Abrió la puerta otro chino. Pero este no era otro pigmeo chino. Era un gran luchador carnívoro: cuello de toro, hombros como montañas, brazos de gorila, piel de cuero. Su dios creador había tenido material de sobra y lo había dejado endurecer.
Descorrió la cortina que cubría la puerta y se hizo a un lado. Al entrar me encontré con su gemelo, al otro lado de la puerta.
Era una sala grande y cúbica, con las puertas y ventanas —suponiendo que las tuviera— escondidas tras cortinajes de terciopelo verde, azul y plata. Había un viejo chino sentado en una silla grande y negra, de talla elaborada, tras una mesa negra taraceada. Tenía la cara redonda, rolliza, taimada, con un rastrojo de pelusa blanca en la barbilla. Llevaba en la cabeza una gorra oscura y ceñida; una túnica morada, cerrada en torno al cuello, mostraba el forro negro por la parte baja, donde quedaba plegada por encima de los pantalones de satén azul.
No se levantó de la silla, pero me dedicó una sonrisa amable, subrayada por la barba, y agachó la cabeza casi hasta topar con el juego de té que había encima de la mesa.
—Solo la incapacidad de creer que alguien de tan excelso esplendor celestial pueda malgastar su valioso tiempo con un zopenco tan mezquino ha impedido que el más bajo de tus esclavos acudiera corriendo a postrarse a tus nobles pies en cuanto ha sabido que el padre de todos los detectives llamaba a su humilde puerta.
Todo eso salió suavemente, en un inglés mucho más claro que el mío. Mantuve la cara inmóvil, a la espera.
—Si el terror de los malvados se digna honrar una de mis deplorables sillas depositando en ellas su cuerpo divino, le aseguro que esa silla será quemada acto seguido para que no pueda usarla ningún ser inferior. En caso contrario, ¿permitirá el príncipe de los perseguidores de ladrones que mande un sirviente a su palacio para recoger un asiento digno de él?
Me acerqué lentamente a una silla mientras intentaba ordenar las palabras en mi mente. Aquel viejo payaso se estaba burlando de mí con una exageración, una parodia de la famosa formalidad china. No me cuesta llevarme bien con la gente; estoy dispuesto a seguir la corriente hasta cierto punto.
—Si me atrevo a tomar asiento es solo porque me flaquean las piernas en presencia del gran Chang Li Ching —expliqué.
Mientras me sentaba volví la cabeza para comprobar que los gigantes que custodiaban la puerta se habían ido. Una corazonada me dijo que no habían ido más allá del otro lado de las cortinas de terciopelo que tapaban el umbral.
—Si no fuera porque el rey de los indagadores lo sabe todo —empezó de nuevo el hombre—, me maravillaría que le sonara mi indigno nombre.
—¿Que me sonara? ¿Y a quién no le suena? ¿Acaso la palabra change de mi idioma materno no procede del nombre Chang? Y el cambio, la alteración es lo que le ocurre a las opiniones del más sabio de los hombres después de oír la sabiduría de Chang Li Ching. —Intenté zafarme del vodevil, que empezaba a pesarme en los sesos—. Gracias por permitir a su hombre salvarme la vida ahí en el pasillo.
Estiró las manos sobre la mesa.
—Solo porque temía que el emperador de los halcones encontrase inapto para sus elegantes fosas nasales el olor de la sangre de un ser tan vil, quien se ha atrevido a molestar a su excelencia ha recibido una muerte rápida. Si he cometido un error y hubierais preferido que fuese descuartizado centímetro a centímetro, tan solo puedo ofreceros en su lugar la tortura de uno de mis hijos.
—Dejemos viva a la criatura —dije, renunciando a la formalidad, pero enseguida me recuperé—: No me hubiera atrevido a molestaros si no fuera porque soy tan ignorante que solo la ayuda de vuestra gran sabiduría puede devolverme a la normalidad.
—¿Acaso se pregunta a un ciego por dónde va el camino? —inquirió el viejo farsante, inclinando la cabeza a un lado—. ¿Puede una estrella ayudar a la luna, por mucho que lo pretenda? Si al gran padre de los sabuesos le complace halagar a Chang Li Ching haciéndole creer que puede aportar algo a la sabiduría del más grande, ¿quién es Chang para negarse a hacer el ridículo, frustrando así a su señor?
Entendí que eso significaba que estaba dispuesto a escuchar mis preguntas.
—Lo que me gustaría saber es quién mató a las sirvientas de Lillian Shan, Wang Ma y Wan Lan.
Jugueteó con un mechón fino de su barba blanca, retorciéndolo con un dedo pequeño y pálido.
—¿Acaso el cazador de venados persigue a las liebres? —quiso saber—. Y cuando un cazador tan poderoso finge preocuparse por la muerte de unas sirvientas, ¿acaso Chang puede pensar otra cosa, salvo que al grande le complace esconder su verdadero objetivo? Y sin embargo, como las muertas eran sirvientas y no llevaban cintas de seda, cabe que el señor de los engaños haya pensado que el humilde Chang Li Ching, el insignificante de los Cien Nombres, podía conocerlas. ¿Acaso no son las ratas quienes mejor conocen a las ratas?
Siguió en ese plan unos cuantos minutos, mientras yo permanecía sentado, escuchándolo y estudiando la máscara redonda, amarilla y astuta que tenía por cara, con la esperanza de sacar algo en claro de todo aquello. No fue así.
—Mi ignorancia es mayor incluso de lo que yo mismo creía en mi arrogancia —terminó su discurso—. Esa pregunta simple que me plantea queda más allá del poder de mi mente encharcada. No sé quién mató a Wang Ma y a Wan Lan.
Le sonreí y planteé otra pregunta.
—¿Dónde puedo encontrar a Hoo Lun y a Yin Hung?
—He de arrastrarme de nuevo en mi ignorancia —murmuró— con el único consuelo de que el señor de los misterios conoce ya la respuesta a esas preguntas y se complace en disimular su infalibilidad a propósito ante Chang.
Y hasta ahí había llegado.
Hubo más galanterías locas, más reverencias y roces, más promesas de adoración y amor eternos y luego me encontré siguiendo a mi guía de cuello flacucho por pasillos sinuosos y oscuros para cruzar habitaciones en penumbra, subir y bajar de nuevo escaleras destartaladas.
Al llegar a la puerta de la calle, después de retirar las trancas cruzadas que la mantenían cerrada, sacó mi arma de su camisa y me la entregó. Reprimí el impulso de revisarla ahí mismo para ver si le había hecho algo. Al contrario, me la metí en el bolsillo y salí por la puerta.
—Gracias por esa matanza de ahí arriba —le dije.
El chino masculló algo, hizo una reverencia y cerró la puerta.
Fui hasta la calle Stockton y doblé hacia la oficina, avanzando despacio mientras castigaba mi cerebro.
En primer lugar, había que pensar en la muerte del Mudito. ¿La habían decidido de antemano por haber fallado aquella mañana, buscando de paso impresionarme a mí? ¿Y cómo? ¿Y por qué? ¿O lo habían hecho porque así yo quedaba en deuda con ellos? Y en ese caso, ¿porqué? O quizás era solo uno de esos trucos complicados que tanto gustan a los chinos. Abandoné ese asunto y concentré mis pensamientos en el hombrecillo amarillo y regordete de la túnica morada.
Me caía bien. Tenía humor, cerebro, energía, todo. Meter a aquel tipo en una celda sería algo digno de comentario. Era mi idea de un hombre contra el que merecía la pena luchar.
Sin embargo, no me engañé pensando que tenía algo de qué acusarlo. El Mudito Uhl me había provisto de una conexión entre el hotel Irvington del Silbo y Chang Li Ching. El Mudito Uhl había pasado a la acción tras mi acusación de estar implicado en los asesinatos de casa de los Shan. Era lo que tenía; nada más, salvo que Chang tampoco había dicho nada que demostrase que no le interesaban los asuntos de la Shan.
Visto así, no parecía que la muerte del Mudito se hubiera planeado de antemano. Era más probable que, al verme llegar, hubiera intentado liquidarme y que mi guía se lo hubiese cargado para que no interfiriese con la audiencia que me iba a conceder Chang. La vida del Mudito no debía de ser muy valiosa a ojos de los chinos… O de nadie.
De momento, no estaba descontento con el trabajo del día. No había hecho nada brillante, pero había conseguido atisbar el objetivo, o eso creía. Si me iba a romper la cabeza contra una pared, al menos ahora sabía dónde estaba la pared y había conocido a su dueño.
En la oficina me esperaba un mensaje de Dick Foley. Había alquilado un apartamento en la calle del hotel Irvington y había pasado un par de horas siguiendo al Silbo. Este se había pasado media hora en el antro del Gordo Thompson, en la calle Market, hablando con el propietario y otros jugadores congregados allí. Luego se había desplazado en taxi hasta un bloque de apartamentos de la calle O’Farrell, el Glenway, donde había llamado a un timbre. Tras esperar sin recibir respuesta, había abierto con llave propia. Una hora después había salido para regresar al hotel. Dick no había podido determinar a qué timbre había llamado, ni qué apartamento había visitado.
Hablé con Lillian Shan por teléfono.
—¿Estará en casa esta noche? —pregunté—. Tengo algo que quiero revisar con usted y no puedo contárselo por teléfono.
—Estaré en casa hasta las siete y media.
—De acuerdo. Ya bajaré.
Eran las siete y cuarto cuando el coche que había alquilado me dejó ante su puerta. La abrió ella. La danesa que se ocupaba de todo hasta que pudiera contratar sirvientas nuevas solo se quedaba durante el día, mientras que de noche regresaba a su casa, que estaba a kilómetro y medio de la costa.
El traje de noche que llevaba Lillian Shan era bastante severo, pero insinuaba que, solo con que se quitara las gafas e hiciera algo por sí misma, tal vez su aspecto no sería tan masculino al fin y al cabo. Me llevó al piso superior, a la biblioteca, donde un tipo de veintipico años, acicalado con sus ropas de noche, un chico bien plantado con el pelo y la piel claros, se levantó de la silla que ocupaba al verme entrar.
Cuando nos presentaron supe que se llamaba Garthorne. La chica parecía dispuesta a mantener la conversación en su presencia. Yo no. Cuando ya no me quedaba otra opción que insistir en verla a solas, ella se disculpó —llamándolo Jack— y me llevó a otra habitación.
A esas alturas yo ya estaba un poco impaciente.
—¿Quién es ese? —pregunté.
Ella me dedicó un alzamiento de cejas.
—Es John Garthorne —contestó.
—¿Lo conoce bien?
—¿Le puedo preguntar por qué le interesa tanto?
—Puede. El señor Garthorne no es trigo limpio, creo.
—¿Trigo?
Se me ocurrió otra idea.
—¿Dónde vive?
Me dijo un número de la calle O’Farrell.
—¿En los apartamentos Glenway?
—Creo que sí. —Me miraba sin ninguna clase de afectación—. ¿Me lo puede explicar, por favor?
—Una sola pregunta antes, luego se lo explico. ¿Conoce a un chino llamado Chang Li Ching?
—No.
—De acuerdo. Le contaré lo de Garthorne. De momento he encontrado dos enfoques para este problema suyo. Uno de ellos tiene que ver con el tal Chang Li Ching, de Chinatown y el otro con un expresidiario llamado Conyers. Este tal Garthorne ha estado hoy en Chinatown. Le he visto salir de un sótano que probablemente está conectado con la casa de Chang Li Ching. El expresidiario Conyers ha visitado el edificio en que vive Garhtome esta tarde a primera hora.
Se le abrió la boca de golpe y luego la cerró.
—¡Es absurdo! —soltó—. Hace un cierto tiempo que conozco al señor Garthorne y…
—¿Cuánto, exactamente?
—Mucho… Unos cuantos meses.
—¿Cómo lo conoció?
—Por medio de una conocida del instituto.
—¿Cómo se gana la vida?
Se quedó rígida y guardó silencio.
—Oiga, señorita Shan —le dije—. Tal vez no pase nada con Garthorne, pero lo tengo que comprobar. Si es trigo limpio, nadie pierde nada. Quiero saber qué sabe usted de él.
Lo conseguí, poco a poco. El tipo era, o al menos eso creía ella, el hijo menor de una prominente familia de Richmond, Virginia, caído en desgracia por alguna trastada juvenil. Había llegado a San Francisco cuatro meses antes para esperar a que se le pasara la rabia a su padre. Mientras tanto, su madre le pasaba dinero, evitándole así la necesidad de trabajar durante su exilio. Había llegado con una carta de recomendación de una compañera de colegio de Lillian Shan. A Lillian le caía muy bien, según pude deducir.
—¿Va a salir con él esta noche? —le pregunté después de averiguar todo eso.
—Sí.
—En qué coche.
Frunció el ceño, pero contestó mi pregunta.
—En el suyo. Iremos a Half Moon a cenar.
—En ese caso, necesito una llave, porque cuando usted se haya ido volveré aquí.
—¿Que qué?
—Que volveré aquí. Le voy a pedir que no le diga nada sobre mis sospechas más o menos infundadas, pero en mi honesta opinión él la está sacando de aquí. Así que si se estropea el motor al volver, haga ver que no le parece extraño.
Ella se preocupó, pero se negó a admitir que tal vez tuviera razón. Sin embargo, me dio la llave y entonces le conté la estratagema de la agencia de empleo, para la cual necesitaba su ayuda, y ella me prometió pasarse por la agencia a las nueve y media del jueves por la mañana.
No volví a ver a Garthorne antes de salir de aquella casa.