A las nueve de la mañana siguiente, martes, estaba hablando con Cipriano en el vestíbulo del bloque de apartamentos en el que trabaja. Sus ojos eran manchas de tinta negra en unos platos blancos. Creía haber encontrado algo.
—¡Sí, señor! Hay chinos extraños en la ciudad, algunos. Duermen en una casa en Waverly Place, en el lado oeste, a cuatro puertas de la casa de Jair Quon, donde a veces juego a los dados. Y hay más cosas: hablé con un blanco que sabe que son matones a sueldo de Portland y Eureka y Sacramento. Son hombres de Hip Sing… Pronto empezarán una guerra con los gánsteres asiáticos, a lo mejor.
—¿Y a ti esos pájaros te parecen matones?
Cipriano se rascó la cabeza.
—No, señor, quizá no. Pero a veces uno puede no parecerlo y luego disparar. Ese señor me dijo que eran hombres de Hip Sing.
—¿Quién era ese blanco?
—No sé cómo se llama, pero vive ahí. Un tipo bajo, blanco.
—¿Pelo gris, ojos amarillentos?
—Sí, señor.
Por poco probable que parezca, tenía que ser el Mudito Uhl. Uno de mis hombres engañaba al otro. De todos modos, el asunto de los gánsteres me había sonado mal desde el principio. De vez en cuando se meten en algún lío, pero normalmente les caen las culpas de crímenes ajenos. Casi todas las matanzas al mayor en Chinatown son el resultado de cuitas familiares, o de clanes.
—Y esa casa en la que crees que viven esos recién llegados… ¿Sabes algo de ella?
—No, señor. Pero a lo mejor desde allí se puede pasar a la casa de Chang Li Ching, en la otra calle, en el pasaje de Spofford.
—¿Y? ¿Y quién es ese Chang Li Ching?
—No lo sé, señor. Pero está allí. Nadie lo ve, pero todos los chinos dicen que es un gran señor.
—Ah, ¿sí? ¿Y su casa está en Spofford?
—Sí, señor, una casa con la puerta roja y unos escalones de acceso también rojizos. No le costará encontrarla, pero será mejor que no se meta en líos con Chang Li Ching.
No sabía si era un consejo o tan solo un comentario.
—Un pez gordo, ¿eh? —probé.
Pero era cierto que mi filipino no sabía nada del tal Chang Li Ching. Basaba su opinión sobre la grandeza del chino en la actitud que adoptaban sus paisanos cuando lo mencionaban.
—¿Has averiguado algo sobre esos dos chinos? —le pregunté cuando tuve claro lo que me quería decir.
—No, señor, pero lo conseguiré, apuéstese algo.
Le alabé por lo que había hecho, le dije que lo volviera a probar esa noche y volví a mi casa a esperar al Mudito Uhl, que había prometido presentarse allí a las diez y media. No eran todavía las diez cuando llegué yo, así que aproveché el tiempo que me sobraba para llamar a la oficina. Como el Viejo dijo que Dick Foley —nuestro as del seguimiento— estaba disponible, se lo pedí prestado. Luego preparé el arma y me senté a esperar a mi chivato.
Llamó al timbre a las once. Entró con el ceño tremendamente fruncido.
—No sé cómo diablos interpretarlo, muchacho —dijo, dándose importancia mientras liaba un cigarrillo—. Ahí está pasando algo, délo por hecho. La cosa no ha estado precisamente tranquila desde que los japos empezaron a comprar tiendas en las calles de los chinos, y quizás eso tenga algo que ver. Pero no hay ni un chino desconocido en la ciudad. ¡Ni uno solo! Me da la corazonada de que los que usted busca se han ido a L. A., pero espero saberlo a ciencia cierta esta noche. Tengo a un chino infiltrado para sacar información. Yo, en su lugar, haría vigilar los barcos de San Pedro. A lo mejor esos dos tipos se intercambian los papeles con un par de marinos chinos que quieran quedarse aquí.
—Entonces, ¿no hay ningún desconocido en la ciudad?
—Ninguno.
—Mudito —le advertí con amargura—. Eres un mentiroso y un tonto y te he tomado el pelo. Estabas implicado en esos asesinatos, y tus amigos también. Te voy a meter en la cárcel y luego te echaré encima a tus amigos.
Enseñé el arma, bien cerca de su cara, gris de puro susto.
—Estate quieto mientras llamo por teléfono.
Alargué la mano libre en busca del teléfono, sin quitarle el ojo de encima al Mudito.
No fue suficiente. El arma estaba demasiado cerca de él.
Me la quitó de un tirón. Salté hacia él.
El arma dio la vuelta en sus dedos. La agarré… Demasiado tarde. Se disparó y el cañón estaba a menos de un palmo de la parte más gruesa de mi cuerpo. La llamarada me abrasó.
Agarrado al arma con las dos manos, caí replegado al suelo. Mudito se largó y dejó la puerta abierta.
Con una mano en el vientre ardiente, llegué hasta la ventana y agité un brazo en el aire para llamar la atención de Dick Foley, que estaba esperando en una esquina de mi calle, algo más abajo. Luego me fui al baño, a mirarme la herida. ¡Las balas de fogueo hacen daño cuando te dan de tan cerca!
El chaleco, la camisa y la camiseta interior estaban destrozados, y tenía una quemadura fea en la piel. Le puse grasa, un cojín de gasa encima, me cambié de ropa, volví a cargar el arma y me fui a la oficina a esperar noticias de Dick. Parecía que había ganado la primera parte de la partida. Con o sin heroína, el Mudito Uhl no me habría atacado si mi intuición —basada en sus esfuerzos por disimular el tamaño de las pupilas y en la mentira que me había soltado sobre la ausencia de extraños en Chinatown— no hubiese dado cerca del blanco.
Dick no tardó en reunirse conmigo.
—¡Buena cosecha! —dijo al entrar. Ese canadiense bajito habla como el telegrama de un tacaño—. Corriendo al teléfono. Ha llamado al hotel Irvington. Cabina, no he podido oír nada pero tengo el número. Debería bastar. Luego, a Chinatown. Se ha metido en un sótano al oeste de Waverly Place. No he podido acercarme lo suficiente para concretar el sitio. Me daba miedo correr el riesgo de quedarme por ahí. ¿Qué te parece?
—Me parece bien. Démosle una ojeada al historial del Silbo.
Nos lo trajo un documentalista: un sobre abultado, del tamaño de un portafolio, lleno a rebosar de informes, recortes y cartas. La biografía del caballero, según constaba, era como sigue:
Neil Conyers, alias Silbo, nació en Filadelfia —en la zona de Whiskey Hill— en 1883. En el 94, a la edad de once años, lo recogió por la calle la policía de Washington. Había ido allí para alistarse en el llamado Ejército de Coxey, un grupo de manifestantes desempleados. Lo mandaron a casa. En el 98 lo arrestaron en su ciudad natal por apuñalar a otro tipo en una pelea por una de aquellas fogatas que solían encenderse la noche de las elecciones. Esta vez lo soltaron bajo custodia parental. En 1901, la policía de Filadelfia lo volvió a detener y lo acusó de liderar la primera banda organizada dedicada al robo de automóviles. Lo soltaron sin juicio por falta de pruebas. Sin embargo, el fiscal del distrito perdió el puesto como consecuencia del escándalo resultante. En 1908 Conyers apareció en la costa del Pacífico —en Seattle, Portland, San Francisco y Los Ángeles— en compañía de un timador conocido como Duster Hughes. A Hughes lo mató de un tiro al año siguiente un hombre a quien había estafado en un trato para una inexistente fabricación de aeroplanos. A Conyers lo arrestaron por el mismo asunto. Dos miembros del jurado se opusieron y hubo que soltarlo. En 1910, el departamento de Delitos Postales lo atrapó en la famosa redada contra los promotores de orden especulativo. Una vez más, faltaron pruebas para poderlo encerrar. En 1915 la ley lo pilló por primera vez. Fue a San Quintín por estafar a unos extranjeros en la Exposición Internacional de Panamá-Pacífico. Pasó tres años allí. En 1919, él y un japo llamado Hasegawa timaron a la colonia japonesa de Seattle veinte mil dólares con una treta en la que Conyers se hacía pasar por un americano que había tenido un cargo en el ejército japonés durante la última guerra. Llevaba una medalla falsa de la Orden del Sol Naciente, supuestamente prendida en su solapa por el emperador. Cuando se descubrió la trampa, la familia Hasegawa devolvió los veinte mil. Conyers se libró con un buen beneficio y ni siquiera obtuvo una publicidad desagradable. La cosa se acalló. Volvió a San Francisco, se compró el hotel Irvington y desde entonces llevaba cinco años viviendo allí sin que nadie pudiera añadir palabra alguna a su historial delictivo. Algo tramaba, pero nadie conseguía descubrir qué era. No cabía ni la menor posibilidad de meter a un detective en su hotel como cliente. En apariencia, nunca había una habitación disponible en aquel hotel. Era tan exclusivo como el Pacific-Union Club.
Así que ese era el propietario del hotel al que el Mudito Uhl había llamado antes de meterse en su madriguera de Chinatown.
Yo nunca había visto a Conyers. Dick tampoco. En el sobre había un par de fotos. Una era el primer plano de frente y de perfil que le había sacado la policía local al detenerlo por la acusación que acabaría dando con él en San Quintín. La otra era un retrato de grupo, vestido de gala, con su falsa medalla japonesa en el pecho, Conyers estaba plantado entre media docena de japoneses de Seattle a los que había engañado: una foto tomada con flash cuando los llevaba al matadero.
Según se veía en esas fotos era un pájaro grande, entrado en carnes, con pinta de pomposo, mentón grande y cuadrado y mirada astuta.
—¿Crees que lo reconocerías? —pregunté a Dick.
—Claro que sí.
—Podrías ir por ahí, a ver si consigues una habitación o un apartamento por el vecindario, un sitio desde el que se pueda vigilar el hotel. Igual tienes ocasión de seguirlo de vez en cuando.
Me guardé las fotos en el bolsillo por si hacían falta, metí el resto del material en su sobre y me fui al despacho del Viejo.
—He preparado la estratagema de la agencia de contratación —dijo—. Un tal Frank Paul, que tiene un rancho más allá de Martínez, estará en el local de Fong Yick’s el jueves a las diez de la mañana, representando su papel.
—¡Qué bien! Ahora me voy de visita a Chinatown. Si no sabe de mí dentro de un par de días, pida por favor a los basureros que tengan cuidado con lo que barren.
Dijo que sí.