VIII

A las diez y diez de la mañana siguiente, Lillian Shan y yo llegábamos a la puerta delantera de la agencia de contratación Fong Yick’s, en la calle Washington.

—Deme un par de minutos —le dije al bajar del coche—. Y luego entre. Será mejor que lo deje en marcha —sugerí al conductor—. Tal vez tengamos que salir a toda prisa.

Dentro de Fong Yick’s, un hombre larguirucho y canoso, de quien di por hecho que debía de ser Frank Paul, el amigo del Viejo, hablaba con media docena de chinos con un puro mordisqueado en la boca. Al otro lado de un mostrador destartalado, un chino gordo los miraba con cara de aburrimiento desde detrás de sus enormes gafas de montura metálica.

Miré a los seis chinos. El tercero tenía la nariz torcida; era bajo y achaparrado.

Aparté a los otros a empujones para acercarme a él. No sé cómo se llama lo que intentó hacerme: a lo mejor era jiu-jitsu, o su equivalente chino. En cualquier caso, se agazapó y se puso a mover las manos de una manera extraña, abiertas y muy rígidas.

Lo agarré por aquí y por allá y al poco lo tenía cogido por el cogote y con un brazo retorcido detrás de la espalda.

Otro chino se me echó encima por detrás. El tipo flaco de pelo cano le hizo algo en la cara y el chino se acurrucó en un rincón y se quedó allí.

Así estaba la situación cuando entró Lillian Shan.

Sacudí al de la nariz torcida para que lo viera.

—¡Yin Hung! —exclamó.

—¿Hoo Lun no está entre los otros?

Negó con un movimiento enfático de la cabeza y se puso a parlotear en chino con mi prisionero. Él le contestó y le sostuvo la mirada.

—¿Qué va a hacer con él? —me preguntó con una voz que no acababa de sonar bien.

—Entregárselo a la policía para que lo retenga hasta que se lo lleve el sheriff de San Mateo. ¿Puede sacarle algo?

—No.

Empecé a empujarlo hacia la puerta. El de las gafas metálicas taponó la salida, con una mano escondida detrás del cuerpo.

—De ninguna manera —dijo.

Lancé de golpe a Yin Hung contra él. Salió disparado hacia atrás, contra la pared.

—¡Salga! —grité a la mujer.

El del pelo gris detuvo a dos chinos que corrían hacia la puerta y los envió en dirección contraria: golpetazo de espalda contra la pared.

Salimos.

La calle estaba en calma. Subimos al taxi y recorrimos la manzana y media que nos separaba de la comisaría central, donde bajé a mi prisionero de un tirón. Paul, el granjero, dijo que no nos acompañaba, que se lo había pasado muy bien en la fiesta pero ahora tenía que cuidar de sus asuntos. Subió a pie por la calle Kearny.

Cuando ya había bajado a medias del taxi, Lillian Shan se lo pensó.

—Si no es necesario —dijo—, yo también preferiría no entrar. Le esperaré aquí.

—De acuerdo —contesté.

Empujé a mi prisionero por la acera y escaleras arriba.

Dentro se produjo una situación interesante.

La policía de San Francisco no estaba especialmente interesada en Yin Hung, aunque sí mostró buena disposición a retenerlo para el sheriff del condado de San Mateo.

Yin Hung hizo ver que no sabía inglés y yo tenía mucha curiosidad por saber qué historia iba a contar, así que busqué en la sala de reuniones de los agentes hasta que di con Bill Thode, del destacamento de Chinatown, que habla un poco su lengua.

Él y Yin Hung estuvieron parloteando un rato.

Entonces Bill me miró, se rio, mordisqueó la punta de un puro y se recostó en la silla.

—Según su historia —explicó Bill— la tal Wan Lan y Lillian Shan tuvieron una pelea. Al día siguiente, Wan Lan no aparecía por ningún lado. La Shan y Wang Ma, su criada, dijeron que Wan Lan se había ido, pero Hoo Lun le contó a este que había visto a Wang Ma quemando algunas prendas de ropa de Wan Lan.

»Así que Hoo Lun y este pensaron que pasaba algo malo y al día siguiente ya estaban totalmente seguros, porque este echó en falta una pala entre los utensilios del jardín. La volvió a encontrar por la noche y todavía estaba mojada por la humedad de la tierra, y dice que él no había cavado en ningún sitio por ahí. Así que Hoo Lun y él estuvieron deliberando, no les gustó lo que concluyeron y decidieron que sería mejor largarse para no acabar en el mismo sitio que Wan Lan. Ese es su mensaje.

—¿Y dónde está ahora Hoo Lun?

—Dice que no lo sabe.

—Entonces, ¿Lillian Shan y Wang Ma seguían en la casa cuando esos dos se fueron? —pregunté—. ¿Aún no habían salido de viaje hacia el este?

—Eso dice.

—¿Tiene alguna idea de por qué mataron a Wan Lan?

—Si la tiene, no he sido capaz de sonsacársela.

—Gracias, Bill. ¿Notificarás al sheriff que lo tienes retenido para él?

—Claro.

Por supuesto, Lillian Shan y el taxi habían desaparecido cuando salí por la puerta de la central.

Volví al vestíbulo y llamé a la oficina desde una cabina. Seguíamos sin informes de Dick Foley —nada valioso—, ni del agente que intentaba seguir a Jack Garthome. Había llegado un telegrama de la sucursal de Richmond. Decía que los Garthorne eran una familia local adinerada y conocida, que el joven Jack solía meterse en líos, que le había dado un puñetazo a un agente de la ley seca en una redada en un café pocos meses antes, que su padre lo había desheredado y echado de casa, pero que creían que su madre le mandaba dinero.

Encajaba con lo que me había dicho la chica.

Un tranvía me llevó hasta el garaje donde había dejado el descapotable que la noche anterior había tomado prestado de casa de la chica. Circulé hasta el edificio de apartamentos de Cipriano. No tenía ninguna noticia importante para mí. Se había pasado la noche en Chinatown, pero no había advertido nada importante.

Tenía una cierta tendencia al malhumor cuando dirigí el descapotable hacia el oeste para cruzar el parque Golden Gate hasta Ocean Boulevard. El caso no avanzaba con la agilidad que yo deseaba.

Dejé que el descapotable se deslizara por la avenida a buen ritmo y el aire salado me quitó un poco las manías.

Cuando llamé al timbre en casa de Lillian Shan, un hombre de cara huesuda y mostacho rosado me abrió la puerta.

—Hola —dijo—. ¿Qué quiere?

—Yo también la busco.

—Siga buscando —sonrió—. No seré yo quien lo detenga.

—No está aquí, ¿eh?

—No. La sueca que trabaja para ella dice que ha venido media hora antes de llegar yo y se ha vuelto a ir enseguida. Yo llevo aquí unos diez minutos.

—¿Tiene una orden judicial? —pregunté.

—¿Qué se juega? El chófer ha cantado.

—Sí. Ya lo he oído —le dije—. Yo soy el tipo brillante que lo ha detenido.

Pasé quince o diez minutos más hablando con Tucker y luego me subí de nuevo al descapotable.

—¿Puede llamar a la agencia cuando la haya detenido? —pregunté mientras cerraba la puerta.

—Délo por hecho.

Dirigí el descapotable de nuevo hacia San Francisco.

Justo a las afueras de Daly City me crucé con un taxi que iba hacia el sur. La cara de Jack Garthorne me miró desde la ventanilla.

Clavé el freno y agité un brazo en el aire. El taxi dio media vuelta y regresó hacia mí. Garthorne abrió la puerta, pero no salió.

Bajé a la carretera y me acerqué a él.

—Hay un ayudante del sheriff esperando en casa de la señorita Shan, por si te diriges hacia allí.

Sus ojos azules se abrieron de golpe y luego se entrecerraron para mirarme con suspicacia.

—Vayamos a la cuneta a hablar un poco —propuse.

Se bajó del taxi y caminamos hacia un par de rocas del otro lado, que tenían pinta de ser cómodas.

—¿Dónde está Lil…, la señorita Shan? —preguntó.

—Pregúntaselo al Silbo —sugerí.

El rubio no era tan bueno. Fue muy lento para sacar el arma. Yo le dejé hacer.

—¿Qué quiere decir? —preguntó.

No quería decir nada. Solo había intentado ver cómo le golpeaba el comentario. Me callé.

—¿La tiene el Silbo?

—No creo —admití, por mucha rabia que me diera—. Pero el asunto es que tendrá que esconderse bien para que no la cuelguen por los asesinatos que el Silbo le atribuye.

—¿Que no la cuelguen?

—Ajá. El ayudante que la espera en casa tiene una orden de detención… Por asesinato.

Guardó el arma y emitió un borboteo con la garganta.

—¡Voy para allá! ¡Les contaré todo lo que sé!

Arrancó hacia su taxi.

—¡Espera! —lo llamé—. Quizá sea mejor que me cuentes lo que sabes primero. Ya sabes que trabajo para ella.

Dio media vuelta y regresó.

—Claro, tiene razón. Usted sabrá qué hacer.

—Bueno, ¿qué es lo que sabes, en verdad? Suponiendo que sepas algo…

—Lo sé todo —gritó—. Sobre las muertes y el alcohol y…

—Tranquilo, tranquilo. No sirve de nada malgastar todo ese conocimiento en el taxista.

Se calmó y empecé a taladrarlo. Me costó casi una hora entera sacárselo todo.