reconocerás porque tiene un párpado caído, aunque será mejor que le dé una contraseña. Descuidado, esa será la palabra. ¿La puerta de la calle está cerrada?

—No, yo nunca la he encontrado cerrada. En ese edificio viven catorce o quince chinos, o quizás un centenar, así que supongo que nunca la cierran.

—Bien. Lárgate ya.