IV

El barrio de Chinatown de San Francisco se extiende desde el distrito comercial de la calle California y avanza por el norte hasta el barrio latino: una zona de dos manzanas de ancho por seis de largo. Antes del incendio vivían casi veinticinco mil chinos en esas doce manzanas. No creo que ahora la población llegue a un tercio de eso.

La avenida Grant, calle principal y espina dorsal de esa zona, es un paseo compuesto, en su mayor parte, por tiendas chabacanas que alimentan el comercio turístico y casas chillonas de chop-suey, en las que el bullicio de las orquestas de jazz norteamericanas ahoga el trino de alguna que otra flauta china. Un poco más allá no hay tanta pintura ni tanto dorado y se puede oler el auténtico aroma chino de especias, vinagre y alimentos secos. Si uno abandona las calles principales y los lugares más vistosos y se pone a curiosear por los callejones y en los rincones oscuros, sin que le pase nada, lo más probable es que vea cosas bien interesantes, aunque algunas puedan no gustarle.

De todos modos, yo no iba curioseando cuando doblé la esquina de la avenida Grant con la calle Clay y subí por el callejón Spofford en busca de la casa de escalones y puerta rojos que, según Cipriano, pertenecía a Chang Li Ching. Sí me detuve unos segundos a echar un vistazo por Waverly Place al pasar por ahí. El filipino me había dicho que había unos chinos extraños viviendo allí y que le parecía que desde su casa se podía llegar a la de Chang Li Ching; y Dick Foley había seguido al Mudito Uhl hasta allí.

Sin embargo, no fui capaz de determinar por qué era tan importante esa casa. Cipriano había dicho que estaba a cuatro portales de la casa de apuestas de Jair Quon, pero yo no conocía ese antro. Waverly Place era un paradigma de paz y tranquilidad en aquel momento. Un chino gordo apilaba cajas de verduras delante de la tienda de comestibles. Media docena de críos de piel amarilla jugaban a las canicas en medio de la calle. En la otra acera, un joven rubio con traje de lana subió los seis escalones que llevaban del sótano a la calle y, antes de que se cerrase la puerta tras él, alcancé a ver por un instante la cara de una mujer china. Calle arriba, un camión descargaba rollos de papel delante de una de las plantas de impresión de un periódico chino. Un guía raído sacaba a cuatro paseantes del templo de la Reina de los Cielos, una casa que olía a incienso, junto a los cuarteles generales de la asociación Sue Hing.

Seguí hasta el callejón Spofford y no me costó nada encontrar la casa. Era un edificio destartalado con los escalones de acceso y la puerta del color de la sangre seca, las ventanas cerradas a cal y canto con trancas gruesas y bien clavadas. Lo que la hacía destacar entre las casas contiguas era que la planta baja no era una tienda, ni un local de negocios. En Chinatown son muy escasos los edificios destinados exclusivamente a vivienda; casi siempre se cede la planta de la calle a los negocios y la parte residencial queda para el sótano o los pisos superiores.

Subí los tres escalones de acceso y llamé con los nudillos a la puerta roja.

No pasó nada.

Volví a llamar, ahora con más fuerza. Nada otra vez. Lo intenté de nuevo y esta vez obtuve recompensa en forma de unos crujidos y rasguidos que sonaron dentro.

Eso duró al menos un par de minutos y luego se abrió la puerta…, apenas diez centímetros.

Un ojo rasgado y una rodaja de un rostro marrón y arrugado me miraban por la rendija, por encima de la gruesa cadena que retenía la puerta.

—¿Qué quelel?

—Quiero ver a Chang Li Ching.

—No sabel. A lo mejol otla acela.

—Seguro. Deja tu puertecita y vete corriendo a decir a Chang Li Ching que lo quiero ver.

—¡No posible! No conocel Chang.

—Tú dile que estoy aquí —insistí, antes de dar la espalda a la puerta. Me senté en el escalón superior y, sin mirar a mi alrededor, añadí—: Esperaré.

Mientras sacaba los cigarrillos se hizo el silencio a mis espaldas. Luego se cerró la puerta suavemente y tras ella empezaron otra vez los chasquidos y los crujidos. Me fumé un cigarrillo y luego otro y dejé pasar el tiempo, esforzándome por fingir que tenía toda la paciencia del mundo. Confiaba en que el hombre amarillo no me iba a ridiculizar dejándome allí sentado hasta que me hartara.

Iban pasando chinos arriba y abajo por el callejón, arrastrando los pies con aquellos zapatos estadounidenses que nunca les irán bien. Algunos me miraban con curiosidad, otros no me prestaban la menor atención. Pasó una hora malgastada y luego unos minutos y luego en la puerta empezaron a sonar aquellos crujidos y chasquidos que ya me parecían naturales.

La cadena tintineó al abrirse la puerta. No quise volver la cabeza.

—¡Váyase! No conocel Chang.

No dije nada. Si no pensaba abrirme, me hubiera dejado allí sentado sin prestarme más atención.

Una pausa.

—¿Qué quelel?

—Quiero ver a Chang Li Ching —dije, sin mirar alrededor.

Otra pausa, rematada por el golpe de la cadena contra el marco de la puerta.

—De acueldo.

Tiré la colilla a la calzada, me levanté y entré en la casa. En la penumbra distinguí unos cuantos muebles baratos y desastrados. Tuve que esperar mientras el chino aseguraba la puerta con cuatro trancas cruzadas, gruesas todas como brazos, y las fijaba con candados. Luego me saludó con una inclinación de cabeza y echó a andar arrastrando los pies: era un hombre pequeño, encorvado, con una cabeza amarilla y pelada y un cuello estrecho como un cordel.

Tras cruzar la primera sala me hizo pasar a otra más oscura todavía, luego a un pasillo y después bajamos por una escalera desvencijada. Había un olor muy fuerte a ropa enmohecida y tierra húmeda. Avanzamos por un suelo de tierra, doblamos a la izquierda y empecé a pisar cemento. Giramos otras dos veces en la oscuridad y luego subimos un tramo de escalones de madera sin desbastar para llegar a un pasillo bastante iluminado gracias al brillo de algunas lámparas eléctricas con pantalla.

En el pasillo mi guía abrió con llave una puerta y pasamos a una habitación en la que ardían unas cuantas barritas de incienso y, a la luz de una lámpara de aceite, se veían unas mesas rojas con tazas de té ante unos paneles de madera con inscripciones de ideogramas chinos en letras doradas, colgados de las paredes. Al otro lado de esa sala había otra puerta por la que nos adentramos en una oscuridad tan profunda que me vi obligado a agarrarme al faldón largo de la chaqueta de mi guía, hecha a medida.

Hasta entonces, el hombre no había echado una mirada atrás en todo el recorrido y ninguno de los dos había pronunciado palabra. Aquel correteo arriba y abajo, a derecha e izquierda, parecía inocuo. Si se divertía mareándome, bienvenido fuera. Bastante mareado estaba ya en lo relativo a nuestra ubicación. No tenía ni la menor idea de dónde estaba. Pero eso no me inquietaba tanto. Si se me iban a cargar, tampoco me resultaría más placentero por conocer mi situación geográfica. Y si todo acababa saliendo bien me daba lo mismo un sitio que otro.

Seguimos dando unas cuantas vueltas, subiendo y bajando escaleras y otras tonterías por el estilo. Calculé que llevaríamos ya casi media hora y aún no había visto a nadie más que mi guía.

Entonces vi otra cosa.

Íbamos por un pasillo largo y estrecho, con puertas marrones muy juntas a ambos lados. Estaban todas cerradas y, en aquella penumbra, parecían albergar algún secreto. Al abrigo de una de ellas, mis ojos captaron el destello apagado de un metal, un anillo oscuro en el centro de la puerta.

Me tiré al suelo.

Al caer, como si me hubieran golpeado, me perdí la llamarada. Pero oí el estallido y olí la pólvora.

Mi guía se volvió a toda prisa, girando sobre una zapatilla. Llevaba una automática en cada mano, grandes como cubos de carbón. Aunque estaba atareado en el intento de sacar también mi arma, no pude dejar de preguntarme dónde había escondido tanto hierro un tipo tan escuálido como aquel.

Las grandes armas que empuñaba el hombrecito me lanzaron llamaradas. Las estaba vaciando al estilo chino: crac, crac, crac.

Pensé que le fallaba la puntería y preparé el dedo sobre el gatillo. Pero me espabilé justo a tiempo para evitar el disparo.

No me estaba disparando a mí. Lanzaba su plomo contra la puerta que quedaba detrás de mí, las misma desde la que me habían disparado.

Rodé por el pasillo para alejarme de ella.

El flacucho se acercó un poco más y remató el bombardeo. Sus cartuchos habían cortado la madera en tiras, como si fuera papel. Las dos armas, ya descargadas, emitían chasquidos al disparar.

Se abrió la puerta, empujada por una piltrafa de hombre que se esforzaba por mantenerse en pie, agarrado al panel deslizante que había en el centro de la puerta.

El Mudito Uhl —ya con el centro del cuerpo desaparecido— fue deslizándose al suelo, donde más que un montón dejó apenas un charco.

El pasillo se llenó de gente amarilla, con armas negras que asomaban como zarzas en un moral.

Me levanté. Mi guía bajó las armas a los costados y cantó un solo gutural. Los chinos empezaron a desaparecer por distintas puertas, salvo cuatro que se pusieron a recoger lo que quedaba del Mudito Uhl después de veinte balazos.

El joven huesudo guardó las armas descargadas y se acercó a mí por el pasillo, con una mano tendida hacia mi pistola.

—Dámela —dijo en tono educado.

Se la di. Si me hubiese pedido los pantalones…

Con mi arma escondida en la pechera de su camisa miró como quien no quiere la cosa al bulto que ya se llevaban los cuatro chinos, y luego a mí.

—Ese no gustal mucho tú, ¿eh? —preguntó.

—No demasiado —admití.

—De acueldo. Te llevo.

El desfile de a dos arrancó de nuevo. El juego del carrusel emprendió otro tramo de escaleras y unos cuantos giros a derecha e izquierda y al fin mi guía se detuvo delante de una puerta y la rasgó con las uñas.