VI

De nuevo en mi coche alquilado, pedí al conductor que me llevara al pueblo más cercano, donde compré un paquete de tabaco de mascar, una linterna y una caja de cartuchos en la tienda de abastecimientos. Tengo una 38 especial, pero me vi obligado a coger los cartuchos más cortos y flojos porque el encargado de la tienda no tenía balas de la especial.

Con mis adquisiciones en el bolsillo, emprendimos la vuelta hacia la casa de la Shan de nuevo. Tras dos curvas de la carretera hice detener el coche, pagué al conductor, lo mandé a casa y terminé el viaje a pie.

Toda la casa estaba a oscuras.

Entré con el menor ruido posible y, sin usar apenas la linterna, repasé el interior desde el sótano hasta el techo. No había nadie más que yo. En la cocina abrí la nevera para comer un bocado y lo bajé con un poco de leche. Podía haber usado café, pero es demasiado oloroso.

Tras ese tentempié, me instalé cómodamente en una silla en el pasillo que unía la cocina y el resto de la casa. Por un lado del pasillo bajaban unas escaleras hacia el sótano. Por el otro, se subía a la planta superior. Como todas las puertas de la casa estaban abiertas, salvo las que daban al exterior, el pasillo se convertía en el centro de todo, al menos por cuanto concernía a la posibilidad de escuchar ruidos.

Pasó una hora en silencio, salvo por algún coche que circulaba por la carretera, a unos cien metros, y el romper de las olas del Pacífico en la calita. Masqué un poco de tabaco —buen sustituto de los cigarrillos— y me puse a contar las horas que había pasado así en mi vida, sentado o de pie, esperando que pasara algo.

Sonó el teléfono.

Lo dejé sonar. Quizá fuese Lillian Shan para pedir ayuda, pero no podía arriesgarme. Lo más probable es que fuera alguien que quisiera comprobar si había gente en la casa.

Pasó otra media hora y se levantó un poco de brisa marina que agitaba las hojas de los árboles.

Sonó algo que no era el viento, ni las olas, ni un coche que pasara por ahí.

Un crujido en algún sitio.

Era una ventana, pero no sabía cuál. Me deshice del tabaco y saqué el arma y la linterna.

Volvió a sonar, esta vez con más fuerza.

Alguien se estaba aplicando con fuerza en alguna ventana; con demasiada fuerza. El cierre crujió y algo sonó contra el cristal. Era puro teatro. Quienquiera que fuese podía haber roto el cristal con mucho menos ruido del que estaba haciendo.

Me levanté, pero no abandoné el pasillo. El ruido de la ventana era una trampa para llamar la atención de quien pudiera haber en la casa. Le di la espalda e intenté ver algo dentro de la cocina.

Estaba demasiado oscura para ver nada.

No se veía nada. No se oía nada.

Me llegó un soplido de aire caliente desde la cocina.

Eso sí que era para preocuparse. Tenía compañía y se trataba de alguien más escurridizo que yo. Alguien capaz de abrir puertas o ventanas ante mis narices. No era un buen asunto.

Apoyando el peso del cuerpo en mis tacones de goma, caminé hacia atrás desde la silla hasta que toqué con el hombro el marco de la puerta del sótano. No estaba seguro de que aquella fiesta me fuera a gustar mucho. Me gusta estar en igualdad de condiciones, o incluso jugar con ventaja, y la cosa no tenía precisamente esa pinta.

Así que cuando una línea fina de luz empezó a bailar en la cocina para ir a parar a la silla del pasillo, yo había bajado ya tres escalones hacia el sótano, con la espalda pegada a la pared.

La luz se detuvo un par de segundos en la silla y luego empezó a moverse a toda velocidad por el pasillo, hasta la siguiente habitación. Yo solo veía la luz.

Me llegaron ruidos nuevos: el ronroneo de unos motores cerca de la casa, por el lado de la carretera; el pisoteo suave de unos zapatos, bastantes, en el soportal trasero y en el linóleo de la cocina. Percibí un olor inconfundible: el de los chinos cuando no se lavan.

Luego perdí el rastro a todo eso. Tenía cosas más cercanas de las que ocuparme.

El propietario de la linterna estaba ya en lo alto de la escalera del sótano. Yo me había desgraciado la vista mirando la luz; no podía verle.

El primer rayo fino que mandó escaleras abajo no me acertó por centímetros: eso me dio tiempo para trazarme un mapa en la oscuridad. Si era de talla media, sostenía la linterna en la mano izquierda y un arma en la derecha y trataba de exponerse lo menos posible, la cabeza tenía que quedar un palmo y medio por encima del rayo de luz, otro palmo y medio hacia atrás y unos quince centímetros a la izquierda; a mi izquierda.

La luz trazó un barrido horizontal y me iluminó una pierna.

Apunté el cañón de mi arma hacia la «X» que había marcado en la noche.

Su disparo me abrasó la mejilla. Quiso agarrarme con un brazo. Yo me escabullí, le dejé caer solo al sótano y llegué a ver el brillo de un par de dientes de oro al pasar.

La casa se llenó de exclamaciones y de pasos apresurados.

Tenía que moverme para que no me empujaran.

Hacia abajo podía ser una trampa. Subí de nuevo al pasillo.

El pasillo estaba atiborrado de un hervor de cuerpos apestosos. Empezaron a arrancarme la ropa con manos y dientes. Sabía demasiado bien que acababa de apuntarme a algo.

Me había convertido en miembro de una masa de seres invisibles que luchaban, arañaban, refunfuñaban y gruñían. La marea que conformaban me arrastró hacia la cocina. Avancé sin dejar de dar golpes, patadas, cabezazos.

Una voz aguda gritaba órdenes en chino.

Rocé con el hombro el marco de la puerta al entrar en la cocina, luchando, como buenamente podía, contra enemigos a los que ni siquiera podía ver, sin atreverme a usar el arma que aún sostenía.

Yo era solo una parte más de una estampida alocada. Un disparo del arma me hubiera convertido en el centro de la misma. Aquellos lunáticos luchaban contra el pánico: no quería darles algo tangible que destrozar.

Avancé con ellos, repartiendo golpes a todo lo que se me ponía por delante y encajando los que recibía. Mis pies tropezaron con un cubo.

Me desplomé, tirando también a quienes me rodeaban, rodé por encima de un cuerpo, noté un pie en la cara, me escabullí y al fin logré parar en un rincón, liado todavía con el cubo metálico.

¡Di gracias a Dios por el cubo!

Quería que aquella gente se largara. Me daba lo mismo quiénes fueran. Si partían en paz, estaba dispuesto a perdonar sus pecados.

Metí el arma dentro del cubo y apreté el gatillo. La mayor parte del ruido me afectó a mí, pero hubo para todos. Parecía que hubiera estallado una bomba.

Volví a disparar dentro del cubo y luego se me ocurrió otra cosa. Me llevé dos dedos de la mano izquierda a la boca y solté el silbido más agudo que pude mientras seguía disparando.

¡Bendito follón se armó!

Cuando el arma se quedó sin munición y mis pulmones sin aire, estaba solo. Encantado de estar solo. Sabía por qué los hombres se largan a vivir a solas en una cueva. ¡Y no los culpaba!

Sentado solo en la oscuridad, recargué el arma.

Avancé a gatas hasta la puerta de la cocina, que seguía abierta, y me asomé a una oscuridad que no me decía nada. El mar hacía ruidos digestivos en la cala. Del otro lado de la casa me llegaba el sonido de los coches. Esperé que fueran mis amigos al largarse.

Cerré la puerta, pasé el pestillo y encendí la luz de la cocina.

No estaba tan destrozada como había imaginado. Habían caído algunas ollas y platos y vi una silla rota, aparte de que olía a suciedad corporal. Pero eso era todo, aparte de una manga de algodón azul en el suelo, una sandalia de esparto cerca de la puerta del pasillo y un puñado de canas cortas, un poco ensangrentadas, junto a la sandalia.

No encontré al hombre al que había mandado al sótano. Una puerta abierta me permitió entender cómo se había ido. Ahí estaba su linterna, y la mía, y un poco de sangre.

De nuevo en la planta baja, recorrí toda la parte delantera de la casa. La puerta principal estaba abierta. Las alfombras estaban revueltas. Había un jarrón azul roto en el suelo. Habían movido la mesa de sitio y volcado un par de sillas. Encontré un sombrero de fieltro marrón, viejo y sucio, sin cinta por dentro ni por fuera. También una foto mugrienta del presidente Coolidge —aparentemente recortada de un periódico chino— y seis paquetes de papel de liar hecho con fibra de trigo.

Arriba, no vi nada que permitiera concluir que mis invitados habían subido.

Ya eran las dos y media de la mañana cuando oí que un coche se acercaba a la puerta principal. Eché un vistazo desde la ventana del dormitorio de Lillian Shan, en el piso superior. Se estaba despidiendo de Jack Garthorne.

Me fui a esperarla en la biblioteca.

—¿No ha pasado nada? —fueron sus primeras palabras.

Parecían más una plegaria que cualquier otra cosa.

—Sí ha pasado —le dije—. Y supongo que a usted le ha tocado la avería.

Al principio creí que me iba a mentir, pero acabó asintiendo y se dejó caer en una silla, no tan tiesa como siempre.

—He tenido mucha compañía —le dije—, aunque no puedo decir que haya averiguado gran cosa sobre ellos. El caso es que el lío era tan grande que se me ha atragantado y me he tenido que contentar con echarlos de aquí.

—¿No ha llamado a la oficina del sheriff?

Había algo extraño en el tono de la pregunta.

—No, todavía no quiero que arresten a Garthorne.

Al oír eso se le fue el abatimiento. Se levantó, alta y rígida ante mí. Y fría.

—Preferiría no entrar en eso de nuevo —dijo.

Nada que objetar por mi parte, pero…

—Espero que no le haya dicho nada.

—¿Decirle algo? —Parecía asombrada—. ¿Le parece que lo ofendería repitiendo sus suposiciones? ¿Sus absurdas suposiciones?

—Está bien. —Aplaudí su silencio, que no su opinión sobre mis teorías—. Bueno, voy a pasar la noche aquí. No hay ni una posibilidad de que ocurra algo, pero prefiero estar seguro.

No parecía muy entusiasmada, pero al fin se fue a la cama.

No pasó nada entre entonces y el amanecer, claro. Salí de la casa en cuanto rompió el día y di un repaso al terreno. Había huellas por todas partes, desde la orilla del mar hasta el camino de entrada. En el camino de acceso, allí donde los coches habían dado media vuelta sin demasiado cuidado, se veía la hierba cortada.

Tomé prestado uno de los coches que había en el garaje y antes de terminarse la mañana estaba ya en San Francisco.

En la oficina, pedí al Viejo que pusiera a un agente detrás de Jack Garthorne; que pasara por el microscopio el sombrero viejo, la linterna, la sandalia y el resto de mis souvenires, en busca de huellas dactilares, pisadas, mordiscos, cualquier cosa; y que la sucursal de Richmond buscara algún rastro de los Garthorne. Luego me fui a ver a mi ayudante filipino.

Estaba desanimado.

—¿Qué pasa? —le pregunté—. ¿Te han pegado?

—¡Oh, no, señor! —protestó—. Pero a lo mejor no soy tan buen detective. Intento seguir a un tipo y dobla una esquina y desaparece.

—¿Quién era? ¿Y en qué andaba metido?

—No lo sé, señor. Había cuatro automóviles llenos de gente que se bajaban para entrar en ese sótano donde ya le dije que vive el chino ese tan raro. Cuando ya habían entrado todos salió uno y se alejó caminando a toda prisa. Intenté seguirlo, pero dobló una esquina y… ¿dónde estaba?

—¿A qué hora pasó todo eso?

—A las doce, más o menos.

—¿Puede que fuera más tarde? ¿O antes?

—Sí, señor.

Eran mis visitantes, sin duda, y el hombre al que Cipriano había intentado seguir podía ser el que yo había herido. Al filipino no se le había ocurrido anotar las matrículas de los coches. No sabía si los que conducían eran blancos o chinos, ni siquiera de qué marca eran los coches.

—Lo has hecho bien —lo tranquilicé—. Vuélvelo a probar esta noche. Tómatelo con calma y lo conseguirás.

Después busqué un teléfono y llamé a la comisaría central. Averigüé que nadie había denunciado la muerte del Mudito Uhl.

Veinte minutos después me estaba pelando los nudillos en la puerta principal de Chang Li Ching.