II

La casa de los Shan era un edificio grande de piedra arenisca que se alzaba entre tierras cubiertas de césped. Estaba aislada por tres lados con un seto que llegaba a la altura del hombro. La cuarta frontera era el océano, que en aquel punto se adentraba hasta dejar una muesca en la costa, entre dos pequeños cabos rocosos.

La casa estaba llena de adornos colgados: tapices, retratos y cosas por el estilo, una mezcla de objetos de América, Europa y Asia. No pasé mucho tiempo dentro. Después de echarle un vistazo al armario de la ropa de cama, a la tumba del sótano, que seguía abierta, y a la danesa pálida y de rasgos gruesos que se ocupaba de la casa mientras Lillian Shan buscaba un nuevo destacamento de sirvientes, salí de nuevo al exterior. Curioseé por los jardines un rato, asomé la cabeza en el garaje, donde había dos coches, aparte del que nos había llevado hasta allí, y luego me fui a pasar el resto de la tarde hablando con los vecinos de la chica. Nadie sabía nada. Como estábamos en lados distintos de la partida, no perseguí a los agentes del sheriff.

Al atardecer estaba ya de vuelta en la ciudad y me dirigía al edificio de apartamentos en el que había pasado mi primer año en San Francisco. Encontré al tipo que buscaba en el cubículo que tenía por habitación, cuando cubría su cuerpo pequeño con una camisa de color cereza que merecía una buena mirada. Cipriano era el muchacho filipino de cara brillante que vigilaba la puerta de entrada del edificio durante el día. Por la noche, como a todos los filipinos de San Francisco, se lo podía encontrar en la calle Keamy, justo debajo de Chinatown, salvo cuando estaba en una casa de juegos china, pasando dinero a sus hermanos amarillos.

En una ocasión, medio en broma, le había prometido que, si se terciaba, le daría una oportunidad para hacer de sabueso. Me pareció que en aquel momento me sería útil.

—¡Entre, señor!

Estaba sacando una silla de un rincón para mí, entre reverencias y sonrisas. No sé qué otras cosas harán los españoles que gobiernan a esta gente, pero desde luego los vuelven educados.

—¿Qué se cuece en Chinatown últimamente? —le pregunté mientras terminaba de vestirse.

Me mostró sus dientes blancos en una sonrisa.

—Ayer gané once pavos en una partida.

—¿Y te estabas preparando para volvértelos a jugar?

—¡Todos no, señor! Me he gastado cinco en esta camisa.

—Muy bien hecho —aplaudí la sabiduría de invertir parte de las ganancias del fan-tan—. ¿Qué más se cuenta por ahí?

—Nada especial, señor. ¿Busca algo?

—Sí. ¿Has oído hablar de los asesinatos de la semana pasada por allá abajo? ¿Las dos mujeres chinas?

—No, señor. Los chinos no hablan mucho de esas cosas. No son como nosotros, los americanos. He leído esa historia en los periódicos, pero no he oído nada.

—¿Hay muchos desconocidos últimamente en Chinatown?

—Siempre los hay, señor. Pero creo que hay algunos chinos nuevos. Aunque también puede ser que no.

—¿Te apetecería hacer un trabajito para mí?

—¡Sí, señor! ¡Sí, señor! ¡Sí, señor!

Lo dijo más veces todavía, pero baste para hacerse una idea. Mientras lo decía se arrodilló para sacar una maleta que tenía debajo de la cama. De la maleta sacó unos puños americanos y un revólver reluciente.

—¡Espera! Quiero información, no que te cargues a alguien para mí.

—Yo no me cargo a nadie —me tranquilizó, mientras se metía las armas en los bolsillos del pantalón—. Solo llevo esto… Quizá lo necesite.

Lo dejé pasar. Si quería castigarse las rodillas cargando una tonelada de hierro, a mí me daba igual.

—Esto es lo que quiero: dos sirvientes se escaparon de esa casa. —Describí a Yin Hung y Hoo Lun—. Quiero encontrarlos. Quiero saber cualquier cosa que se diga en Chinatown sobre esos crímenes. Quiero saber quiénes son los parientes y familiares de las muertas, de dónde eran. Y lo mismo para esos dos hombres. Quiero saberlo todo sobre esos chinos extraños: adónde van cuando salen, dónde duermen, qué traman.

»Bueno, no intentes averiguar todo eso en una noche. Si consigues saber algo en una semana ya será mucho. Aquí tienes veinte dólares. Cinco son tu paga de esta noche. Los otros los puedes usar para moverte por ahí. No hagas la tontería de meter la nariz donde no debas, que te podrías hacer mucho daño. Tómatelo con calma, a ver qué encuentras para mí. Pasaré a verte mañana.

Desde la habitación del filipino me fui al despacho. Se habían ido todos menos Fiske, el vigilante nocturno, pero este creía que el Viejo pasaría por ahí al cabo de un rato.

Fumé, fingí escuchar la versión de Fiske de todos los chistes que se habían contado en el teatro Orpheum aquella semana y refunfuñé un poco sobre mi caso. Era demasiado conocido en Chinatown para averiguar nada con discreción. No estaba seguro de que Cipriano fuera una gran ayuda. Necesitaba alguien que estuviera metido en el ajo.

Pensando en eso, me vino a la mente Uhl, el Mudito. Uhl era un mimo que se había quedado sin trabajo. Cinco años antes, era el rey del mundo. Si un día el recorrido por su ruta de edificios de oficinas con su cara triste, su teatrillo ambulante y el cartel que rezaba «Soy sordo y mudo» no le servía para ganar veinte dólares, lo consideraba un día perdido. Su gran mérito era la capacidad para hacer la estatua mientras los escépticos le gritaban, o hacían ruidos repentinos a su espalda. Cuando el Mudito estaba bien, ni siquiera un arma disparada junto a su oreja le hacía parpadear. Sin embargo, el exceso de heroína le había quebrado los nervios de tal modo que bastaba un mero susurro para hacerle saltar. Guardó los alfileres con que sujetaba el telón y el cartel: otro hombre arruinado por su vida social.

Desde entonces el Mudito se había convertido en chico de los recados para cualquiera que le pagara lo suficiente para sus dosis. Dormía en algún lugar de Chinatown y no le importaban demasiado las reglas del juego. Yo lo había usado para conseguir información sobre un escaparate roto, seis meses antes. Decidí volverlo a probar.

Llamé al local de Loop Pigatti, un antro de la calle Pacific, donde Chinatown limita con el barrio latino. Loop es un ciudadano duro, que regenta un lugar duro, y que se ocupa de su negocio, que consiste en que el antro dé dinero. A Loop todo el mundo le parece igual. Ya seas ratero, chivato, detective u obrero de la construcción, Loop te da una oportunidad y nada más. Pero puedes estar seguro de que cualquier cosa que le digas no pasará de él, salvo que se trate de algo que pueda perjudicar su negocio. Y es más que probable que cualquier cosa que te diga él sea cierta.

Contestó él mismo al teléfono.

—¿Me puedes conseguir al Mudito Uhl? —le pregunté después de saludarlo.

—Quizá.

—Gracias. Me gustaría verlo esta noche.

—¿Tienes alguna acusación contra él?

—No, Loop, ni creo que vaya a tenerla. Quiero que me consiga algo.

—De acuerdo. ¿Dónde lo quieres ver?

—Mándamelo a casa. Lo esperaré allí.

—Si viene —prometió Loop antes de colgar.

Dejé el recado a Fiske de que el Viejo me llamara nada más llegar y luego me fui a mi casa a esperar al confidente.

Llegó poco después de las diez: un hombre bajo, achaparrado, de rostro macilento, unos cuarenta años, con el pelo de color arratonado, con vetas de un blanco amarillento.

—Dice Loop que tienes algo para mí.

—Sí —le dije, al tiempo que le señalaba una silla y cerraba la puerta—. Compro información.

Se toqueteó el sombrero, estuvo a punto de escupir en el suelo, pero cambió de idea, se relamió los labios y alzó la mirada hacia mí.

—¿Qué clase de información? Yo no sé nada.

Me tenía desconcertado. Se suponía que en los ojos amarillentos del Mudito tenían que verse las pupilas de cabeza de alfiler típicas de los adictos a la heroína. Y no era así. Las pupilas eran normales. Eso no significaba que no lo hubiera dejado: había tomado cocaína para distenderlas hasta un tamaño normal. Lo raro era… ¿Por qué lo hacía? Normalmente no prestaba tanta atención a su aspecto como para llegar a ese extremo.

—¿Has oído algo sobre las chinas muertas la semana pasada en la casa de la costa? —le pregunté.

—No.

—Bueno —seguí, sin prestar atención a su negativa—. Busco un par de amarillos que se escaparon: Hoo Lun y Yin Hung. ¿Sabes algo de ellos?

—No.

—Si me encuentras a cualquiera de ellos te ganarás doscientos dólares. Y otros doscientos si me averiguas algo sobre los asesinatos. Y otros doscientos más si encuentras al chinito delgado de los dientes de oro que abrió la puerta a la señorita Shan y a su criada.

—No sé nada de todo eso —dijo.

Pero lo dijo de manera automática, mientras su mente permanecía ocupada con la suma de los cientos de dólares que acababa de agitar ante su cara. Supongo que sus sesos confundidos por la droga calcularon un total de unos cuantos miles. Se levantó de un salto.

—Ya veré qué puedo hacer. Qué le parece si me pasa cien ahora, a cuenta.

No me pareció bien.

—Los ganarás cuando entregues el material.

Tuvimos que discutirlo, pero al final se fue refunfuñando y gruñendo a buscar mi información.

Yo volví a la oficina. El Viejo no había llegado todavía. Llegó casi a la medianoche.

—Estoy usando otra vez al Mudito Uhl —le expliqué—. He metido a un chiquillo filipino en el caso también. Tengo otro plan, pero no conozco a nadie que pueda llevarlo a cabo. Creo que si ofreciéramos en algún lugar bien lejano un puesto de trabajo para un chófer y un criado capaz de llevar una casa, a lo mejor los desaparecidos caerían en la trampa. ¿Sabe de alguien que pueda hacernos ese favor?

—¿Qué estás pensando exactamente?

—Ha de ser alguien que tenga una casa en el campo, cuanto más lejos mejor, sobre todo si queda aislada. Tendrían que llamar a alguna de las agencias de empleo para chinos para decir que necesitan tres sirvientes: cocinero, chico para todo y chófer. Añadimos de propina el cocinero, para disimular la trampa. Ha de ser con alguien de absoluta confianza y, si queremos pescar bien, hemos de darles tiempo para investigar. Así que quien se encargue ha de tener sirvientes de verdad y ha de representar por el barrio la farsa de que se le despiden tres de ellos. Además, los sirvientes han de conocer la trampa. Y hemos de esperar un par de días para que a nuestros amigos les dé tiempo a investigar. Creo que lo mejor será usar la agencia de empleo Fong Yick’s, en la calle Washington.

»Quien lo haga podría llamar a Fong Yick’s mañana por la mañana y decir que pasaran el jueves por la mañana para ver a los candidatos. Hoy es lunes, sobra tiempo. Nuestro cómplice llega a la agencia de empleo el jueves a las diez. La señorita Shan y yo llegamos en taxi diez minutos después, cuando estén en pleno interrogatorio de los candidatos. Yo me bajo del taxi, entro en Fong Yick’s y agarro a cualquiera que se parezca a nuestros sirvientes desaparecidos. La señorita Shan entra uno o dos minutos después y lo comprueba, para que no detengamos a nadie equivocadamente.

El Viejo dio su conformidad con una inclinación de cabeza.

—Muy bien —dijo—. Creo que podré arreglarlo. Mañana te informaré. Me fui a casa, a la cama. Así terminó el primer día.