XI

En cuanto me quedé a solas con el muerto pasé por encima de él y me agaché ante la caja fuerte. Aparté de un empujón las cartas, los papeles, y busqué fotografías. No se veía ninguna. Dentro de la caja había un compartimento cerrado.

Registré el cadáver. No había ninguna llave. El compartimento cerrado no era muy fuerte, pero tampoco es que yo sea el mejor reventador de cajas del oeste. Me costó un rato abrirlo.

Dentro estaba lo que andaba buscando. Un fajo voluminoso de negativos. Una pila de copias impresas… Medio centenar.

Me puse a revisarlas en busca de los retratos de las Banbrock. Quería echármelas al bolsillo antes de que volviera Pat. No sabía si me dejaría llegar mucho más allá.

Me faltó suerte… Y también el rato que había dedicado a forzar el compartimento. Pat regresó cuando todavía iba por la sexta foto de la pila. Las seis eran… Bastante duras.

—Bueno, ya está hecho —gruñó Pat al entrar en el cuarto—. Se ha quedado con Dick. Elwood está muerto, igual que el único negro que he visto arriba. Parece que todos los demás se han largado. No ha aparecido ningún poli, así que he llamado para pedir que manden un furgón lleno.

Me levanté con el fajo de negativos en una mano y el montón de fotos en la otra.

—¿Qué es todo eso? —preguntó.

Lo ataqué de nuevo:

—Fotografías. Me acabas de hacer un gran favor, Pat. Y no soy tan cerdo como para pedirte otro. Pero te voy a poner algo delante, Pat. Yo te lo enseño y tú ya le pondrás nombre. Esto… —agité las fotos ante su cara—. Esto era el pagaré de Hador. Las fotos que usaba para cobrar, o las que pensaba usar más adelante. Son fotos de gente, Pat, sobre todo mujeres y chicas, y algunas son bastante podridas.

»Si los periódicos de mañana dicen que después de los fuegos artificiales en esta casa ha aparecido un montón de fotos, habrá una larga lista de suicidios en los del día siguiente, y otra de desaparecidas, más larga todavía. Si la prensa no menciona las fotos, tal vez las listas sean más cortas, aunque no mucho. Algunas de las retratadas en estas fotos saben que están aquí. Esperarán que la policía vaya a buscarlas. Esto es lo que sabemos de estas fotos: que dos mujeres se han matado para librarse de ellas. Es un montón de material que puede dinamitar a mucha gente, Pat, y a muchas familias, si se da cualquiera de esas dos opciones a la prensa.

»En cambio, Pat, supongamos que los periódicos cuentan que Hador, justo antes de que le disparases, consiguió quemar un montón de fotos y papeles, dejarlos tan chamuscados que ya eran irreconocibles. ¿No te parece probable, en ese caso, que no haya más suicidios? ¿Que algunas desapariciones de los últimos meses se arreglen? Ahí lo tienes, Pat. Ponle tú misma el nombre.

Pasado el tiempo, cuando miro hacia atrás me parece que nunca en toda mi vida había sido tan elocuente.

Pero Pat no aplaudió.

Me maldijo. Me maldijo de cabo a rabo, con toda la amargura y con un sentimiento tan fuerte que me hizo entender que acababa de ganar otro punto en mi partida. Me dijo una cantidad de insultos que nunca había oído pronunciar a un hombre de carne y hueso, alguien a quien, por lo mismo, se pudiera responder con un puñetazo.

Cuando hubo terminado, llevamos a la habitación contigua los papeles y las fotos y una pequeña agenda que encontramos en la caja fuerte y los metimos en la pequeña estufa redonda de leña. Hasta el último documento estaba ya convertido en cenizas cuando oímos llegar a la policía.

—¡Y hasta aquí hemos llegado! —exclamó Pat cuando dimos por terminado el trabajo—. No me vuelvas a pedir que haga algo por ti ni aunque vivas mil años.

—Hasta aquí hemos llegado —repetí como un eco.

Pat me cae bien. Es un buen tipo. La sexta foto del montón era de su esposa: la hija del importador de café, temeraria y de mirada caliente.