VII

Esta vez no abrió el chino del cuello de cordel. En su lugar apareció uno joven con la cara picada por la viruela y una sonrisa franca.

—Viene a ver a Chang Li Ching —dijo sin darme tiempo a hablar y dio un paso atrás para dejarme pasar.

Entré y esperé mientras él recolocaba todas las trancas y los candados. La ruta que nos llevó hasta Chang era más corta que la otra vez, pero seguía sin ser directa. Durante un rato me entretuve intentando dibujar en mi mente un mapa del camino a medida que avanzábamos, pero lo abandoné porque era demasiado complicado.

La habitación de los cortinajes de terciopelo estaba vacía cuando el guía me hizo entrar, se despidió con una reverencia y una sonrisa y se marchó. Me senté en una silla junto a la mesa y esperé.

Chang Li Ching no tuvo una aparición teatral, materializándose en silencio, ni nada por el estilo. Oí el roce suave de sus zapatillas con el suelo antes de que se descorriera la cortina para dejarlo pasar. Estaba solo, con la barbilla blanca alborotada de un modo muy apropiado para un abuelete.

—El hombre que disuelve las hordas honra de nuevo mi hogar —me saludó.

Luego se alargó mucho con las mismas tonterías que ya me había obligado a oír en mi primera visita.

Lo de disolver las hordas estaba bien; era una referencia a los sucesos de la noche anterior.

—Al no saber de quién se trataba hasta demasiado tarde, ayer di un coscorrón a uno de sus sirvientes —dije cuando se quedó un momento sin flores—. Ya sé que no hay nada que pueda compensar tan terrible acción, mas espero que me permita cortarme el cuello y desangrarme en cualquiera de sus cubos de basura para disculparme.

Un ligero suspiro que bien podría deberse a la supresión de la risa tensó los labios del anciano y el gorrito morado se movió sobre la cabeza redonda.

—El dispersor de allanadores lo sabe todo —murmuró en tono blando—. Hasta sabe qué ruidos sirven para ahuyentar a los demonios. Si dice que el hombre a quien hirió era un sirviente de Chang Li Ching, ¿quién es Chang para negarlo?

Probé con el otro cañón:

—No sé demasiadas cosas. Ni siquiera sé por qué la policía no se ha enterado todavía de la muerte del hombre asesinado aquí anteayer.

Con una mano se trenzaba ricillos en la barba.

—No me había enterado de esa muerte —me dijo.

Ya me imaginaba lo que pasaría a continuación, pero me apetecía echarle un vistazo.

—Puede preguntárselo al hombre que me trajo ayer hasta aquí —sugerí.

Chang Li Ching cogió una varilla forrada que había en la mesa y golpeó un gong del que pendían unas borlas, colgado a la altura de su hombro. Al otro lado del cuarto se separaron los cortinajes para dejar pasar al hombre que me había llevado hasta allí con su cara de viruela.

—¿Bendijo ayer la muerte nuestra choza? —preguntó Chang en inglés.

—No, Ta Jen —respondió el de la cara marcada.

—El que me guio ayer hasta aquí era un aristócrata —expliqué—, no este hijo de emperador.

Chang fingió sorprenderse.

—¿Quién recibió ayer al rey de los espías? —preguntó al hombre de la puerta.

—Fui yo, Ta Jen.

Sonreí al de la cara picada, él devolvió la sonrisa y luego Chang me dedicó una sonrisa benevolente.

—Una broma excelente —dijo.

Lo era.

El de la viruela hizo una reverencia y empezó a retroceder para desaparecer tras las cortinas. En el suelo resonaron tras él unos pasos de zapatos sueltos. Uno de los grandes luchadores que había visto el día anterior se pegó a él. Los ojos del luchador brillaban de puro nerviosismo. Se dedicó a vomitar una serie de sílabas por la boca. El de las marcas contestó. Chang Li Ching los hizo callar a los dos con una orden seca. Todo eso se dijo en chino, inalcanzable para mí.

—¿Da su permiso el gran duque de los cazadores de hombres para que su sirviente vaya un momento a atender sus inquietantes asuntos domésticos?

—Claro.

Chang juntó las manos para hacer una reverencia y luego se dirigió al luchador.

—Te quedarás aquí para asegurarte de que nadie moleste al gran señor y todos los deseos que manifieste sean atendidos.

El luchador hizo una reverencia y se echó a un lado para dejar pasar a Chang por la puerta con el de la cara marcada. Luego, las cortinas se cerraron a su paso.

En vez de malgastar palabras con el de la puerta, encendí un cigarrillo y esperé a que volviera Chang. Iba por la mitad del cigarrillo cuando sonó un disparo en el edificio, no muy lejos de allí.

El gigante de la puerta frunció el ceño.

Sonó otro disparo, acompañado de unos pasos apresurados por el pasillo.

El de la cara marcada entró por las cortinas. Se puso a gruñir al luchador. Este me miró con mala cara y protestó. El otro insistió.

El luchador volvió a mirarme con el ceño fruncido y bramó:

—Usted no se mueva.

Luego desapareció con el otro.

Terminé el cigarrillo entre los ruidos ahogados de una lucha que parecía producirse en el piso inferior. Hubo dos disparos más, separados. Oí los pasos de alguien que pasaba corriendo al otro lado de la puerta. Habrían pasado unos diez minutos desde que me dejaran solo.

Descubrí que no estaba solo.

En el lado contrario a la puerta, se movieron los cortinajes que cubrían la pared. El terciopelo azul, verde y plata se infló unos pocos centímetros y luego recuperó su forma original.

La segunda vez, el mismo fenómeno se produjo unos tres metros más allá. Ningún movimiento durante un rato y después un temblor en el rincón más lejano.

Alguien avanzaba entre la cortina y la pared.

Apalancado en mi silla, y con las manos quietas, le dejé hacer. Si aquel bulto implicaba algún problema, cualquier acción por mi parte no haría más que precipitarlo.

Seguí el movimiento a lo largo de toda la pared y hasta la mitad de la otra, hasta donde yo sabía que había una puerta. Luego lo perdí un rato. Justo cuando había decidido que el reptil había salido por la puerta, se entreabrieron las cortinas y apareció ante mí.

No llegaba al metro cuarenta: un adorno para estanterías, pero vivo. Tenía una carita ovalada de pintada belleza y el cabello de un negro lacado, liso y brillante junto a las sienes, enfatizaba su perfección. Unos pendientes de oro se balanceaban junto a sus suaves mejillas, y en el cabello lucía una mariposa de jade. Una chaqueta lavanda, con piedras blancas brillantes, la cubría de la barbilla a las rodillas. Medias lavanda asomaban bajo los pantalones cortos y los pies vendados calzaban zapatitos del mismo color, en forma de gatitas, con los ojos representados por piedras blancas y los bigotes por joyas en forma de pluma.

La conclusión de todo ese estilo de la jovencita era que parecía de una delicadeza imposible. Pero ahí estaba: no era una talla, ni una pintura, sino una mujercita viva en cuyos ojos negros era perceptible el miedo y cuyos deditos minúsculos toqueteaban la seda de la pechera.

Por dos ocasiones, mientras se acercaba a mí —con los pasos rápidos y torpes de las mujeres chinas de pies vendados—, volvió la cabeza para mirar los cortinajes de la puerta.

Yo ya estaba de pie e iba a su encuentro.

Su inglés no era gran cosa. Se me escapó gran parte de lo que me balbucía, aunque me pareció que «helup» tal vez quisiera decir «help», para pedir ayuda.

Asentí con un movimiento de cabeza y la atrapé por debajo de los codos cuando se me echó encima.

Me dijo más cosas que seguían sin aclarar la situación, salvo que «sulavia» significara «esclava» y «hui-ya» significara «huida».

—¿Quieres que te saque de aquí?

Su cabeza, que quedaba justo debajo de mi barbilla, subía y bajaba para decir que sí, mientras la flor roja de su boca trazaba una sonrisa que convirtió todas las demás sonrisas que yo había visto jamás en meras muecas.

Dijo algo más. Yo no entendí nada. Liberó un codo del agarre de mis manos y se levantó la manga para mostrar un antebrazo a cuya talla en mármol había dedicado toda su vida algún artista. Tenía cinco moratones con forma de dedo, terminados en cortes provocados por las uñas al clavarse en la carne.

Dejó caer la manga de nuevo y dijo algunas palabras más. No significaban nada para mí, pero sonaban bonitas.

—De acuerdo —le dije, al tiempo que sacaba el arma—. Si es lo que quieres, nos vamos.

Llevó las dos manos a mi arma y la empujó hacia abajo sin dejar de hablarme a la cara con muchos nervios y para terminar se pasó una mano deprisa por la garganta, imitando el gesto de quien corta un cuello.

Moví la cabeza para decirle que no y la insté a avanzar hacia la puerta.

Ella se resistió, con los ojos cargados de miedo.

Metió una mano en el bolsillo de mi reloj. Se lo dejé sacar.

Señaló las doce con la punta de uno de sus deditos y luego rodeó la esfera tres veces. Creí entenderlo. Treinta y seis horas después del mediodía sería la medianoche del día siguiente, jueves.

—Sí —le dije.

Echó una mirada rápida hacia la puerta y luego me llevó hasta la mesa en la que se veía el juego de té. Mojó un dedo en el té frío y empezó a dibujar en la superficie taraceada de la mesa. Dos líneas paralelas que interpreté como una calle. Otro par que las cortaba. El tercer par, paralelo al primero, cortaba el segundo.

—¿Waverly Place? —le pregunté.

Movió la cabeza arriba y abajo para decir que sí, encantada.

En lo que me pareció que debía de ser la parte este de Waverly dibujó un cuadrado, quizás una casa. Dentro del cuadrado puso lo que podía ser una rosa. Fruncí el ceño. Borró la rosa y en su lugar dibujó un círculo irregular y le añadió unos puntitos. Me pareció que la entendía. La rosa era una col. Y lo de ahora era una patata. El cuadrado representaba la tienda de comestibles que yo había visto en Waverly Place. Le dije que sí con una inclinación de cabeza.

El dedo cruzó la calle y dibujó un cuadrado en la otra acera y luego ella volvió el rostro hacia mí para suplicarme que lo entendiera.

—La casa frente a la tienda de comestibles —dije lentamente. Luego, cuando ella volvió a golpetear mi reloj de bolsillo, añadí—: Mañana a medianoche.

No sé cuánto entendió, pero dijo que sí con su cabecita de manera tan vehemente que sus pendientes se columpiaban como péndulos enloquecidos.

Con un rápido saltito me tomó la mano derecha, la besó y, con un tambaleo saltarín, correteó para desaparecer detrás de las cortinas.

Borré el mapa de la mesa con mi pañuelo y cuando regresó Chang Li Ching, al cabo de unos veinte minutos, me encontró fumando.

Me fui poco después, en cuanto intercambiamos unos cuantos cumplimientos desmañados. Me acompañó a la puerta el de la cara marcada.

En la oficina no había nada para mí. Foley no había podido seguir al Silbo la noche anterior.

Me fui a casa a recuperar el sueño de la última noche.