CORKSCREW

Hirviendo como una cafetera cuando aún no habíamos recorrido ni ocho kilómetros desde la salida de Filmer, el coche de línea me llevó hacia el sur entre el titilante calor y el implacable polvo blanco del desierto de Arizona.

Era el único pasajero. Al conductor le apetecía hablar tan poco como a mí. Circulamos toda la mañana por un territorio erizado de cactus y atiborrado de salvia, sin más conversación que los comentarios del conductor para maldecir la necesidad de pararse a añadir agua al motor estrepitoso. El coche fue reptando por la arena fina, serpenteó entre las elevadas paredes de las mesetas rojizas, se hundió en las quebradas secas —donde los matorrales polvorientos de mezquite parecían puntillas blancas bajo el fulgor del sol— y bordeó barrancos abruptos.

El sol se alzó en el cielo desvergonzado. Cuanto más alto lucía, más grande y caliente. Me pregunté cuánto podría elevarse la temperatura sin que estallaran los cartuchos del arma que llevaba bajo el brazo. No es que importase demasiado: si subía un poco más estallaríamos todos igualmente; el coche, el desierto, el conductor y yo desapareceríamos en un fogonazo explosivo. ¡Y no me importaba que ocurriese!

Ese era mi estado de ánimo mientras avanzábamos por una larga cuesta culminada por una cresta afilada, desde la que se descendía hasta Corkscrew.

No había ninguna hora del día a la que Corkscrew pudiera resultar impresionante. Aún lo era menos aquella tarde de domingo, al rojo vivo. Una calle de tierra reseguía el perfil retorcido del cañón llamado Tirabuzón, cuya traducción al inglés daba nombre al pueblo: Corkscrew. Lo llamaban pueblo, pero hasta llamarlo poblado hubiera sido una adulación: quince o dieciocho edificios destartalados, desmoronados en una calle irregular, con algunas chabolas andrajosas, pegadas a sus paredes, agazapadas junto a ellos como si quisieran alejarse de un salto.

Cuatro coches polvorientos se abrasaban en la calle. Entre dos edificios alcancé a ver un corral en el que media docena de caballos compartían el abatimiento bajo el techo de un cobertizo. Ninguna persona a la vista. Hasta el conductor del coche de línea, con un saco de correos lacio y aparentemente vacío, había desaparecido en un edificio que lucía el emblema del Adderly’s Emporium.

Cogí mis dos bolsas, grises de tanto polvo, salí del coche y crucé la calle hacia un rótulo desgastado por las inclemencias del tiempo, en el que apenas podían leerse las palabras «Cañón House» sobre la puerta de una casa de adobe, de dos pisos y techado de hierro.

Crucé la veranda de entrada, amplia, despintada y vacía, y empujé la puerta con un pie para pasar a un comedor en el que una docena de hombres y una mujer comían sentados ante mesas cubiertas con hule. En un rincón de la sala estaba la mesita del cajero; tras ella, en la pared, el tablón de las llaves. Entre este y la mesita, un hombre regordete, cuyos escasos pelos tenían exactamente el mismo tono que su piel macilenta, permanecía sentado en un taburete y fingía no haberme visto.

—Una habitación y mucha agua —dije, soltando las bolsas.

—Tendrá su habitación —dijo el hombre cetrino—, pero el agua no le servirá de nada. En cuanto beba y se lave volverá a estar sediento y sucio otra vez. ¿Dónde diablos está el libro de inscripciones?

Como no lo encontraba, deslizó un sobre viejo hacia mí por encima de la mesita.

—Apúntese en el dorso. ¿Estará poco tiempo con nosotros?

—Es lo más probable.

A mi espalda se movió una silla.

Al volverme vi a un hombre larguirucho, con unas enormes orejas rojas, que se levantaba apoyando las manos en la mesa:

—Seeñoreesssh y señoraaas —declaró con toda solemnidad—. Ha llegado la hora de poportarssse bien y ssasacar la calceceta. ¡La leley ha llegado al condado de Orilla!

El borracho me dedicó una reverencia, casi tumbó su plato de huevos con jamón y se volvió a sentar. Los demás comensales lo aplaudieron con un redoble de tenedores y cuchillos en las mesas.

Los repasé con la mirada mientras ellos hacían lo mismo conmigo. Una mezcla bien surtida: jinetes ajados por el tiempo, trabajadores torpes y musculosos, hombre con la complexión macilenta de los trabajadores nocturnos. La única mujer de la sala no podía ser de Arizona. Era una chica flaca de unos veinticinco, con unos ojos oscuros demasiado brillantes, pelo negro corto y una belleza elegante que la señalaba como procedente de algún lugar más grande que aquel. Seguro que la han visto, a ella o a sus hermanas, en ciudades grandes, en esos sitios que siguen abiertos al salir del teatro.

El hombre que la acompañaba era un tipo de campo: delgado, veintipocos años, no muy alto, con unos ojos azules claros que sorprendían en una cara tan bronceada. Sus rasgos resultaban demasiado perfectos por la regularidad de su trazado.

—Entonces, ¿es usted el sheriff interino? —preguntó a mis espaldas el hombre cetrino.

¡Alguien había desvelado mi secreto!

—Sí —disimulé mi enojo con una sonrisa dedicada a él y a todos los comensales—. Pero estoy dispuesto a cambiar mi estrella por la habitación y el agua que me estaban ofreciendo.

Me acompañó a través del salón y subimos por la escalera hasta una habitación de paredes forradas de madera, en la parte trasera del segundo piso, donde me dijo:

—Es aquí.

Y se fue.

Hice lo que pude con el agua de una jofaina que había en el lavamanos para librarme de aquella mugre blanquecina que había acumulado. Luego saqué de las bolsas una camisa gris y un traje rayado y me puse el arma en una pistolera, en el hombro izquierdo, donde no pasaría inadvertida.

Metí una automática nueva del 32 en cada bolsillo lateral de la chaqueta: cacharros pequeños y de cañón corto, no mucho más útiles que un juguete. Su pequeñez me permitía llevarlas al alcance de las manos sin desvelar que el arma visible junto al hombro no era todo mi arsenal.

El comedor estaba vacío cuando volví a bajar. El pesimista cetrino que llevaba el negocio asomó la cabeza por una puerta.

—¿Hay alguna posibilidad de comer algo? —le pregunté.

—Difícilmente.

Con un golpe de cabeza señaló un cartel que rezaba: «Comidas de 6 a 8, de 12 a 2 y de 5 a 7».

—Algo encontrará en el bar del Sapo, si no es muy maniático —añadió en tono agrio.

Salí, crucé el soportal, demasiado caluroso para ociosos, y salí a la calle, vacía por la misma razón. Encontré el bar del Sapo acurrucado contra la pared de un edificio grande de adobe, de un solo piso, con el emblema «Border Palace» pintado a todo lo ancho de la fachada.

Era una choza pequeña —tres paredes de madera encajonadas contra la pared de adobe del Border Palace— en la que apenas cabía la barra para comer, con ocho taburetes, unos fogones, un puñado de utensilios de cocina, la mitad de las moscas del mundo, un catre de hierro detrás de una cortina de arpillera a medio correr y el propietario. En alguna ocasión la habían pintado de blanco por dentro. Ahora tenía un color entre el humo y la grasa, salvo en las zonas tapadas por carteles hechos a mano con inscripciones como «Comidas a todas horas», «No se fía» y los precios de diversos platos. Esos carteles eran de un gris amarillento ala de mosca.

El propietario era un hombre bajo, viejo, flacucho, de piel oscura, arrugado y animoso.

—¿Es usted el nuevo sheriff? —preguntó.

Cuando sonrió pude ver que no tenía dientes.

—Interino —aclaré—. Y hambriento. Estoy dispuesto a comerme cualquier cosa que no me devuelva los mordiscos y que no se tarde mucho en preparar.

—¿Seguro? —Se volvió hacia los fogones y empezó a remover las sartenes—. Necesitamos sheriffs —dijo sin mirarme.

—¿Le ha molestado alguien?

—A mí no me molesta nadie, mire lo que le digo. —Trazando una floritura con la mano, agarró un bote de azúcar que había detrás de la barra, debajo de unos estantes—. Me los cargo sin problema.

Por un lado del bote asomaba el cañón de una escopeta. Tiré de él: una escopeta de dos cañones muy recortados. A corta distancia era un arma muy peligrosa.

La devolví a su escondite mientras el anciano empezaba a ponerme una serie de platos delante.

Con la barriga llena y un cigarrillo encendido, salí de nuevo a las malditas calles. Desde el Border Palace llegaba el entrechocar de las bolas de billar. Siguiendo la pista de ese sonido, entré por la puerta.

En una sala grande había cuatro hombres inclinados ante un par de mesas de billar, con otros cinco o seis mirando desde unas sillas alineadas contra la pared. A un lado de la sala había una barra de roble. Por una puerta abierta más allá se colaba el sonido de una partida de cartas.

Se me acercó un tipo grande con la panza cubierta por un chaleco blanco y una camisa en cuyo cuello abierto relucía un diamante, con un hoyuelo tan grande que le dividía la barbilla en tres secciones, la cara sonrosada y una sonrisa profesionalmente jovial.

—Yo soy Bardell —se presentó, al tiempo que me tendía una mano gruesa, de uñas brillantes, en la que resplandecían más diamantes—. Este antro es mío. Encantado de conocerle, sheriff. Sabe Dios que lo necesitamos, espero que pase aquí mucho tiempo. A veces esos nativos —añadió con una risilla, señalando hacia los jugadores de billar— me dan un poco de trabajo.

Le permití que tirase de mi mano arriba y abajo como si fuera una bomba de agua.

—Permítame que le presente a los chicos —siguió, mientras me pasaba una mano por los hombros—. Esos son los jinetes del Circle H. A. R. —Señaló hacia los jugadores de billar, con su mano llena de anillos—. Menos Milk River, que es domador de caballos, y por eso mira a los demás trabajadores por encima del hombro.

El tal Milk River era el joven esbelto al que había visto sentado junto a la chica en el comedor de Cañón House. Sus compañeros eran jóvenes, aunque no tanto como él, con la piel marcada por el sol y el viento, las piernas arqueadas y botas de tacón. Buck Small era rubio y tenía los ojos saltones; Smith, rubio y bajo; Dunne, un irlandés larguirucho.

Los hombres que contemplaban la partida eran, en su mayor parte, trabajadores de la Colonia Orilla, o empleados de algunas granjas menores de la zona. Había dos excepciones: Chick Orr, bajo, grueso, de brazos fuertes, nariz informe, orejas caídas, incisivos de oro, manos retorcidas, como de boxeador; Gyp Rainey, un individuo de mentón caído, andrajoso, que llevaba la palabra «cocaína» escrita en la frente.

Precedido por Bardell, fui a la habitación trasera a conocer a los jugadores de póquer. Solo había cuatro. Las demás mesas de juego, el tablero del loto y la mesa de dados estaban vacíos.

Uno de los jugadores era el borracho de orejas grandes que me había dirigido el discurso de bienvenida en el hotel. Se llamaba Slim Vogel. Era un empleado del Circle H. A. R., igual que Red Wheelan, sentado a su lado. Los dos iban hasta arriba de licor. El tercer jugador era un hombre tranquilo, de mediana edad, llamado Keefe. El número cuatro era Mark Nisbet, un tipo delgado, pálido. Todo su cuerpo lo delataba como un jugador, desde sus ojos marrones de párpados caídos hasta la fina seguridad de sus dedos blanquecinos.

Daba la sensación de que Nisbet y Vogel no se llevaban demasiado bien.

Repartía Nisbet y ya habían empezado las apuestas. Vogel, que tenía el doble de fichas que los demás, apartó dos cartas para cambiar.

—¡Y esta vez las quiero de encima de la baraja!

No era un tono amable. Nisbet repartió las cartas sin ningún gesto que diera a entender que había oído el comentario. Red Wheelan cogió tres. Keefe no fue. Nisbet cambió una. Wheelan apostó. Nisbet lo vio. Vogel subió. Wheelan se plantó. Nisbet subió la apuesta. Vogel la vio de nuevo. Wheelan se retiró. Nisbet volvió a subir.

—Me juego algo a que tú también has sacado la tuya de encima de la baraja —refunfuñó Vogel hacia Nisbet, desde el otro lado de la mesa, mientras igualaba la apuesta de nuevo.

Nisbet levantó las cartas. Llevaba pareja de ases con rey. El vaquero tenía tres nueves.

Vogel soltó una carcajada mientras recogía las fichas.

—Si pudiera tener siempre un sheriff detrás de ti para vigilarte todo el rato, todo eso que ganaría.

Nisbet fingió estar ocupado ordenando sus fichas. Me puse en su lugar. Había jugado fatal su mano, pero ¿cómo se puede jugar bien contra un borracho?

—¿Qué le parece nuestro pueblecito? —preguntó Red Wheelan.

—Todavía no he visto gran cosa —dije, por esquivar la cuestión—. El hotel, el comedor… Es lo único que he visto.

Wheelan se rio.

—Entonces, ¿ya ha conocido al Sapo? Es amigo de Slim.

Todos menos Nisbet, incluido Slim Vogel, se echaron a reír.

—Una vez Slim intentó dejarle sin pagar unos centavos por un café y unas rosquillas. Dice que se olvidó de pagar, pero lo más probable es que se escaqueara. En cualquier caso, al día siguiente aparece el Sapo en el rancho, levantando polvo, con una escopeta bajo el brazo. Había cargado con aquel instrumento de destrucción durante veinte kilómetros por el desierto, a pie, para recaudar sus centavos. ¡Y los cobró! Le cobró las dos moneditas a Slim, justo entre el corral y la barraca, a punta de escopeta, como suele decirse.

Slim Vogel exhibió una sonrisa de arrepentimiento y se rascó una de sus enormes orejas.

—El viejo hijo de perra me vino a perseguir como si fuera un maldito ladrón. Si llega a ser un hombre, antes de pagarle lo mando al infierno. Pero qué le vas a hacer si es un viejo buitre que no tiene ni dientes para morderte.

Sus ojos empañados volvieron a posarse en la mesa y sus labios abiertos pasaron de la risa a una sonrisilla despectiva.

—Juguemos —gruñó, al tiempo que fulminaba a Nisbet con una mirada—. Esta vez le toca dar a un hombre honesto.

Bardell y yo volvimos a la parte delantera del edificio, donde los vaqueros seguían haciendo chocar las bolas por la mesa. Me senté en una de las sillas alineadas contra la pared y dejé que fueran hablando a mi alrededor. La conversación no era precisamente fluida. Se notaba que había un extraño.

Mi primer trabajo consistía en superar eso.

—¿Alguna idea…? —pregunté a nadie en particular—. ¿Alguna idea sobre dónde puedo encontrar un caballo? Uno que no sea demasiado nervioso para un jinete vago como yo.

—Tal vez pueda conseguir uno en el establo de Echlin —dijo lentamente Milk River, posando en mí la mirada inocente de sus ojos azules—. Aunque lo más probable es que no tenga ninguno capaz de sobrevivir mucho tiempo si lo aprieta un poco. ¿Sabe qué le digo? Peery, el del rancho, tiene un jamelgo que le irá muy bien. No se lo querrá vender, pero si lleva dinero de verdad y se lo pasa por la cara, a lo mejor le hace un trato.

—No me estará empujando a comprar un caballo que luego no pueda manejar, ¿no? —pregunté.

Entornó sus ojos claros.

—Yo no le empujo a nada, señor —contestó—. Usted ha pedido información. Yo se la doy. Aunque no me importa decirle que cualquiera que sea capaz de aguantar en una mecedora puede montar ese jamelgo.

—Está bien. Mañana iré.

Milk River dejó el palo de billar, con el ceño fruncido.

—Ahora que lo pienso, mañana Peery estará en el campo bajo. Le digo una cosa: si no tiene nada mejor que hacer, nos vamos para allá ahora mismo.

—Bien —dije, levantándome.

—¿Vosotros os vais a casa? —preguntó Milk a sus compañeros.

—Sí —dijo Smith, como quien no quiere la cosa—. Mañana hemos de salir pronto, así que deberíamos empezar a pasar, supongo. Voy a ver si Slim y Red están listos.

No lo estaban. La voz desagradable de Vogel llegó por la puerta abierta.

—¡Estoy instalado aquí! Tengo este reptil por aquí y solo es cuestión de tiempo que se vea obligado a correr el riesgo de sacar las cartas por debajo de la baraja para salvar el culo. Y eso es exactamente lo que espero. A la primera que se despiste le voy a cascar la nuez de Adán.

Smith volvió con nosotros.

—Slim y Red seguirán jugando un rato. Alguien los llevará cuando se harten.

Milk River, Smith, Dunne, Small y yo salimos del Border Palace.

A tres pasos de la puerta se abalanzó hacia mí un tipo encorvado, de bigote blanco y camisa sin cuello con la pechera rígida.

—Me llamo Adderly —se presentó, con una mano tendida hacia mí y la otra extendida para señalar el Adderly’s Emporium—. ¿Tiene un minuto? Me gustaría presentarle a unas cuantas personas.

Los hombres del Circle H. A. R avanzaban lentamente hacia un coche aparcado en la calle.

—¿Pueden esperar un par de minutos? —les pedí.

Milk River miró hacia atrás.

—Sí. Tenemos que echarle gasolina y agua al cacharro. No tenga prisa.

Adderly me llevó hacia su tienda sin dejar de hablar mientras caminábamos.

—Algunos de los mejores elementos están en mi casa, casi todos están ahí. Gente que le apoyará si ha venido a traer el miedo de Dios a Corkscrew. Estamos cansados, hartos de estos follones perpetuos.

Pasamos por su tienda, cruzamos un patio y llegamos a su casa. Había una docena de personas, o más.

El reverendo Dierks —un tipo larguirucho, demacrado, con una boca prieta en medio de una cara grande y fina— me soltó un discurso. Me llamó hermano; me dijo que Corkscrew era un lugar perverso; y me dijo que él y sus amigos estaban listos para testificar bajo juramento para que se emitiera una orden de arresto contra varios hombres que habían cometido unos sesenta delitos durante los dos últimos años.

Los tenía a todos en una lista de nombres, fechas y horas, que procedió a leerme. En aquella lista figuraba al menos una vez toda la gente que había conocido ese mismo día, salvo los allí reunidos, junto con un montón de nombres que no me sonaban de nada. Los delitos iban del asesinato a la intoxicación y el uso de palabras profanas.

—Si me entrega esa lista, la estudiaré —prometí.

Me la dio, pero no estaba dispuesto a permitir que le diera largas con una promesa.

—Retrasar el castigo de la perversión, así sea por una hora, implica asociarse con la misma, hermano. Usted ha estado en esa casa del pecado regentada por Bardell. Ha oído como profanaban el sabbat con el ruido de sus bolas de billar. ¡Ha olido la peste del ron ilegal en el aliento de los hombres! ¡Golpee ahora, hermano! No permita que se diga que ha consentido el vicio desde su primer día en Corkscrew. Entre en ese infierno y cumpla con su misión como agente de la ley y como cristiano.

Era todo un pastor; no me dio ninguna risa.

Miré a los demás. Estaban sentados —hombres y mujeres— al borde de sus sillas. En sus caras había las mismas expresiones que se ven en torno al cuadrilátero segundos antes de que suene el gong de arranque.

La señora Echlin, esposa del lacayo, una mujer de cuerpo y rostro angulares, captó mi mirada con sus ojos, duros como guijarros.

—Y esa descocada de vida alegre que se hace llamar señora Gaia… ¡Y las tres zorras que fingen ser hijas suyas! No será usted un gran sheriff interino si les deja pasar una noche más en esa casa suya… ¡para envenenar a todos los hombres del condado de Orilla!

Los demás dieron muestras vigorosas de conformidad.

La señorita Janey, maestra, con dentadura falsa y cara de amargada, aportó lo suyo:

—¡Y aún peor que esas…, esas criaturas, es la tal Clio Landes! Peor, porque al menos esas… Esas zorras —bajó la mirada, consiguió sonrojarse, miró con el rabillo del ojo al ministro—, esas zorras al menos son lo que son abiertamente. En cambio ella… Quién sabe lo mala que llegará a ser.

—No sé nada de ella —empezó Adderly, pero su esposa lo hizo callar.

—Yo sí —ladró. Era una mujer grande y bigotuda, cuyo corsé dibujaba nudos y puntos en el vestido negro brillante—. La señorita Janey tiene toda la razón.

—¿Está en su lista esa tal Clio Landes? —pregunté, porque no lo recordaba.

—No, hermano, no está —dijo el reverendo Dierks, en tono de lamento—. Pero solo porque es más sutil que los demás. Claro que Corkscrew estaría mejor sin ella, una mujer cuyos valores morales son obviamente escasos, sin ningún medio de sustento y asociada con nuestro peor elemento.

—Encantado de conocerlos, señores —dije mientras plegaba la lista y me la metía en el bolsillo—. Y de saber que me prestarán su apoyo.

Me fui desplazando hacia la puerta, con la esperanza de escaparme sin más charla. Imposible. El reverendo Dierks me siguió.

—¿Va a golpear ahora mismo, hermano? ¿Llevará de inmediato la guerra de Dios a ese burdel y antro de juego?

—Estoy encantado de contar con su apoyo —dije—, pero no habrá detenciones al por mayor. Al menos, durante un tiempo. Esta lista que me han entregado… Haré lo que crea que debe hacerse cuando la haya examinado, pero no me voy a preocupar demasiado por un montón de faltas menores cometidas hace un año. Empezaré de cero. Lo que me interesa es lo que ocurra a partir de ahora. Ya nos veremos.

Y me fui.

El coche de los vaqueros estaba delante de la puerta de la tienda cuando salí.

—He conocido a los mejores elementos —expliqué mientras encontraba un hueco entre Milk River y Buck Small.

La cara de Milk River se llenó de arrugas en torno a los ojos.

—Entonces ya sabe la clase de gentuza que somos —dijo.

Conducido por Dunne, el coche nos sacó de Corkscrew por el extremo sur de la calle y luego tomó hacia el oeste por el lecho arenoso y rocoso de un barranco poco profundo. Tras una hora y media de sacudidas, sofocos y asfixias por el barranco, emprendimos un ascenso para abandonarlo y cruzamos hacia otro que parecía más grande y verde.

Al doblar una curva vimos alzarse los edificios del Circle H. A. R. Nos bajamos del coche al amparo de un techo bajo a cuya sombra ya descansaba otro vehículo. Un hombre de fuerte musculatura y huesos pesados salió de un edificio encalado y vino hacia nosotros. Tenía el rostro serio y oscuro. El bigote muy recortado y los ojos hundidos también eran oscuros. Me dijeron que era Peery, que manejaba el rancho por encargo del dueño, que vivía en el este.

—Quiere un caballo bueno y tranquilo —dijo Milk River a Peery—. Y hemos pensado que quizá podrías venderle tu Rollo. Nunca había oído hablar de un caballo tan tranquilo como ese.

Peery echó hacia atrás su sombrero de copa alta y se balanceó sobre los tacones.

—¿Tiene una idea de cuánto va a pagar por ese caballo?

—Si me va bien —contesté—, estoy dispuesto a pagar lo que cueste comprarlo.

—No está mal —dijo—. Qué tal si uno de vosotros, muchachos, le echa un lazo al cuello a ese jamelgo y lo trae para que el caballero le eche un vistazo.

Smith y Dunne se fueron juntos, fingiendo que lo hacían a regañadientes.

Al poco regresaron los dos vaqueros a caballo, con el jamelgo entre sus monturas, ya ensillado y embridado. Me fijé en que cada uno le había echado un lazo. Era un bicho desgarbado, del color de los limones antes de madurar, con una cabeza triste y gacha y hocico de emperador romano.

—Ahí está —dijo Peery—. Pruébelo, y luego hablaremos de dinero.

Tiré el cigarrillo y me acerqué al jamelgo. Me miró con un ojo lóbrego, sacudió una oreja y siguió mirando el suelo con tristeza. Dunne y Smith le soltaron los lazos y yo monté en la silla.

Rollo se quedó quieto conmigo encima hasta que los otros dos caballos se apartaron de su lado.

Y entonces me mostró de qué era capaz.

Saltó directo al aire y se quedó tanto tiempo suspendido que pudo darse la vuelta antes de bajar de nuevo. Se levantó sobre las piernas delanteras y luego sobre las traseras, y después dio otro salto.

No me gustó, pero tampoco fue una sorpresa. Me había dado cuenta de que yo era como el cordero que llevan al matadero. Era la tercera vez que me pasaba. Era mejor ponerle fin. Un hombre de ciudad en pleno campo está destinado a verse sobre una montura desagradable antes o después. Yo soy de ciudad, pero puedo llegar a montar si el caballo coopera. En cambio, cuando el caballo no quiere tenerme encima… Siempre gana él.

Rollo iba a ganar. No fui tan tonto como para malgastar energías luchando con él.

Así que cuando volvió a cambiar las patas de apoyo me alejé de él, manteniendo las piernas flexibles para que la caída no me destrozara.

Smith había atrapado al jamelgo amarillo y lo sujetaba ya por la cabeza cuando conseguí que mis rodillas se apartaran de mi frente y me puse en pie.

Peery, acuclillado, me miraba con el ceño fruncido. Milk River miraba a Rollo con una mirada que pretendía ser de absoluto asombro.

—Bueno, ¿qué le ha hecho a Rollo para que se comporte así? —me preguntó Peery.

—A lo mejor solo estaba jugando —sugerí—. Lo volveré a probar.

De nuevo Rollo se quedó quieto y triste hasta que me tuvo sentado encima con firmeza. Entonces le entraron las convulsiones hasta que yo caí con el cuello y un hombro por delante en un matorral.

Me levanté y me froté el hombro izquierdo, que se había golpeado con una piedra. Smith sujetaba el jamelgo. Los cinco hombres tenían el rostro serio y solemne. Demasiado serio y solemne.

—A lo mejor no le ha caído bien —opinó Buck Small.

—A lo mejor —admití mientras montaba en la silla por tercera vez.

El diablo alimonado ya se estaba calentando y empezaba a sentirse orgulloso de su obra. Me dejó permanecer a bordo más tiempo que antes, para poder tirarme con más fuerza.

Cuando caí delante de Peery y Milk River, estaba mareado. Me costó un poco levantarme, y tuve que quedarme quieto un momento hasta que empecé a notar la tierra bajo mis pies…

—Aguántenlo un par de segundos… —empecé.

Peery plantó su cuerpo grandullón delante del mío.

—Ya basta —dijo—. No voy a dejar que lo mate.

—Quítese de delante —gruñí—. Me gusta. Quiero más.

—No vuelva a montar en mi caballo —me devolvió el gruñido—. No está acostumbrado a jugar tan duro. Es capaz de hacerle daño, tirándose con esa fuerza.

Intenté pasar ante él. Me bloqueó el camino con un brazo fuerte. Le metí un puñetazo en toda su cara oscura.

Se tambaleó hacia atrás, ocupado en mantener los pies en el suelo.

Me acerqué a Rollo y monté en él a pulso.

A esas alturas ya contaba con la confianza del jamelgo. Éramos viejos amigos. No le importó mostrarme sus secretos. Hizo cosas que es imposible que haga un caballo.

Aterricé en el mismo matorral que ya me había acogido antes y me quedé donde había caído.

No sé si hubiera podido levantarme, suponiendo que quisiera. Pero no quería. Cerré los ojos y descansé. Si no había conseguido ya lo que me proponía al principio, estaba dispuesto a aceptar el fracaso.

Small, Dunne y Milk River me llevaron adentro y me tumbaron en un catre.

—Creo que ese caballo no sería muy bueno para mí —les dije—. Quizá sea mejor que busque otro.

—No se vaya a desanimar tan pronto —me aconsejó Small.

—Será mejor que se tumbe y descanse, amigo —dijo Milk River—. Como siga moviéndose se va a desmontar.

Seguí su consejo.

Cuando me desperté, ya había salido el sol y Milk River me estaba aguijoneando.

—¿Le parece que se va a levantar para desayunar, o tal vez prefiere que se lo suban a la habitación?

Me moví con cautela hasta que confirmé que estaba entero.

—Creo que podré arrastrarme hasta allí.

Se sentó en un catre que había al otro lado de la habitación y se lio un cigarrillo mientras yo me ponía los zapatos: la única prenda, aparte del sombrero, que me había quitado para dormir.

Al poco, me dijo:

—Siempre había creído que alguien que no supiera montar a caballo no podía valer mucho. Ahora ya no estoy tan seguro. Usted no sabe montar, ni aprenderá nunca. Parece que no tiene ni la menor idea de qué hacer después de sentarse en medio del animal. Sin embargo, de un hombre capaz de dejar que un potro salvaje lo revuelque tres veces pegando brincos y luego pelearse con un caballero que intenta impedirle que lo convierta en una costumbre no se puede decir que sea blando. —Encendió el cigarrillo y luego partió la cerilla en dos—. Tengo un alazán y se lo puedo vender por cien dólares. No muestra ningún interés por controlar a las vacas, pero es un caballo maduro y no tiene maldad.

Metí la mano en la faltriquera y le dejé cinco billetes de veinte en el regazo.

—Será mejor que le eche un vistazo primero —objetó.

—Ya se lo ha echado usted —contesté en pleno bostezo. Me levanté—. ¿Dónde se desayuna?

Había seis hombres en la cabaña del comedor cuando entré yo. Tres eran trabajadores a los que aún no conocía. Peery, Wheelan y Vogel no estaban. Milk River me presentó a los desconocidos como el sheriff saltarín y, entre bocados a la comida que un chino tuerto iba depositando en la mesa, el almuerzo se dedicó de manera casi exclusiva a los chistes sobre mis virtudes como jinete.

Ya me parecía bien. Estaba magullado y tieso, pero no me había llevado aquellos rasguños en balde. Me había ganado con ellos un lugar propio en aquella comunidad del desierto, y puede que hasta uno o dos amigos.

Salíamos ya a la calle, detrás del humo de nuestros cigarrillos, cuando oímos unos cascos al galope, acompañados por un remolino de polvo que se alzaba desde el barranco.

Red Wheelan se bajó del caballo y salió tambaleándose de la nube de polvo.

—¡Slim está muerto! —dijo con fuerza.

Media docena de voces se alzaron con sus preguntas. Él se balanceaba e intentaba dar respuesta. ¡Estaba como una cuba!

—Le ha disparado Nisbet. Me he enterado esta mañana, al despertarme. Le disparó en plena madrugada, delante del local de Bardell. Yo los dejé ayer, hacia la medianoche, y me fui a casa de Gaia. Me he enterado esta mañana. He salido a buscar a Nisbet pero… —Dirigió una mirada avergonzada a su pistolera vacía—. Bardell me quitó el arma.

Volvió a balancearse. Lo agarré para estabilizarlo.

—¡A los caballos! —chilló Peery detrás de mí—. ¡Vamos al pueblo!

Solté a Wheelan y me di media vuelta.

—Vamos al pueblo, pero no quiero ninguna tontería cuando lleguemos allí. Esto es cosa mía.

Peery me sostuvo la mirada.

—Slim era nuestro.

—Y quien lo haya matado es mío —respondí.

No se habló más, aunque me pareció que no había quedado claro.

Al cabo de una hora desmontábamos delante del Border Palace.

Habían juntado dos mesas para dejar encima el cuerpo, largo, delgado, envuelto en una manta. Ahí estaba la mitad de la población de Corkscrew. Detrás de la barra se veía el rostro de Chick Orr, maltrecho, duro, atento. Gyp Rainey estaba sentado en un rincón, liando un cigarrillo con tal temblor de manos que el suelo quedó rociado de briznas de tabaco. A su lado, sin prestar atención a nada, estaba sentado Mark Nisbet.

—Por Dios, cuánto me alegro de verlo —me dijo Bardell, con su cara regordeta pero no tan roja como el día anterior—. Hay que poner fin a esta costumbre de matar a la gente a la puerta de mi negocio. Y de eso se encargará usted.

Levanté una esquina de la manta y miré al muerto. Tenía un agujero en la frente, encima del ojo derecho.

—¿Lo ha visto el médico? —pregunté.

—Sí —respondió Bardell—. Lo ha visto el doctor Haley, pero no ha podido hacer nada. Debió de morir antes incluso de caer al suelo.

—¿Puede mandar a alguien a buscar a Haley?

—Creo que sí. —Bardell llamó a Gyp Rainey—. Cruza la calle corriendo y dile al doctor Haley que el sheriff interino quiere hablar con él.

Gyp pasó con cautela entre los vaqueros agrupados a la puerta y desapareció.

—¿Qué sabe del asesinato, Bardell? —empecé.

—Nada —dijo con mucho énfasis, antes de ponerse a contarme lo que sabía—. Nisbet y yo estábamos en la habitación trasera, contando los recibos del día. Chick estaba recogiendo la barra. No había nadie más. Serían la una y media, más o menos. Oímos el disparo, justo ahí delante, y salimos corriendo, claro. Chick llegó el primero porque estaba más cerca. Slim estaba en el suelo, muerto.

—¿Y luego qué pasó?

—Nada. Lo trajimos aquí. Adderly y el doctor Haley, que vive en la acera de enfrente, y el Sapo, que está ahí, al lado, habían oído el disparo y habían salido y… Y eso es todo.

Me volví hacia Gyp.

—Bardell ya lo ha dicho todo —confirmó.

—¿No sabes quién le disparó?

—No.

Vi el bigote blando de Adderly cerca de la entrada y le hice subir al tribunal a continuación. No pudo aportar nada. Había oído el disparo, había saltado de la cama, se había puesto los pantalones y los zapatos y había llegado justo a tiempo para ver a Chick arrodillado junto al muerto. No había visto nada que no hubiese mencionado Bardell.

Cuando terminé con Adderly aún no había llegado el doctor Haley y yo todavía no estaba listo para abrir fuego con Nisbet. Nadie más parecía saber nada.

—Vuelvo enseguida —dije.

Pasé entre los vaqueros para salir a la calle.

El Sapo le estaba dando un repaso necesario a su local.

—Bien hecho —le alabé—. Le hacía falta.

Se bajó de la barra, a la que se había subido para llegar al techo. En comparación, las paredes y el suelo ya estaban limpios.

—No creo que estuviera tan sucio —dijo, mostrando las encías desdentadas—. Pero si el sheriff viene a comer y pone mala cara, tendré que limpiarlo, ¿no?

—¿Sabe algo del asesinato?

—Claro que sí. Estaba en la cama y oí el disparo. Salí de un salto, cogí la escopeta y corrí hasta la puerta. Slim Vogel estaba tirado en la calle y a su lado, de rodillas, Chick Orr. Asomé la cabeza. El señor Bardell y Nisbet estaban junto a la puerta. El señor Bardell preguntó: «¿Cómo está?». Y Chick Orr le contestó: «Está bien muerto».

»Nisbet no dijo nada, se dio media vuelta y se metió dentro. Entonces llegaron el doctor y el señor Adderly y yo salí y cuando el doctor lo miró bien y confirmó que estaba muerto lo llevamos a cuestas al local de Bardell.

El Sapo no sabía nada más. Regresé al Border Palace. El doctor Haley, un hombrecillo quisquilloso, había llegado ya.

Dijo que lo había despertado el disparo, pero que no había visto nada, aparte de lo que ya me habían contado los demás. La bala era del 38. La muerte había sido instantánea. Menuda cosa.

Me senté en una esquina de la mesa de billar, mirando a Nisbet. Oí a mis espaldas un ruido de pies arrastrados y noté la tensión.

—¿Qué me puedes contar tú, Nisbet? —pregunté.

—Nada que sirva de ayuda —dijo, escogiendo las palabras lenta y cautelosamente—. Usted estuvo aquí por la tarde y vio cómo jugábamos Slim, Wheelan, Keefe y yo. Bueno, la partida siguió igual. Ganó un montón de dinero, o al menos daba la sensación de que a él le parecía un montón, mientras jugamos al póquer. Pero Keefe se fue antes de la medianoche y Wheelan poco después. Como no vino nadie más a jugar, no éramos suficientes para un póquer. Lo dejamos y empezamos a jugar a la carta más alta. Lo limpié: le saqué hasta el último centavo. Sería la una cuando se fue, digamos que media hora antes de que le disparasen.

—¿Usted y Vogel se llevaban bien?

Los ojos del jugador se posaron en los míos y luego volvieron al suelo.

—Sabe muy bien que no. Ya oyó cómo me trataba. Bueno, siguió así… O quizás al final se puso aún peor.

—¿Y usted se dejaba tratar así?

—Sí, eso hacía. Yo me gano la vida jugando a las cartas, no peleando.

—Entonces, ¿en la mesa no hubo ningún problema?

—No he dicho eso. Hubo problemas. Cuando lo dejé limpio estuvo a punto de sacar el arma.

—¿Y usted?

—Desenfundé más rápido que él. Le cogí el arma, la descargué, se la devolví y le dije que se largara.

—¿Y no lo volvió a ver hasta después del disparo?

—Eso es.

Me acerqué a Nisbet y le tendí una mano.

—Déjeme ver su arma.

Sacó el revólver ágilmente de entre la ropa, con la empuñadura por delante, y me lo puso en la mano. Una 38 S&W, con las seis cámaras cargadas.

—No lo pierda —le dije mientras se lo devolvía—. Puede que se lo vuelva a pedir más adelante.

Un rugido de Peery me obligó a volverme. Mientras lo hacía, metí las manos en los bolsillos de la chaqueta para entrar en contacto con los juguetes del 32.

Peery tenía la mano derecha cerca del cuello, a distancia idónea del arma que, según me constaba, llevaba por debajo del chaleco. Esparcidos tras él, sus hombres estaban tan listos como él para pasar a la acción.

—Quizá sea esa la idea de un sheriff interino sobre lo que debe hacerse —bramó Peery—, pero no es la mía. Esa mofeta mató a Slim. Slim se fue de aquí llevándose demasiado dinero. Esa mofeta le disparó sin darle siquiera una oportunidad de sacar la pipa, y luego recuperó su dinero. Si se cree que vamos a permitir…

—A lo mejor alguien tiene una prueba de algo y yo no lo he oído bien —interrumpí—. Tal como están las cosas, no tengo pruebas suficientes ira acusar a Nisbet.

—¡Al diablo las pruebas! Los hechos son hechos y usted lo sabe perfectamente…

—El primer hecho que debe aprenderse bien —lo interrumpí de nuevo— es que en esto mando yo. Y que mando a mi manera. ¿Tiene algo en contra?

—¡Mucho!

Una vieja pistola del 45 apareció en su puño. Florecieron armas en las manos de todos los hombres apostados tras él.

Me coloqué entre el arma de Peery y Nisbet, avergonzado por el ruidito que harían mis pistolas del 32 en comparación con el rugido de las armas que me apuntaban.

—Me gustaría… —Milk River se había apartado de sus colegas y estaba con los codos apoyados en la barra, de cara a ellos, un arma en cada mano, una especie de ronroneo en la voz indolente—. Me gustaría que quien quiera intercambiar un poco de plomo con nuestro interino saltarín pida turno. Me parece mejor de uno en uno. No me gusta la idea de agobiarlo.

Peery se puso escarlata.

—Pues a mí no me gustan… —bramó, dirigiéndose al chico—. No me gusta que una marioneta cobarde se cargue a los que cabalgan con ella.

A Milk River se le subió el color a la cara, pero mantuvo el ronroneo en la voz.

—Señor listillo, las cosas que a ti te gustan y las que te dejan de gustar se carecen tanto que no soy capaz de distinguirlas. Y no te olvides de que yo no soy uno de tus lacayos. Tengo un contrato contigo para amansarte unos mantos caballos, a diez dólares el animal. Aparte de eso, tú y los tuyos sois unos desconocidos para mí.

Se terminó la emoción. Toda la acción que parecía apunto de estallar había muerto entre tanta conversación.

—Tu contrato ha expirado hace un minuto —decía Peery a Milk River—. Puedes aparecer solo una vez más por el Circle H. A. R… O sea, cuando vengas a recoger lo que tengas por ahí. Estás despedido.

Volvió hacia mí su cara de mentón cuadrado.

—¡Y usted no se crea que está todo dicho!

Se dio media vuelta y sus ayudantes lo siguieron hacia los caballos.

Una hora después, Milk River y yo estábamos sentados en mi habitación de Cañón House, hablando. Yo había avisado a la autoridad del condado de que había trabajo para un forense y había encontrado un lugar donde guardar el cadáver de Vogel hasta que llegase.

—¿Me podrías decir quién ha hecho correr la gran noticia de que yo soy el sheriff interino? —le pregunté—. Se suponía que era un secreto.

—Ah, ¿sí? Nadie lo diría. Durante dos días enteros, el señor Turney no hizo otra cosa que ir por ahí contándole a la gente lo que pasaría cuando llegara el nuevo interino.

—¿Quién ese tal Turney?

—Es el caballero que dirige la compañía de la Colonia Orilla.

Así que el director local del negocio de mi cliente era quien había desvelado mi secreto.

—¿Tienes algo especial que hacer los próximos días? —le pregunté.

—Nada verdaderamente especial.

—Tengo sitio en la nómina para un hombre que conozca bien el territorio y pueda llevarme por él.

—Tendría que saber bien de qué se trata antes de aceptarlo —dijo lentamente—. Usted no es un interino normal y no es de por aquí. Ya sé que no es de mi incumbencia, pero no quiero dar palos de ciego.

Me pareció bastante sensato.

—Te lo voy a aclarar —me ofrecí—. Soy detective privado de la sucursal de San Francisco de la Agencia de Detectives Continental. Me han enviado aquí los accionistas de la Colonia Orilla. Han gastado mucho dinero para llevar el regadío a sus tierras y desarrollar sus cultivos y ahora están listos para venderlas.

»Según ellos, la combinación de agua y calor las convierte en tierras ideales para la agricultura, tan buenas como las de Imperial Valley. Aun así, parece que no se les acumulan los compradores. Así que los accionistas se figuran que lo que ocurre es que vosotros, habitantes nativos de este extremo del estado, sois tan duros que los pacíficos granjeros no quieren convivir con vosotros.

»No es ningún secreto que las dos fronteras de Estados Unidos están sembradas de territorios en los que la ley tiene tan poca vigencia como en los viejos tiempos. El tráfico de emigrantes da demasiado dinero y es demasiado fácil para no haber atraído a un montón de caballeros que no se preocupan demasiado por el origen de su dinero. Con solo 450 agentes de emigración divididos entre las dos fronteras, el gobierno no ha podido hacer gran cosa. La suposición oficial es que el año pasado se colaron 135 000 extranjeros en el país por la puerta trasera y por las laterales.

»Como este extremo del condado de Orilla no tiene ferrocarril, ni líneas telefónicas, se ha convertido en una de las principales zonas de tráfico y, en consecuencia, según esos hombres que me han contratado, tiene todo un surtido de maleantes. En otro caso que llevé hace un par de meses, me topé por casualidad con un grupo de traficantes y lo desmonté. La gente de la Colonia Orilla pensó que podría hacer lo mismo aquí abajo. Así que aquí me tienes, dispuesto a convertir esta parte de Arizona en tierra habitable para las señoritas.

»Pasé por la sede del gobierno del condado y me hice nombrar sheriff interino por si acaso me resultaba útil el cargo oficial. El sheriff dijo que aquí no había interino y que no tenía dinero para contratar uno, así que estaba feliz por reclutarme. Pero nos pareció que sería mejor guardar el secreto.

—Creo que se lo va a pasar de muerte —me sonrió Milk River—, así que voy a aceptar el trabajo que me ofrece. Pero yo no quiero ser interino. Seré de su equipo, pero no me quiero atar a nadie, así no tendré por qué defender leyes que no me gustan.

—Trato hecho. Y ahora… ¿Hay algo que deba saber?

—Bueno, no tiene que preocuparse por los del Circle H. A. R. Son bastante duros, pero no están traficando con emigrantes.

—De momento, me parece bien —convine—. Pero mi trabajo consiste en limpiar esto de gente conflictiva y, por lo que he visto, entran en esa categoría.

—Se lo va a pasar de muerte —repitió Milk River—. ¡Claro que son conflictivos! Pero ya me dirá cómo puede criar vacas Peery aquí abajo si no se rodea de una banda de gente tan dura como esos pistoleros que tan poco gustan a sus amigos de la Colonia Orilla. Y ya sabe cómo son los vaqueros. Si los mandan a un barrio duro se vuelven locos por demostrar que son tan duros como cualquiera.

—No tengo nada contra ellos… Siempre que se porten bien. ¿Y los que se dedican al tráfico?

—Creo que Bardell es el pez gordo que busca. Después de él… El gran ‘Nacio. ¿Todavía no lo ha visto? Un mexicano grande, de bigote negro que tiene un rancho en el cañón, unos siete u ocho kilómetros a este lado de la frontera. Cualquiera que cruce la frontera ha de pasar por su rancho. Aunque para demostrarlo se va a tener que romper un poco la cabeza.

—¿Él y Bardell trabajan juntos?

—Ajá… Yo diría que él trabaja para Bardell. Otra cosa que ha de incluir entre las tareas pendientes es que esos caballeros extranjeros que pagan para que les crucen la frontera no siempre llegan a donde querían. Ni siquiera en la mayoría de los casos. En estos tiempos no es nada inusual encontrarse unos cuantos huesos en pleno desierto, junto a lo que sería una tumba hasta que la abrieron los coyotes. ¡Y los zopilotes están engordando! Si el emigrante lleva algo de valor, o si da la casualidad de que hay un par de agentes del gobierno metiendo las narices por ahí, o si ocurre cualquier cosa que ponga nerviosos a los traficantes, suelen cargarse a sus clientes y los entierran ahí mismo.

El estruendo de la campana del almuerzo, en la planta de abajo, interrumpió de momento nuestra conversación.

Solo había ocho o diez comensales en la sala. Ninguno hombre de Peery entre los presentes. Milk River y yo nos sentamos a una mesa en un rincón del fondo. Íbamos por media comida cuando entró la chica de los ojos oscuros que había visto el día anterior.

Fue directa a nuestra mesa. Me levanté para enterarme de que se llamaba Clio Landes. Era la chica que los mejores elementos querían cargarse. Me dedicó una sonrisa veloz, un fuerte apretón con su mano delgada y se sentó.

—Me han dicho que te has vuelto a quedar sin trabajo, pedazo de vago —dijo a Milk River con una sonrisa.

Ya me había dado cuenta de que no era de Arizona. Aquella voz era de Nueva York.

—Si solo te han dicho eso, aún sé mucho más que tú. —Milk River le devolvió la sonrisa—. Tengo otro trabajo: pastor del rebaño de la ley y el orden.

A lo lejos sonó un disparo.

Seguí comiendo.

Clio Landes dijo:

—¿Los polis no os ponéis nerviosos con estas cosas?

—La primera regla —le dije— consiste en no permitir que nada interfiera con la comida, si se puede evitar.

Entró un hombre con mono de trabajo.

—¡Han matado a Nisbet en el local de Bardell! —gritó.

Milk River y yo fuimos al Border Palace de Bardell. La mitad de los comensales llegaron antes que nosotros, igual que la mitad de la población general.

Encontramos a Nisbet en la habitación trasera, tirado en el suelo, muerto. Los hombres que lo rodeaban le habían retirado la camisa y en el pecho se veía un agujero que bien podía proceder de un arma del 45.

Los dedos de Bardell se aferraron a mi brazo.

—¡No le han dado ni una oportunidad, los muy perros! —exclamó—. ¡A sangre fría!

—¿Quién le ha disparado?

—Algún jinete de la Circle H. A. R, puede apostarse el cuello.

—¿Lo ha visto alguien?

—Nadie entre los presentes admite haberlo visto.

—¿Cómo ha sucedido?

Mark estaba fuera. Chick y yo y cinco o seis de estos hombres estábamos con él. Mark ha vuelto a entrar. Justo cuando pasaba por la puerta… ¡Bang!

Bardell agitó un puño en el aire, en dirección a la ventana abierta.

Me acerqué a la ventana y me asomé. Entre el edificio y el filo abrupto del cañón Tirabuzón había una extensión de tierra rocosa de casi dos metros. Había una cuerda bien retorcida, atada en torno a un saliente de una roca al borde del cañón.

Señalé la cuerda.

Bardell se puso a soltar tacos como un salvaje.

—¡Si la hubiese visto lo habríamos pillado! Creíamos que nadie podía bajar por ahí, por eso no habíamos mirado bien. Hemos pasado por el borde, de un lado a otro, siempre mirando hacia los edificios.

Salimos al aire libre y me tumbé para mirar hacia abajo por el cañón. La cuerda, con un extremo atado al saliente, bajaba por el muro de piedra unos seis metros y luego desaparecía entre los árboles y arbustos de una plataforma estrecha que recorría la pared a esa altura. Desde aquella plataforma, cualquiera podía encontrar amplia cobertura para disimular su huida.

—¿Qué te parece? —pregunté a Milk River, que se había tumbado junto a mí.

—Una huida limpia.

Me levanté, cogí la cuerda y se la di.

—No me dice nada. Podría ser de cualquiera —dijo.

—¿El terreno te dice algo?

Sacudió la cabeza una vez más.

—Baja por el cañón y mira a ver si encuentras algo —le dije—. Yo cabalgaré hasta el Circle H. A. R. Si no descubres nada, acércate también con tu caballo.

Volví a entrar en la casa para seguir los interrogatorios. De los siete hombres presentes en el local de Bardell en el momento del disparo, tres parecían bastante fiables. Sus testimonios coincidían con el de Bardell en todos los detalles.

—¿No ha dicho que se iba a ver a Peery? —preguntó Bardell.

—Sí.

—Chick, trae los caballos. Tú y yo iremos con el interino y tráete a todos los hombres que quieran venir. Necesitará unas cuantas armas de apoyo.

—De eso nada —detuve a Chick—. Iré solo. Esto de las cuadrillas no va conmigo.

Bardell me miró con el ceño fruncido, pero luego movió la cabeza en señal de conformidad.

—Usted manda —concedió—. Me gustaría ir con usted, pero si quiere llevarlo de otra manera, supongo que tendrá razón.

En la caballeriza donde habíamos dejado las monturas me encontré a Mili River ensillándolas, así que salimos juntos del pueblo.

Aún no habíamos recorrido un kilómetro cuando nos separamos. Él tomó a la izquierda por una pista que se adentraba en el cañón y, volviendo la cara por encima del hombro, me dijo:

—Si llega antes de lo previsto, me puede recoger siguiendo el barranco en el que está encajado el rancho, al fondo del cañón.

Me metí en la quebrada que llevaba hacia el Circle H. A. R. El caballo grande y patilargo que me había vendido Milk River avanzaba ágil y cómodo conmigo encima. Apenas acabábamos de superar el mediodía y la excursión no era agradable. Del suelo de la quebrada brotaban oleadas de calor, el sol me molestaba en los ojos y el polvo me rebozaba la garganta.

Al pasar de aquel barranco al más grande, donde se insertaba el Circle H. A. R, me encontré a Peery esperándome.

No dijo nada, no movió ni una mano. Se limitó a permanecer sentado en el caballo, viendo cómo me acercaba. Llevaba dos del 45 en sendas pistoleras a ambos lados de las piernas.

Llegué a su lado y le mostré el lazo que había recuperado de la trasera del Border Palace. Mientras se lo mostraba me di cuenta de que no llevaba ninguna cuerda para decorar su silla.

—¿Sabe algo de esto? —le pregunté.

Miró la cuerda.

—Parece una cosa de esas que usan los hombres para arrastrar a los novillos de un lado a otro.

—No le puedo engañar, ¿verdad? —gruñí—. ¿Había visto esta en particular alguna vez?

Se tomó un minuto, o más, para pensar la respuesta.

—Sí —dijo al fin—. El caso es que he perdido esta misma cuerda esta mañana, en algún lugar entre aquí y el pueblo.

—¿Sabe dónde la he encontrado?

—No importa demasiado. —Alargó un brazo para cogerla—. Lo principal es que la ha encontrado.

—Tal vez sí que importe —dije, al tiempo que apartaba la cuerda para que no pudiera cogerla—. La he encontrado atada en la pared del cañón que baja por detrás del local de Bardell, por donde pudo bajar después de cargarse a Nisbet.

Movió las manos hacia las pistolas. Giré un poco el cuerpo para que pudiera ver la forma de una de las automáticas que sostenía dentro del bolsillo.

—No haga nada de lo que se pueda arrepentir —le aconsejé.

—¿Le pego un tiro ya? —El acento irlandés de Dunne sonó por detrás de mí—. ¿O esperamos un poquito más?

Miré alrededor y lo vi plantado detrás de una roca grande, apuntándome con un rifle de dos cañones del 30. En otras rocas asomaban más cabezas y más armas.

Saqué la mano del bolsillo y la apoyé en el borrén de la silla.

Peery se dirigió a los demás por encima de mi cabeza:

—Dice que han disparado a Nisbet.

—Vaya, qué provocación, ¿no? —se lamentó Buck Small—. Espero que no le hayan hecho daño.

—Está muerto —aporté.

—¿Quién puede haber hecho una cosa así? —quiso saber Dunne.

—No ha sido Santa Claus —opiné.

—¿Tiene algo más que decirme? —preguntó Peery.

—¿No le parece suficiente?

—Sí. Ahora yo, en su lugar, me volvería a Corkscrew.

—¿Quiere decir que no tiene intención de volver conmigo?

—Ninguna. Ahora bien, si quiere intentar llevarme…

No quería intentarlo y así se lo hice saber.

—Entonces ya no hay nada que lo retenga aquí.

Me despedí de él y de sus amigos con una sonrisa, tiré de las riendas para dar media vuelta al alazán y emprendí el regreso por el mismo camino.

Unos pocos kilómetros más allá, me desvié de nuevo hacia el sur, llegué a la parte más baja del barranco del Circle H. A. R y lo seguí para adentrarme en el cañón Tirabuzón. Luego empecé a avanzar hacia el punto en que habían atado aquella cuerda.

El cañón hacía honor a su nombre: un canal árido y pedregoso, ahogado por los árboles y los arbustos, sinuoso en su avance por el rostro de Arizona.

No había progresado mucho todavía cuando me encontré con Milk River, que avanzaba hacia mí con su caballo.

—¡Nada de nada! He intentado seguir alguna pista, pero el terreno se vuelve demasiado rocoso.

Desmonté. Nos sentamos bajo un árbol a fumar un poco.

—¿Cómo le ha ido a usted? —se interesó.

—No muy bien. La cuerda es de Peery, pero no ha querido venir conmigo. Como supongo que podremos encontrarlo cuando queramos, no he insistido. Hubiera sido un poco incómodo.

Me miró de soslayo con sus ojos claros.

—Alguien podría pensar —dijo lentamente— que está poniendo a los del Circle H. A. R. contra la banda de Bardell, estimulando a cada grupo contra el otro para ahorrarse el problema de tener que intervenir con alguna decisión fuerte.

—Puede que tengas razón. ¿Crees que sería una tontería?

—No lo sé. Creo que no, suponiendo que sea eso lo que hace y que esté seguro de que cuando llegue el momento de actuar tendrá la fuerza suficiente.

Caía ya la noche cuando Milk River y yo encaramos la tortuosa calle de Corkscrew. Era tarde ya para cenar en el salón de Cañón House, así que desmontamos delante del antro del Sapo.

Chick Orr estaba en el umbral del Border Palace. Abrió la boca abollada para gritar algo hacia dentro. Bardell apareció a su lado, me miró con una pregunta en los ojos y salieron los dos a la calle.

—¿Resultado? —preguntó Bardell.

—Ninguno visible.

—¿No lo ha pillado? —preguntó Chick Orr, incrédulo.

—Eso es. He invitado a un hombre a cabalgar conmigo de vuelta, pero ha dicho que no.

El expúgil me repasó de arriba abajo y escupió ante mis pies.

—Menuda gloria mañanera —gruñó—. Me muero de ganas de darle un puñetazo.

—Adelante —lo incité—. No me importaría pelarme los nudillos contra usted.

Se le iluminaron los ojos. Dio un paso hacia mí y soltó la mano abierta contra mi cara. Yo aparté la cara, me volví de espaldas y me quité la chaqueta y la pistolera del hombro.

—Aguántame esto, Milk River, mientras jugueteo un poco con este comedor de cerdo y alubias.

Todo Corkscrew vino corriendo en cuanto Chick y yo nos encaramos. Éramos bastante iguales en tamaño y edad, aunque su grasa era más blandita que la mía, según me pareció. Él había sido púgil profesional. Yo había peleado un poco por ahí, pero no cabía duda de que era más espabilado que yo. Para compensarlo, él tenía las manos llenas de bultos y golpeadas, y yo no. Y él estaba —o había estado— acostumbrado a llevar guantes, mientras que a mí se me daba mejor la pelea a puño pelado.

Se agazapó, esperando que yo me acercara. Me acerqué con la intención de hacerme pasar por tonto, y fingir un golpe con la derecha para empezar.

¡No salió bien! En vez de acercarse, él se apartó. La izquierda que le lancé cortó el aire. Me golpeó deprisa en el pómulo.

Dejé de intentar ser más espabilado que él, golpeé su cuerpo con las dos manos y me alegré al notar que la carne se plegaba suavemente en torno a ellas. Se zafó tan rápido que no pude seguirlo y me dejó temblando con un puñetazo en el mentón.

Siguió dándome con la izquierda: en un ojo, en la nariz. Me rozó la frente con la izquierda y aproveché para acercarme de nuevo.

Izquierda, derecha, izquierda, clavé los puños en el centro de su cuerpo. Él me dio de refilón en la cara con el antebrazo y el puño y se zafó.

Me administró algunas izquierdas más, con las que me partió el labio, me chafó la nariz y me picoteó la cara, de la frente a la barbilla. Y cuando al fin me libré de aquella mano izquierda fue para meterme en un gancho de derecha que subía desde el tobillo para terminar en mi mentón con tal golpe que me hizo retroceder media docena de pasos.

En vez de alejarse de mí, se me echó encima. El aire de la noche se llenó de puños. Planté los pies en el suelo y detuve el huracán con un par de golpes justo donde la camisa coincidía con los pantalones.

Esta vez me dio con la derecha, aunque ya no tan fuerte. Me reí de él, recordé que al encajarme el gancho había sonado un crujido en su mano y me puse a trabajar, martilleándolo con las dos manos.

Se volvió a zafar: me bloqueó con la izquierda. Le retuve la izquierda con mi derecha, me aferré a ella y me abalancé con el otro puño, siempre golpeando la zona baja. Su mano derecha empezó a golpearme. La dejé golpear. Estaba muerta.

Me enganchó una vez más antes de que terminara la pelea: una zurda alta y recta que echaba humo. Logré conservar el equilibrio y lo demás no estuvo tan mal. Me dio muchos más golpes, pero ya perdía vapor.

Cayó al cabo de un rato por acumulación de golpes, más que por uno en particular, y ya no pudo levantarse.

Yo no era responsable de ninguna de las marcas que tenía en la cara. La mía debía de tener el mismo aspecto que si la hubiesen pasado por la picadora.

—Quizá debería lavarme antes de cenar —dije a Milk River mientras recogía mi abrigo y mi arma.

—¡Caramba, claro que sí! —convino sin dejar de mirarme la cara.

Un tipo rollizo con traje de Palm Beach se plantó delante de mí y obtuvo toda mi atención.

—Soy el señor Turney, de la compañía de la Colonia Orilla —se presentó—. ¿Debo entender que no ha hecho ni un solo arresto desde que llegó?

¡Era el mismo pájaro que había desvelado mi identidad! No me gustó nada, y menos aún me gustó su cara redonda y agresiva.

—Sí —confesé.

—Ha habido dos asesinatos en dos días —siguió—, al respecto de los cuales no ha hecho nada, pese a que en ambos casos las pruebas parecen bastante claras. ¿Lo considera satisfactorio?

No dije nada.

—Permítame decirle que no es en absoluto satisfactorio. —Él mismo aportaba la respuesta a sus preguntas—. Tampoco lo es que haya empleado a este hombre… —Señaló con un dedo rollizo en dirección a Milk River—, famoso por ser uno de los menos respetuosos con la ley en todo el condado. Quiero que entienda con claridad que, si no se da una clara mejoría en su trabajo, si no muestra una cierta disposición a hacer las cosas para las que fue contratado, ese contrato se considerará finiquitado.

—¿Quién ha dicho que era? —pregunté, cuando se cansó de hablar.

—El señor Turney, superintendente general de la Colonia Orilla.

—Ah, ¿sí? Bueno, señor superintendente general Turney. Los dueños de la empresa se olvidaron de hablarme de usted cuando me contrataron. No lo conozco de nada. Cada vez que tenga algo que decirme, páseselo a los dueños; si tiene la importancia suficiente, quizás ellos me lo pasen a mí.

Se puso como un pavo:

—Por supuesto que les informaré de que ha sido extremadamente negligente con su faena, por muy eficaz que pueda ser en las peleas callejeras.

—¿Me hará el favor de poner una postdata? —lo llamé cuando ya se alejaba—. Dígales que en estos momentos estoy más bien ocupado y no puedo seguir consejos. Da igual de quién vengan.

Milk River y yo nos fuimos a Cañón House.

Vickers, el propietario cetrino y regordete, estaba en la puerta.

—Si cree que tengo toallas para limpiar la sangre de cualquiera que reciba una paliza, se equivoca —gruñó, en dirección a mí—. ¡Y tampoco quiero que rasguen las sábanas para hacer vendas!

—Nunca había visto un tipo tan desagradable como usted —insistió Milk River cuando ya subíamos las escaleras—. Parece incapaz de llevarse bien con nadie. ¿Nunca hace ningún amigo?

—Solo con bobos.

Hice cuanto pude por recuperar mi cara con agua y esparadrapo, pero el resultado quedó muy lejos de la belleza. Milk River se sentó en la cama y se dedicó a mirarme y sonreír.

Terminada la cura, bajamos al local del Sapo en busca de comida. Había tres comensales en la sala. Mientras comía, tuve que intercambiar comentarios sobre la batalla.

Nos interrumpió el ruido de caballos al galope por la calle. Una docena de hombres, o más, pasaron ante la puerta y pudimos oír que se detenían enseguida de manera abrupta para desmontar delante del local de Bardell.

Milk River se inclinó de lado hasta que su boca quedó cerca de mi oído.

—Es la banda del gran ‘Nacio, viene de la parte de abajo del cañón. Será mejor que aguante, jefe, o le echarán a patadas del pueblo.

Terminamos de cenar y salimos a la calle.

En la zona de brillo de la farola que iluminaba la puerta de Bardell, había un mexicano apoyado en la pared. Un tipo grande de barba negra, vestido con ropa alegre, botones plateados, dos pistolas de gachas blancas sujetas con pistoleras bajas en los muslos.

—¿Puedes llevar los caballos al establo? —pregunté a Milk River—. Yo voy a subir para tumbarme en la cama y recuperar algo de fuerza.

Me miró con curiosidad y se acercó a donde habíamos dejado los caballos.

Yo me detuve delante del barbudo mexicano y señalé sus armas con mi cigarrillo.

—Se supone que cuando entra en el pueblo se ha de quitar eso —le dije con amabilidad—. De hecho, se supone que no debería llevarlas, aunque no soy tan inquisitivo como para ponerme a buscarlas bajo la chaqueta de nadie.

Al separarse, la barba y el bigote mostraron una sonriente curva de dientes amarillos.

—A lo mejor, si al señor sheriff no le gustan, prefiere intentar quitármelas él.

—No, quíteselas usted.

—A mí me gustan como están. Yo las llevo así.

—Haga lo que le digo —le insistí en tono amable, antes de irme de vuelta al local del Sapo.

Me incliné sobre la barra y saqué de su nido la recortada de dos cañones.

—¿Puedo tomarla prestada? Necesito hacer un creyente.

—¡Sí, señor! ¡Claro! ¡Usted mismo!

Amartillé los dos detonadores antes de salir.

El mexicano grande ya no estaba a la vista. Lo encontré dentro, contándole el asunto a sus amigos. Algunos eran mexicanos, otros norteamericanos, otros sabrá Dios. Todos iban armados.

—No sé qué hay dentro de este cañón —dije, sin mentir, mientras apuntaba al grupo con la antidisturbios—. A lo mejor hay trozos de alambre de espino, o virutas de dinamita. Los descubriremos si estos pájaros no empiezan a apilar sus armas en la barra ahora mismo… ¡Porque les aseguro que les voy a salpicar con él!

Apilaron sus armas en la barra. Yo no los juzgaría. Con lo que sostenía en mis manos podía dejarlos aplastados.

—A partir de ahora, cuando vengan a Corkscrew, no tengan las armas a la vista.

El gordo Bardell, con la jovialidad recuperada en el rostro, se abrió paso entre ellos.

—¿Nos hará el favor de guardar estas armas hasta que sus clientes estén a punto para abandonar el pueblo? —le pregunté.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Encantado! —exclamó, una vez recuperado de la sorpresa.

Devolví la escopeta a su dueño y subí a Cañón House.

Cuando avanzaba por el pasillo se a abrió una puerta que quedaba dos más allá de la mía. Salió Chick Orr mirando hacia atrás y diciendo:

—¡No hagas nada que yo no haría!

Vi a Clio Landes de pie, al otro lado de la puerta.

Chick se volvió desde la puerta, me vio, se detuvo y me frunció el ceño.

—¡No tiene ni idea de pelear! —dijo—. ¡Solo sabe pegar!

—Tiene usted razón.

Se pasó una mano inflada por encima de la barriga.

—Nunca he sabido encajar golpes aquí. Por eso no pude ser profesional. Pero no busque más pelea conmigo. ¡Le podría hacer daño!

Me hundió un pulgar en las costillas y echó a andar, escaleras abajo.

La puerta de la chica estaba cerrada cuando pasé por delante. Al llegar a mi habitación saqué papel y estilográfica y apenas había escrito tres palabras de mi informe cuando alguien llamó a la puerta.

—Adelante —respondí, pues había cerrado sin llave para que pudiera entrar Milk River.

Clio Landes empujó la puerta.

—¿Está ocupado?

—No. Entra y ponte cómoda. Enseguida llegará Milk River.

—No le estará tendiendo una trampa a Milk River, ¿verdad? —preguntó, sin rodeos.

—No, no tengo de qué acusarlo. Por lo que a mí respecta, puede estar tranquilo. ¿Por qué?

—Por nada. Solo me había dado por pensar que a lo mejor pretendía encerrarlo por dos o tres travesuras. A mí no me engaña. Los demás le toman por tonto, pero yo sé que no lo es.

—Gracias por tus amables palabras. Pero no corras la voz por ahí. ¿Qué se te ha perdido en el campo?

—¡Los pulmones! —Se dio unas palmaditas en el pecho—. Un médico me dijo que aquí duraría más. Y yo, como una tonta, me lo creí. No hay mucha diferencia entre vivir aquí y morirse en una gran ciudad.

—¿Cuánto llevas alejada del ruido? —le pregunté.

—Tres años. Un par en Colorado y luego en este agujero. Parece que hayan pasado tres siglos.

—Estuve llevando un caso allí en abril —le seguí la corriente—. Pasé dos o tres semanas.

—Ah, ¿sí?

Fue como si le hubiera dicho que había estado en el cielo. Se puso a dispararme preguntas: ¿Todavía era así o asá? ¿Había cambiado tal o cual cosa?

Mantuvimos una buena charla y resultó que conocía a algunos amigos suyos. Un par de ellos eran timadores de primera categoría, otro era un magnate del tráfico ilegal de alcohol y los demás, una mezcla de corredores de apuestas, estafadores y cosas por el estilo.

No conseguí averiguar cuál era su especialidad. Hablaba una mezcla de jerga de ladrones e inglés de clase alta y no dijo mucho sobre sí misma.

Nos empezábamos a llevar bien cuando entró Milk River.

—¿Mis amigos siguen en el pueblo? —preguntó.

—Sí. Los oigo charlar en el garito de Bardell. Me han contado que sigue cultivando su mala fama.

—¿Qué he hecho ahora?

—Parece que a sus amigos entre los mejores elementos del pueblo no les convence mucho ese truco de dar todas las armas del gran ‘Nacio y sus hombres a Bardell para que las guarde. Parece que la opinión general es que les ha quitado las armas de la mano derecha para ponérselas en la izquierda.

—Solo se las he quitado para demostrarles que podía hacerlo —expliqué—. No las quería. Ellos podían conseguir otras, en cualquier caso. Creo que voy a bajar a verlos. No tardaré en volver.

El Border Palace estaba atiborrado y ruidoso. Ninguno de los amigos del gran ‘Nacio me prestó una atención especial. Bardell cruzó toda la sala para decirme:

—Me alegro de que haya apoyado a los chicos. Me ha ahorrado muchos problemas.

Le contesté con una inclinación de cabeza y me fui a la caballeriza, donde encontré al encargado nocturno, abrazado a una estufilla del despacho.

—¿Tiene alguien que pueda llevar un mensaje a Filmer a caballo esta noche?

—Quizá pueda encontrar a alguien —dijo sin entusiasmo.

—Dele un buen caballo y mándemelo al hotel en cuanto pueda —le pedí.

Me quedé sentado junto al soportal de Cañón House hasta que llegó un tipo piernilargo de unos dieciocho años, montado en un pinto, preguntando por el sheriff interino. Salí de las sombras y bajé a la calle, donde podía hablar con el muchacho sin que nos oyera nadie.

—Dice el viejo que quiere mandar algo a Filmer.

—¿Puedes salir de aquí en dirección a Filmer y luego cruzar hasta el Circle H. A. R.?

—Sí, claro que puedo.

—Bueno, pues eso es lo que quiero. Cuando llegues, le dices a Peery que el gran ‘Nacio y sus hombres están en el pueblo y que tal vez vayan hacia allá antes del amanecer.

—Eso haré, claro.

—Esto es para ti. Lo de la caballeriza ya lo pagaré luego. —Le metí un billete en la mano—. Vete ya, y no des esa información a nadie más.

Subí de nuevo a mi habitación y me encontré a Milk River y la chica sentados con una botella de licor. Pasamos un rato hablando y fumando y luego nos separamos. Milk River me dijo que tenía la habitación contigua a la mía.

Los nudillos de Milk River en la puerta me sacaron de la cama temblando de frío a las cinco de la mañana.

—¡Esto no es una granja! —gruñí mientras le dejaba pasar—. Ahora estás en el pueblo. Se supone que aquí se duerme hasta que sale el sol.

—Se supone que el ojo de la ley nunca duerme —me sonrió con un castañeteo de dientes, porque tampoco llevaba más ropa que yo—. Fisher, que tiene un rancho por esa misma zona, ha mandado un hombre para avisar de que hay una batalla en el Circle H. A. R. En vez de llamar a su puerta, ha llamado a la mía. ¿Vamos allá, jefe?

—Vamos. Prepara rifles, agua y los caballos. Yo bajaré al local del Sapo a pedir desayuno y que nos envuelva algo de comida para llevar.

Cuarenta minutos después, Milk River y yo salíamos de Corkscrew.

La mañana se fue calentando a medida que avanzábamos. El sol trazaba largas marcas violetas en el desierto al levantar el rocío en una bruma que lo aplacaba. El mezquite era fragante y hasta la arena —que más adelante sería tan agradable como el quemador de un fogón— emitía un olor fresco y placentero.

Por encima de los edificios del rancho, a medida que nos acercábamos, distinguimos el vuelo circular de tres manchas azules que resultaron ser zopilotes. Otro animal se movió un momento, en contraste con el cielo, en un pico lejano.

—Un potro que debería tener jinete y no lo tiene —lo identificó Milk River.

Un poco más allá pasamos junto a un sombrero mexicano destrozado por las balas y luego el sol arrancó unos brillos de un puñado de cartuchos vacíos.

Uno de los edificios del rancho estaba convertido en una pila negra y carbonizada. Cerca de allí, uno de los hombres a los que me había enfrentado en el garito de Bardell para desarmarlos yacía muerto boca arriba.

Una cabeza vendada se asomó por la esquina de un edificio y luego apareció el dueño, con el brazo derecho en cabestrillo y un revólver en la mano izquierda. Tras él trotaba un cocinero chino, tuerto, agitando un cuchillo de carnicero en la mano.

Milk reconoció al de la cabeza vendada.

—¿Qué tal, Red? ¿Ha habido pelea?

—Un poco. Nos hemos aprovechado todo lo que hemos podido de su aviso y cuando ha aparecido el gran ‘Nacio con su banda, justo antes de amanecer, los hemos dispersado por todo el territorio. A mí me han dado un par de balas, así que me tenido que quedar en casa cuando los demás han salido a perseguirlos hacia el sur. Si escuchan con atención, oirán un disparo de vez en cuando.

—¿Vamos tras ellos? ¿O los adelantamos? —me preguntó Milk River.

—¿Podemos adelantarlos?

—Quizá. Si está huyendo, el gran ‘Nacio, dará un rodeo para volver a su rancho cuando ya oscurezca. Si cortamos por el cañón y avanzamos rápido hacia abajo, quizá podamos llegar antes que él. No podrá correr mucho si tiene que defenderse de Peery y sus chicos mientras avanza.

—Intentémoslo.

Con Milk River abriendo camino, pasamos más allá de los edificios del rancho y bajamos por la quebrada para entrar en el cañón por el mismo punto en que había entrado yo el día anterior. Al cabo de un rato, el suelo se volvió menos abrupto y pudimos ir más deprisa.

A mediodía nos detuvimos para dar algo de descanso a los caballos, comernos un par de sándwiches y fumar un poco. Luego seguimos.

Al poco el sol decayó, empezó a descender a nuestra derecha y el cañón se fue llenando de sombras. La bendita sombra cubría ya la pared del este cuando Milk River, delante de mí, se detuvo y dijo:

—Es detrás de este recodo.

Desmontamos, bebimos un poco los dos, limpiamos de arena los rifles con un soplido y avanzamos a pie hacia los matorrales que cubrían el siguiente recodo del cañón retorcido.

Al doblar el recodo, el cañón descendía hacia un llano con forma redonda. Los costados del llano bajaban luego suavemente hasta el suelo del desierto. En medio de aquel llano había cuatro edificios de adobe. Pese a su exposición al sol del desierto, por alguna razón parecían húmedos y oscuros. De uno de ellos se alzaba un fino penacho de humo. No se veía hombre ni animal alguno.

—Voy a inspeccionar un poco —dijo Milk River, al tiempo que me entregaba su sombrero y su rifle.

—Bien —convine—. Te cubriré. Pero si pasa algo, será mejor que te apartes. No soy el tirador más fiable del mundo.

Durante la primera parte de su incursión, Milk River estuvo bien a cubierto. Avanzó deprisa. Luego, las plantas que lo protegían empezaron a escasear. Redujo el paso. Tumbado, se fue arrastrando de un matorral a una roca, de un montículo a un arbusto.

A diez metros del edificio más cercano se quedó sin escondrijos; dio un salto y corrió a refugiarse al amparo de la pared.

No ocurrió nada. Pasó unos cuantos minutos acurrucado junto a la pared y luego empezó a avanzar hacia la parte trasera.

Un mexicano dobló la esquina.

No alcancé a distinguir sus rasgos, pero vi cómo se ponía rígido su cuerpo. Llevó una mano a la cintura.

El arma de Milk River emitió un destello.

El mexicano cayó. El acero brillante de su navaja lució en lo alto, por encima de la cabeza de Milk River, y luego repiqueteó al caer contra la piedra.

Milk River siguió avanzando y desapareció de mi vista al dar la vuelta al edificio. Cuando lo volví a ver, cargaba hacia la entrada del segundo edificio.

Por la puerta abierta salieron unas cuantas llamaradas a recibirlo.

Hice lo que pude con los dos rifles para tender una cortina de fuego delante de él, bombeando plomo hacia la puerta lo más rápido que pude. Cuando se colocó tan cerca de la puerta que yo no podía atreverme a seguir disparando, había vaciado ya el segundo rifle.

Lo solté, corrí hasta mi caballo y galopé para ayudar a mi enloquecido ayudante.

No necesitaba mi ayuda. Cuando llegué se había acabado todo.

Estaba sacando a otro mexicano y a Gyp Rainey del edificio, a punta de pistola.

—Aquí están los restos —me saludó—. De todos modos, no he encontrado nada más.

—¿Qué hace usted aquí? —pregunté a Rainey.

Pero el adicto se quedó mirando el suelo con expresión hosca y no respondió.

—Atémoslos —decidí—. Luego echaremos un vistazo.

Como era más experto en el uso de cuerdas, de atarlos casi se encargó Milk River. Los dejó en el suelo, atados con las espaldas juntas, y nos fuimos a explorar.

Aparte de la abundancia de armas, y de sus correspondientes municiones, no encontramos nada especialmente emocionante hasta que llegamos a una puerta gruesa —cerrada con tranca y candado— instalada a medias entre el fundamento de la casa principal y el montículo en que esta se asentaba.

Encontré un trozo roto de un pico oxidado y reventé con él el candado. Luego quitamos la tranca y abrimos la puerta.

Del sótano, oscuro y sin ventilación, salieron unos cuantos hombres ansiosos. Siete hombres que, al acercarse, nos hablaron en una mezcla de lenguas.

Los detuvimos con nuestras armas. El parloteo nervioso subió de tono.

—¡Silencio! —les grité.

Aunque no conocieran la palabra, supieron lo que quería decir. El cacareo se detuvo y los pudimos repasar con la mirada. Los siete parecían extranjeros y todos tenían pintas de criminales.

Milk River y yo probamos primero con el inglés y luego con el poco español que logramos balbucear entre los dos. Ambos intentos provocaron un montón de cacareo, pero ninguna respuesta en cualquiera de ambos idiomas.

—¿Sabes algo más? —pregunté a Milk River.

—Solo me falta el chino.

No nos iba a ser muy útil. Intenté recordar algunas de las palabras que, en los cuerpos expedicionarios del ejército, teníamos por francesas.

Que désirez-vous?

La frase provocó una sonrisa franca en el rostro de un hombre de ojos azules.

Antes de que la rapidez de su respuesta me resultara tan confusa como para no poder distinguir ni una palabra, llegué a captar: «Nous allons aux Etats-Unis».

Qué curioso. El gran ‘Nacio no había soltado a aquellos pájaros después de pasarlos a Estados Unidos. Supongo que le resultaban más manejables si creían que todavía estaban en México.

Montrez-moi votre passeport.

Eso provocó un balbuceo de protesta por parte de Ojos Azules. Les habían dicho que no necesitaban pasaporte. Si pagaban para que alguien los pasara de contrabando era precisamente porque no podían conseguir un pasaporte.

Quand étes-vous venu ici?

Hier quería decir «ayer», más allá de lo que pudieran significar todas las demás palabras que incluyó en su respuesta. O sea que el gran ‘Nacio se había ido directamente a Corkscrew después de pasar a aquellos hombres por la frontera y meterlos en el sótano.

Volvimos a encerrar a los emigrantes en el sótano y metimos con ellos a Rainey y al mexicano. Rainey aulló como un lobo cuando le quité la hipodérmica y la cocaína.

—Asómate y echa un vistazo al territorio —encargué a Milk River—, mientras yo escondo al que has matado.

Cuando volvió, yo tenía ya al mexicano muerto dispuesto más o menos a mi gusto: despatarrado en una silla, algo alejado de la puerta del edificio principal, de espaldas a la pared, con el sombrero caído sobre la cara.

—Se levanta algo de polvo a lo lejos —informó Milk River—. No me sorprendería nada que al anochecer tuviéramos compañía.

Cuando llegaron hacía una hora que había oscurecido del todo.

Para entonces, tras haber comido y descansado, estábamos listos. Una luz ardía en la casa. Milk River estaba dentro, rasgueando una mandolina. La luz que salía por la puerta permitía ver en penumbra al mexicano muerto: la estatua de un durmiente. Yo estaba más allá, pegado a la pared, escondido tras la esquina y asomando solo la frente y los ojos.

Empezamos a oír a los visitantes mucho antes de verlos. Dos caballos —aunque por el ruido podían haber sido diez— llegaban a toda prisa.

El gran ‘Nacio iba delante, casi desmontado ya de la silla, y ponía un pie en el umbral cuando su caballo, alzado sobre las patas traseras por la violencia con que su amo había tirado de las riendas, aún no había vuelto a posarse. El segundo jinete iba detrás, a poca distancia.

El barbudo vio el cadáver. Saltó hacia él, le dio con la fusta y rugió:

—¡Arriba, piojo!

La mandolina dejó de sonar.

Me asomé.

La barba del gran ‘Nacio apuntó hacia abajo de pura sorpresa.

La fusta se enganchó en un botón del muerto, mientras que por el otro extremo iba anudada a la muñeca de ‘Nacio. Llevó la otra mano al muslo.

Yo llevaba una hora con el arma en la mano. Estaba cerca. Tenía tiempo para decidir dónde apuntaría. Cuando él ya tocaba la empuñadura del arma, disparé una bala que le atravesó la mano y el muslo.

Cuando caía, vi que Milk River noqueaba al otro hombre con un golpe de empuñadura en el cogote.

—Parece que hacemos buen equipo —dijo el joven quemado por el sol, mientras se agachaba a recoger las armas de los enemigos.

Los juramentos que bramaba el barbudo dificultaban la conversación.

—Voy a meter al fresco al que te has cargado —anuncié—. Tú vigila a ‘Nacio y cuando vuelva nos ocuparemos de él.

Llevé al inconsciente a rastras medio camino hasta el sótano, pero se despertó. El resto, lo obligué a avanzar a punta de pistola, lo metí en el sótano, apunté a los demás para que no se acercasen a la puerta y la cerré.

Cuando volví, el barbudo ya había parado de aullar.

—¿Viene alguien más después de vosotros? —le pregunté mientras me arrodillaba a su lado y empezaba a recortarle los pantalones con mi navaja.

En respuesta a mi pregunta obtuve muchos datos sobre mi propia persona, mis costumbres y mis antepasados. Ninguno de ellos era cierto, pero todos muy vivaces.

—Será mejor amordazar esa lengua —sugirió Milk River.

—No. Déjale lloriquear. —Volví a hablar con el barbudo—. Yo en su lugar respondería la pregunta. Si resulta que los jinetes del Circle H. A. R le siguen la pista hasta aquí y nos cogen desprevenidos, ya puede dar por hecho que lo lincharán.

No se le había ocurrido.

—Sí, sí. Ese Peery y sus hombres. Me seguían con mucha rapidez.

—¿Alguien más de su banda, aparte de usted y el otro?

—No. ¡Nadie!

—¿Qué tal si enciendes el fuego más fuerte que puedas ahí delante mientras yo intento parar el derrame de sangre, Milk River?

El muchacho parecía decepcionado.

—¿No nos vamos a emboscar?

—Si podemos evitarlo, no.

En el tiempo que me llevó hacerle un par de torniquetes al mexicano, Milk River preparó una fogata rugiente, prendiendo fuego a todos los edificios y a gran parte del llano en que se encontraban. Yo tenía la intención de meter a ‘Nacio y a Milk River dentro de la casa por si no lograba convencer a Peery para que fuera sensato, pero no dio tiempo. Apenas empezaba a contarle mi plan a Milk River cuando, desde fuera del círculo iluminado por el fuego, llegó la voz de bajo de Peery.

—¡Manos arriba, todos!

—¡Despacio! —advertí a Milk River mientras me levantaba.

Pero no alcé las manos.

—Se acabó la emoción —llamé—. Baje con nosotros.

Pasaron diez minutos. Peery, montado a caballo, entró en la zona iluminada. Su cara de mandíbula cuadrada estaba mugrienta y sombría. El caballo estaba rebozado en lodo espumoso. Llevaba un arma en cada mano.

Tras él cabalgaba Dunne: igual de sucio, igual de sombrío, igualmente armado.

Detrás de Dunne no apareció nadie más. Por lo tanto, nos estaban rodeando en la oscuridad.

Peery se inclinó por encima de la cabeza de su montura para mirar al gran ‘Nacio, que permanecía en el suelo, quieto y sin apenas respirar.

—¿Muerto?

—No. Un balazo en la mano y en la pierna. Tengo algunos amigos suyos encerrados con llave ahí dentro.

Círculos enrojecidos de locura brillaron en los ojos de Peery a la luz de la fogata.

—Se los puede quedar —dijo en tono seco—. Nosotros nos contentamos con ese hombre.

Le entendí perfectamente.

—Me voy a quedar con todos.

—No tengo ni una pizca de confianza en usted —me gruñó Peery desde lo alto de su caballo—. Me voy a asegurar de que las cabalgatas de ese gran ‘Nacio terminen aquí. Me ocuparé de él yo mismo.

—Nada de eso.

—¿Y cómo cree que me va a impedir que me lo lleve? —me dirigió una risa malvada—. ¿No creerá que el irlandés y yo estamos solos?, ¿no? Si no se considera acorralado, intente moverse.

Le creí, pero…

—Eso no cambia nada. Si fuera un triste vaquero, o una rata del desierto, o un solitario sin relaciones, me retiraría bien rápido. Pero no lo soy, y usted lo sabe. Cuento con ello. Para llevarse a ‘Nacio me tiene que matar. ¡Así de sencillo! Y no creo que lo desee tanto como para llegar tan lejos.

Se me quedó mirando un rato. Luego apretó las rodillas para instar al caballo a acercarse al mexicano. ‘Nacio se sentó en el suelo y empezó a suplicarme que lo salvara.

Levanté lentamente la mano hacia la pistolera que llevaba sujeta al hombro.

—¡Suéltela! —ordenó Peery, con sus dos armas cerca de mi cabeza.

Le sonreí, saqué lentamente el arma y la fui subiendo muy despacito hasta que quedó bien equilibrada entre las dos con las que me apuntaba él.

Mantuvimos esa postura el rato suficiente para romper a sudar en serio. ¡No fue ningún descanso!

Una luz extraña brillaba en sus ojos enrojecidos. No adiviné lo que se avecinaba hasta que fue demasiado tarde. Su mano izquierda se alejó de mí… Una explosión.

En la parte alta de la cabeza de ‘Nacio se abrió un agujero. Cayó de costado.

Con una sonrisa, Milk River disparó a Peery y lo tiró de la silla.

Yo estaba bajo el arma de la mano derecha de Peery cuando esta se disparó. Me estaba escabullendo bajo las patas del caballo, que caminaba hacia atrás. Los revólveres de Dunne escupieron fuego.

—¡Dentro! —grité a Milk River mientras le metía dos balas en el cuerpo a la montura de Dunne.

Sonaron las balas de rifle por todas partes, ante nosotros, alrededor, por debajo, por encima.

En el iluminado umbral de la puerta, Milk River se echó al suelo y empezó a disparar fuego y plomo con ambas manos. Cayó el caballo de Dunne. El irlandés se levantó, se llevó las dos manos a la cara y cayó tras su caballo.

Milk River detuvo los fuegos artificiales el tiempo suficiente para que yo pudiera entrar en la casa a toda velocidad, saltando por encima de él.

Mientras yo rompía la lámpara y apagaba la llama, él cerró la puerta. La música de las balas resonaba en la puerta y en la pared.

—¿He hecho bien al disparar a ese cerdo?

—¡Fantástico! —mentí.

No tenía ningún sentido lamentarse de lo que ya estaba hecho, pero yo no quería a Peery muerto. La muerte de Dunne también era innecesaria. Las armas solo han de hablar cuando las palabras ya han fallado, y yo no me había quedado todavía sin palabras cuando a mi bronceado compañero le había dado por pasar a la acción.

Las balas dejaron de agujerear la puerta.

—Los chicos se están calmando —supuso Milk River—. Si llevan desde primera hora de la mañana disparando a ‘Nacio, no les pueden quedar muchas balas.

Encontré un pañuelo blanco en el bolsillo y empecé a embutir una esquina dentro del cañón de un rifle.

—¿Para qué sirve eso? —preguntó Milk River.

—Para hablar. —Me desplacé hacia la puerta—. Y tú deja las manos quietas hasta que acabe.

—Nunca había visto un hombre que hablara tanto.

Abrí una rendija de la puerta con cautela. No pasó nada. Pasé el rifle por la apertura y lo moví a la luz del fuego, que seguía ardiendo. No pasó nada. Abrí la puerta y salí.

—¡Que venga alguien a parlamentar! —grité en la oscuridad exterior.

Una voz que no reconocí maldijo con vehemencia y empezó una amenaza:

—¡Te vamos a…!

Se interrumpió en silencio.

Algo metálico centelleó a un lado.

Buck Small, con sus ojos saltones subrayados por las ojeras y una mancha de sangre en una mejilla, apareció en la luz.

—¿Qué pensáis hacer? —pregunté.

Me miró hoscamente.

—Pensamos llevarnos a Milk River. No tenemos nada contra usted. Usted hace lo que le pagan por hacer. Pero Milk River no tenía que haber matado a Peery.

—Será mejor que os calméis, Buck. Los tiempos salvajes ya han pasado. De momento, estáis limpios. ‘Nacio os ha atacado y, al masacrar a sus jinetes por todo el desierto, habéis hecho lo que correspondía. Pero no tenéis ningún derecho a tontear con mis prisioneros. Peery no lo entendía. Y si no le hubiésemos disparado nosotros, ¡habría caído más adelante!

»Y por lo que corresponde a Milk River: no os debe nada. Se ha cargado a Peery cuando lo estábais apuntando. ¡Ni siquiera estaba en igualdad de condiciones! Vosotros teníais todas las de ganar. Milk River ha corrido un riesgo que ni tú ni yo nos hubiéramos atrevido a correr. No tienes razón para quejarte.

»Ahí dentro tengo diez prisioneros y un montón de armas y material para cargarlas. Si me obligáis a hacerlo, repartiré las armas a los prisioneros y les dejaré pelear. Prefiero perderlos así que permitir que os los llevéis.

»Lo único que sacaréis de luchar con nosotros es mucho dolor, tanto si ganáis como si perdéis. Este extremo del condado de Orilla lleva abandonado a su destino más tiempo que casi todo el suroeste. Pero ese tiempo ya ha pasado. Ha llegado dinero de fuera; viene gente de fuera. ¡No lo podéis evitar! Otros lo intentaron en otros tiempos y fracasaron. ¿Lo quieres hablar con los demás?

—Sí.

Y desapareció en la oscuridad.

Yo entré en la casa.

—Creo que serán sensatos —dije a Milk River—, pero nunca se sabe. Así que será mejor que busques una salida por el suelo que nos permita llegar a la celda, porque lo de dar armas a los detenidos para luchar iba en serio.

Veinte minutos después volvió Buck Small.

—Usted gana —dijo—. Queremos llevarnos a Peery y a Dunne.

Nunca nada me ha parecido tan hermoso como mi cama en Cañón House al día siguiente, miércoles, por la noche. Mi pavoneo con el caballo amarillo, mi pelea con Chick Orr, aquellas cabalgatas a las que no estaba acostumbrado… Gracias a todo eso, había más dolores en mi cuerpo que arena en el condado de Orilla.

Nuestros diez prisioneros estaban en un viejo almacén de Adderly, vigilados por voluntarios escogidos entre los mejores elementos y supervisados por Milk River. Allí estarían a salvo, pensé, hasta que los inspectores de migración —a los que había mandado un aviso— acudieran a llevárselos. Casi todos los hombres del gran ‘Nacio habían muerto en la pelea con los empleados del Circle H. A. R. y no creía que Bardell pudiera reunir a suficiente gente para forzar mi prisión.

Los jinetes del Circle H. A. R se portarían razonablemente bien a partir de entonces, pensé. Quedaban aún dos cabos sueltos, pero ya faltaba poco para dar por terminado mi trabajo en Corkscrew. Así que no estaba descontento del todo cuando me quité la ropa con el cuerpo bien rígido y me tumbé en la cama para entregarme en brazos de un bien merecido sueño.

¿Lo conseguí? No.

Estaba cómodamente acostado ya cuando alguien se puso a llamar a la puerta.

Era el quisquilloso doctor Haley.

—Me han convocado a su prisión improvisada hace unos minutos para que viera a Rainey —dijo el doctor—. Ha intentado escapar y se ha roto un brazo en una pelea con uno de los guardias. No es nada serio, pero él sí está en mala situación. Habría que darle algo de cocaína. Creo que no es sensato dejarlo más tiempo sin droga.

—¿Tan mal está?

—Sí.

—Bajaré a hablar con él —dije con reticencia mientras empezaba a vestirme de nuevo—. Le he dado algún chute de vez en cuando mientras volvíamos del rancho, lo justo para que no se nos cayera. Pero ahora quiero sacarle información y no tendrá más coca hasta que hable.

Oímos los aullidos de Rainey antes de llegar a la prisión.

Milk River estaba hablando con uno de los guardias.

—Le va a saltar encima, jefe, si no le da una pastilla —me dijo Milk River—. Lo tengo bien atado para que no se quite las tablillas del brazo. ¡Está de remate!

El médico y yo entramos con un guardia que sostenía en alto un farol para que pudiéramos ver.

En una esquina de la sala estaba Gyp Rainey, sentado en la silla a la que lo había atado Milk River. Echaba espuma por las comisuras de la boca. Se retorcía, presa de los calambres.

—¡Por el amor de Dios, deme una dosis! —gimoteó.

—Écheme una mano, doctor, y lo sacaremos.

Lo levantamos, con sillas y todo, y lo llevamos fuera.

—Ahora, deja de berrear y escúchame —le ordené—. Disparaste a Nisbet. Quiero toda la historia de verdad. La historia de verdad es el precio de una dosis.

—¡Yo no lo maté! —gritó.

—Eso es mentira. Robaste la cuerda de Peery cuando estábamos todos en el local de Bardell, el lunes por la mañana, hablando de la muerte de Slim. Ataste la cuerda donde pudiera parecer que la había usado el asesino para huir por el cañón. Luego te quedaste en la ventana hasta que Nisbet volvió a la sala de atrás y le disparaste. Nadie bajó por esa cuerda. Si no, Milk River hubiera encontrado algún rastro. ¿Vas a confesar?

Se negó. Gritó y maldijo y suplicó y negó saber nada del crimen.

—¡Adentro! —le dije.

El doctor Haley me puso una mano en el brazo.

—No quiero que piense que me estoy metiendo, pero la verdad es que debo advertirle que lo que está haciendo es peligroso. Tengo la convicción y la obligación de advertirle de que, al negarse a conceder la droga a este hombre, está poniendo su vida en peligro.

—Lo sé, doctor, pero es un riesgo que debo correr. No está tan perdido, si no no mentiría. Cuando le golpee la fase aguda de la abstinencia, hablará.

Con Gyp Rainey de nuevo encerrado, volví a mi habitación. Pero no a la cama.

Clio Landes me estaba esperando allí sentada —había dejado la puerta abierta— con una botella de whisky. Llevaba ya tres cuartos de borrachera, una de esas melopeas melancólicas.

Era una chiquilla pobre, enferma, nostálgica, alejada de su mundo. Se medicaba con alcohol, recordaba a sus padres muertos, pedazos de su infancia y algunos sucesos desgraciados del pasado y lloraba por ellos.

Eran casi las cuatro de la mañana del jueves cuando el whisky contestó al fin mis plegarias y la chica se quedó dormida en mi hombro.

La tomé en brazos y la llevé por el pasillo hasta su habitación. Justo cuando iba a abrir la puerta, subió las escaleras el gordo Bardell.

—Más trabajo para el sheriff —comentó en tono jovial y siguió andando.

El sol estaba en lo alto y hacía calor en la habitación cuando me desperté al oír el sonido familiar de alguien que llamaba a la puerta. Esta vez era uno de los guardias voluntarios, el chico piernilargo que había llevado el mensaje a Peery el lunes por la noche.

—Gyp quiere verlo. —El muchacho tenía la cara demacrada—. Nunca había visto a nadie querer algo de esa manera.

Cuando llegué, Rainey estaba hecho una piltrafa.

—¡Lo maté yo! ¡Lo maté yo! Bardell sabía que los del Circle H. A. R. responderían por la muerte de Slim. Me hizo matar a Nisbet y dejar pruebas contra Peery para que así usted tuviera que ir por él. Ya lo había intentado antes y no le había salido bien. ¡Deme una dosis! ¡Juro por Dios que es verdad! Robé la cuerda, la puse allí y disparé a Nisbet con el arma de Bardell cuando este lo mandó a la sala de atrás. El arma está en el vertedero de latas detrás de la tienda de Adderly. ¡Deme la dosis!

—¿Dónde está Milk River? —pregunté al piernilargo.

—Durmiendo, creo. De aquí se ha ido al empezar el día.

—De acuerdo, Gyp. Aguanta hasta que llegue el doctor. Ahora le hago venir.

Encontré al doctor Haley en su casa. Un minuto después, estaba cargando la hipodérmica.

El Border Palace no abría hasta mediodía. Las puertas estaban cerradas con llave. Subí por la calle hasta Cañón House. Milk River salía justo cuando llegué al soportal.

—Hola, joven —lo saludé—. ¿Alguna idea de en qué habitación descansa tu amigo Bardell?

Me miró como si nunca me hubiera visto antes.

—¿Qué tal si lo descubre usted mismo? Ya me he hartado de hacerle de recadero. Búsquese una nodriza nueva, señor. ¡O váyase al infierno!

El olor a whisky flotaba con las palabras, pero no estaba tan borracho como para que no hiciera falta otra explicación.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—Lo que me pasa es que es un repugnante…

No le dejé seguir.

Su mano derecha ya acudía como un látigo al costado cuando me acerqué.

Lo arrinconé entre mi cadera y la pared sin darle tiempo a desenfundar y le bloqueé los brazos con mis manos.

—Puede que seas un lince con la pipa —gruñí mientras lo sacudía, más enojado que si hubiese sido un extraño—, pero como intentes pasarte de listo conmigo te daré un azote en el culo.

Los dedos finos de Clio Landes se clavaron en mi brazo.

—¡Basta! —exclamó—. ¡Basta! ¿Por qué no te comportas? —reclamó a Milk River. Luego, a mí—: Está dolido por algo que ha pasado esta mañana. No lo dice de verdad.

Yo también estaba dolido.

—Pues yo si lo digo de verdad —insistí.

Sin embargo aparté las manos y entré. Tras cruzar la puerta me encontré con el cetrino Vickers.

—¿En qué habitación está Bardell?

—214. ¿Por qué?

Lo dejé allí y subí la escalera.

Sostuve el arma con una mano y con la otra llamé a la puerta de Bardell.

—¿Quién es?

—¿Quién es? —llegó su voz.

Se lo dije.

—¿Qué quiere?

Le dije que quería hablar con él.

Me tuvo un par de minutos esperando antes de abrir. Estaba a medio vestir. Llevaba todo puesto de cintura para abajo. Por arriba, solo llevaba una chaqueta encima de la camiseta interior y tenía una mano en el bolsillo de la misma.

Cuando sus ojos repararon en el arma que yo sostenía, se le abrieron de golpe.

—Queda arrestado por el asesinato de Nisbet —le informé—. Saque la mano del bolsillo.

Intentó aparentar que se lo tomaba como una broma.

—¿Por el asesinato de Nisbet?

—Ajá. Rainey ha confesado. Saque la mano del bolsillo.

Sus ojos abandonaron los míos para mirar más allá de mi cabeza, con un destello victorioso.

Disparé el primer tiro antes que él, gracias al tiempo que perdió en intentar hacerme caer en ese truco tan viejo.

Su bala me hizo un corte en el cuello.

La mía le alcanzó en la zona en que la camiseta quedaba más apretada sobre el grueso pecho.

Mientras caía, iba tanteando el bolsillo con la intención de sacar el arma para volver a disparar.

Podía haberle saltado encima, pero iba a morir igualmente. Aquella primera bala le había dado en los pulmones. Le metí otra en el cuerpo.

El pasillo se llenó de gente.

—¡Traigan al médico! —les pedí.

Pero Bardell no lo necesitaba. Estaba muerto ya cuando salieron mis palabras.

Chick Orr se abrió paso entre la gente y entró en el cuarto.

Me levanté y guardé el arma en la pistolera.

—No tengo nada contra ti todavía, Chick —dije lentamente—. Tú sabrás mejor que yo si hay algo o no. Yo en tu lugar me largaría de Corkscrew sin malgastar demasiado tiempo en hacer las maletas.

El expúgil me miró con los ojos achinados, se frotó la barbilla y chascó la lengua.

—Si alguien pregunta por mí, dígale que me he ido de viaje.

Y volvió a abrirse paso entre la multitud.

Cuando llegó el doctor, lo llevé por el pasillo hasta mi habitación, donde me curó la herida del cuello. La herida no era gran cosa, pero sangraba mucho.

Cuando terminó, saqué ropa limpia de la bolsa y me desnudé. Pero cuando fui a lavarme resultó que el médico había usado toda el agua. Me puse la chaqueta, unos pantalones y unos zapatos y bajé a buscar más a la cocina.

El pasillo estaba vacío cuando volví a subir, salvo por Clio Landes.

Pasó deliberadamente a mi lado sin mirarme.

Me lavé, me vestí y me puse la pistolera. Como me pareció que ya no iba a necesitar los juguetes del 32, los guardé. Quedaba solo un cabo suelto y ya estaría listo. Me complacía la idea de alejarme de Corkscrew. No me gustaba aquel sitio, nunca me había gustado, me gustaba menos que nunca desde la reacción de Milk River.

Iba pensando en él cuando salí del hotel… y lo vi plantado en la otra acera.

En vez de irme tras él, avancé hacia el lado más bajo de la calle.

Un paso. Una bala levantó polvo ante mis pies.

Me detuve.

—¡Venga, gordito! —gritó Milk River—. ¡Tú o yo!

Me volví lentamente para encararme a él, buscando una salida. Pero no la había.

Sus ojos eran dos rendijas de luz enloquecida. La cara, una máscara espantosamente salvaje. Estaba más allá de cualquier razonamiento.

—¡Tú o yo! —repitió antes de disparar otra bala al suelo, justo delante de mí—. ¡Prepara el arma!

Dejé de buscar una salida y empecé a buscar el arma.

Me dejó luchar en igualdad de condiciones.

Su arma apuntó hacia mí mientras la mía lo apuntaba a él.

Apretamos los gatillos a la vez.

Una llamarada se me echó encima.

Caí de golpe al suelo, con el costado derecho paralizado.

Él se me quedó mirando fijamente… Asombrado. Yo dejé de mirarlo y me concentré en mi arma, que solo había respondido a mi voluntad de apretar el gatillo con un chasquido.

Cuando alcé la mirada de nuevo hacia él, se estaba acercando lentamente a mí, con el arma en un costado.

—Juegas sobre seguro, ¿eh? —Alcé el arma para que pudiera ver que el detonador estaba roto—. Me lo merezco por dejarla en la cama cuando he bajado a buscar agua.

Milk tiró su arma… Y cogió la mía.

Clio Landes llegó corriendo hacia él desde el hotel.

—¿No estás…?

Milk River le plantó el arma delante de la cara.

—¿Has sido tú?

—Me daba miedo que…

—¡Eres…!

Con el dorso de la mano, Milk River golpeó a la chica en la boca.

Se dejó caer junto a mí, con cara de criatura. Me cayó en la mano una lágrima caliente.

—Jefe, yo no…

—Está bien —lo tranquilicé.

Y lo decía de verdad.

Lo que dijo a continuación se me escapó. El costado estaba saliendo de la parálisis, y la sensación que la sustituía no era agradable. Todo se me removió por dentro.

Cuando recobré el sentido, estaba en la cama. El doctor Haley me hacía cosas desagradables en el costado. Tras él, Milk River sostenía una palangana con escaso sentido del equilibrio.

—Milk River —susurré, porque era lo más parecido al habla que podía conseguir.

Él se inclinó para acercar su oído a mi cabeza.

—Ve por el Sapo. Él mató a Vogel. Ten cuidado, apúntale bien. Que diga que fue en defensa propia, a lo mejor consigues una confesión. Enciérralo con los otros.

Dulces sueños de nuevo.

Cuando volví a abrir los ojos era de noche y había una tenue lámpara en la habitación. Clio Landes estaba sentada junto a mi cama, mirando al suelo, desconsolada.

—Buenas noches —conseguí decirle.

Me arrepentí de haber hablado.

Se me puso a llorar y me tuve que ocupar de asegurarle que ya la había perdonado por haber trucado mi arma. No sé cuántas veces la perdoné. Llegó a convertirse en una maldita molestia.

Para conseguir que se callara tuve que cerrar los ojos y hacerme el dormido.

Algo debí de dormir, porque cuando abrí los ojos de nuevo era de día y el que estaba en la silla era Milk River.

Se levantó sin mirarme, con la cabeza gacha.

—Me voy a ir, jefe, ahora que veo que todo va bien. De todos modos, quiero que sepa que si llego a saber lo que esa… Lo que le habían hecho a su arma, nunca le habría disparado.

—¿Qué te pasaba, de todas formas? —le gruñí.

—Supongo que me volví loco —farfulló—. Había tomado un par de copas y luego Bardell me llenó la cabeza de cosas sobre usted y ella y me dijo que me estaba tomando el pelo. Y… Supongo que simplemente me volví loco.

—¿Todavía te queda algo dentro?

—¡Caramba, no, jefe!

—Entonces, déjate de tonterías, siéntate y habla claro. ¿La chica y tú seguís peleando?

La confirmación fue de lo más profana y enfática.

—¡Qué tontorrón! —le dije—. Ella es de fuera, añoraba su Nueva York. Yo podía hablar el mismo lenguaje que ella y conocía a algunos de sus amigos. No había nada más…

—Pero eso no es lo importante, jefe. Cualquier mujer capaz de…

—¡Atontado! Fue una trampa malvada, de acuerdo. Pero una mujer capaz de hacer una trampa como esa por ti cuando estás metido en un lío vale un millón por kilo. Ahora, sal corriendo, encuentra a esa tal Clio y tráela de vuelta contigo.

Fingió que se iba a regañadientes. Pero oí la voz de Clio cuando él llamó a su puerta. Y luego me dejaron tirado en el lecho del dolor una buena hora entera antes de acordarse de mí. Al entrar caminaban tan juntos que se iban pisoteando.

—Y ahora, hablemos de trabajo —refunfuñé—. ¿Qué día es hoy?

—Lunes.

—¿Detuviste al Sapo?

—Hice lo que me dijo —respondió Milk River, que compartía la única silla con la chica—. Ahora está en la cárcel del condado; fue con todos los demás. Se tragó el anzuelo de la defensa propia y me lo confesó todo. ¿Cómo lo descubrió, jefe?

—¿Cómo descubrí qué?

—Que el Sapo había matado al pobre Slim. Dice que Slim vino esa noche, lo despertó, comió y bebió por valor de un dólar y diez centavos y luego lo retó a ver si era capaz de cobrárselo. En la subsiguiente discusión, Slim fue a desenfundar, el Sapo se asustó y le disparó… Tras lo cual, Slim cumplió con su papel y salió trastabillando hasta la puerta para morirse. Pero ¿usted cómo lo ha sabido?

—No debería revelar ningún secreto profesional, pero esta vez lo voy a hacer. El Sapo estaba limpiando la casa cuando llegué a preguntarle qué sabía él del asesinato, y había limpiado ya el suelo, antes que el techo. Si eso tenía algún significado, tenía que ser que se había visto obligado a limpiar el suelo y estaba haciendo una limpieza general para enmascararlo. Así que tal vez Slim había manchado el suelo con su sangre.

»Empezando por ahí, lo demás fue bastante fácil. Slim se fue del Border Palace en un estado de ánimo peligroso, arruinado pese a que había empezado ganando, humillado por el triunfo de Nisbet en el enfrentamiento para quitarse mutuamente la pistola, aún más amargado por lo que había estado bebiendo todo el día. Red Wheelan le había recordado aquella tarde lejana en que el Sapo lo había seguido hasta su rancho para cobrarle dos centavos. ¿No le parecía probable que mantuviera esa mezquindad en el local del propio Sapo? El hecho de que a Slim no le hubiesen disparado con la escopeta recortada no significaba nada. Para empezar, yo nunca creí demasiado en esa escopeta. Si el Sapo la necesitara para defenderse, no la habría tenido tan a la vista. Ni debajo de un estante, de donde no era fácil sacarla. Se me ocurrió que la tenía allí para que cumpliera un efecto moral, y debía tener otra guardada y lista para usar.

»Otro punto que se os escapó fue que Nisbet parecía contar una historia sincera, nada que ver con el cuento que se hubiera inventado en caso de ser culpable. Las historias de Bardell y de Chick no eran tan buenas, pero cabe la posibilidad de que realmente creyeran que Nisbet había matado a Slim y pretendieran darle coartada.

Milk River me sonrió y atrajo a la chica hacia sí.

—No es tonto del todo —dijo—. Ya me advirtió Clio la primera vez que lo vio de que no intentara hacerle ninguna jugarreta.

Una mirada distante se asomó a sus ojos claros.

—Piense en todos los que han terminado muertos, mutilados, encarcelados… Y todo por un dólar y diez centavos. Suerte que a Slim no le dio por comerse algo que costara cinco dólares. ¡Hubiera dejado Arizona sin habitantes!