IX

Pat Reddy tenía una mano apoyada en el respaldo de una silla y se sujetaba el vientre con la otra. En sus ojos había un dolor de cristal. Tenía el aspecto de un hombre que acababa de recibir una patada.

Fracasó en el intento de sonreír. Inclinó la cabeza hacia la parte trasera de la casa. Para allá me fui.

En un pequeño pasillo me encontré con Raymond Elwood.

Estaba jadeando y empujando frenéticamente una puerta cerrada. En su cara vi el blanco duro del terror absoluto.

Medí la distancia que nos separaba.

Se dio la vuelta justo cuando yo saltaba.

Cargué con todo al golpear hacia abajo con el cañón del arma…

Una tonelada de carne y hueso chocó contra mi espalda.

Salí disparado contra la pared, sin aliento, aturdido, mareado.

Unos brazos envueltos en seda rosa y rematados por manos negras rodearon mi cuerpo con fuerza.

Me pregunté si habría un regimiento entero de negros chabacanos…, o si estaba chocando con el mismo una y otra vez.

Este no me dejó pensar mucho.

Era grande. Era fuerte. No tenía buenas intenciones.

El brazo que sostenía el arma estaba aplastado por mi cuerpo, apuntando hacia abajo. Intenté disparar a los pies del negro. Fallé. Lo volví a intentar. Movió los pies. Me retorcí para quedar medio encarado hacia él.

Elwood se me echó encima por el otro lado.

El negro me dobló hacia atrás, plegándome la columna como si fuera un acordeón.

Luché por mantener rígidas las rodillas. Tenía demasiado peso encima. Las rodillas flaquearon. Mi cuerpo se curvó hacia atrás.

Pat Reddy, balanceándose desde la puerta, apareció por encima del hombro del negro, brillando como un ángel Gabriel.

Había un dolor gris en la cara de Pat, pero tenía los ojos despejados. Sostenía un arma en la mano derecha. La izquierda estaba sacando una porra del bolsillo.

Atizó el cráneo pelado del negro con la porra.

El negro se apartó de mí, sacudiendo la cabeza.

Pat le volvió a dar antes de que se le echara encima. Le dio en toda la cara, pero no consiguió tumbarlo.

Como ya había liberado el brazo que sostenía el arma, agujereé limpiamente el pecho de Elwood y lo dejé caer resbalando hacia el suelo.

El negro tenía a Pat acorralado contra la pared y lo estaba agobiando mucho. Su amplia espalda roja era un buen blanco.

Sin embargo, yo había usado ya cinco de las seis balas de mi arma. Llevaba más en el bolsillo, pero para recargar hace falta tiempo.

Me liberé del débil agarrón de Elwood y puse manos a la obra contra el negro, con la empuñadura del arma. En la zona donde se unían el cráneo y el cuello había una lorza de carne. Cuando le di por tercera vez cayó al suelo, llevando a Pat consigo.

Lo hice rodar para quitárselo de encima. El rubio agente de la policía —no tan rubio en ese momento— se levantó.

Al otro lado del pasillo, por una puerta abierta se veía una cocina vacía.

Pat y yo nos acercamos a la puerta que Elwood había intentado abrir. Era una sólida obra de carpintería, bien sujeta.

Unidos bajo el mismo yugo, empezamos a golpear la puerta con la suma de nuestros ciento setenta o ciento setenta y cinco kilos.

Tembló, pero aguantó. Volvimos a golpear. Alguna madera que no veíamos crujió.

Otra vez.

La puerta salió disparada. Nada más entrar caímos por un tramo de escalones, rodando, bajando como una bola de nieve hasta que nos detuvo el suelo de cemento.

Pat fue el primero en revivir.

—Como acróbata eres malísimo —dijo—. ¡Suéltame el cuello!

Me levanté. Se levantó. Parecía que nos hubiera dado por dividir la tarde entre caer al suelo y levantarnos.

Había un interruptor a la altura de mi hombro. Lo accioné.

Si yo tenía el mismo aspecto que Pat, éramos un buen par de pesadillas. Todo él era mugre y carne viva y ya no le quedaba ropa suficiente para esconderla.

Como no me gustaba su pinta, recorrí con la mirada el sótano en que nos encontrábamos. Al fondo había un horno de leña, con su cajón para las ascuas y su leña amontonada. Por la parte delantera había un pasillo y algunas habitaciones, como en los pisos superiores.

La primera puerta que probamos estaba cerrada con llave, pero no era muy fuerte. Después de destrozarla vimos que era un cuarto oscuro para revelar fotografías.

La segunda puerta no estaba cerrada y nos dio acceso a un laboratorio químico: retortas, tubos, quemadores y un pequeño alambique. Había una pequeña estufa redonda de hierro en medio del cuarto. No había nadie.

Salimos al pasillo y llegamos a la tercera puerta sin demasiado ánimo. Aquel sótano parecía una metedura de pata. Estábamos perdiendo el tiempo allí abajo, cuando nos temíamos que haber quedado arriba. Probé la puerta.

Tan firme que ni temblaba.

La golpeamos con todo nuestro peso, juntos, para probar. Ni se sacudió.

—Espera.

Pat se acercó a la pila de leña del fondo y regresó con una hacha.

Blandió el hacha contra la puerta y le arrancó un fragmento de madera. Unos puntos de luz plateada brillaron por el agujero. Al otro lado de la puerta había una plancha de hierro, o de acero.

Pat descansó el hacha en el suelo y se apoyó en el mango.

—Tú dirás lo que hay que hacer —dijo.

Yo no tenía nada que sugerir, salvo:

—Me voy a instalar aquí. Tú lárgate arriba, a ver si ha aparecido alguno de tus policías. Esto es un agujero olvidado por Dios, pero puede que alguien haya dado la alarma. Busca a ver si puedes encontrar otra manera de entrar en esa habitación, quizás una ventana, o la cantidad de gente necesaria para reventar esta puerta.

Pat se volvió hacia la escalera.

Lo detuvo un sonido: el tintineo de unas tuercas al otro lado de la puerta forrada de hierro.

De un salto, Pat se plantó a un lado del marco. Yo di un paso para colocarme en el otro.

La puerta se abrió lentamente hacia dentro. Demasiado lentamente.

La abrí de una patada.

Pat y yo entramos en la habitación justo después de la patada.

Golpeó a la mujer con un hombro. Conseguí agarrarla antes de que cayera.

Pat le quitó el arma. Yo la puse en pie de nuevo.

Su cara era un cuadrado blanco.

Era Myra Banbrock, pero ahora no tenía nada de la masculinidad que sí había visto en sus fotos y descripciones.

Mientras la sujetaba con un brazo, que también servía para inmovilizar sus manos, eché un vistazo a la habitación.

Era un cubículo pequeño, con las paredes metálicas y pintadas de color marrón. En el suelo había un hombrecillo muerto.

Un hombre pequeñajo, vestido con ropas prietas, de terciopelo y seda. Camisa y bombachos negros de terciopelo, calcetines y gorra negros de seda, zapatitos negros de ante. Cara pequeña, vieja, huesuda, pero lisa como una piedra, sin una sola marca o arruga.

Tenía un agujero en el remate alto del cuello de la camisa, justo por debajo de la barbilla. La sangre brotaba lentamente por el agujero. Alrededor, en el suelo, se notaba que hasta poco antes había sangrado con más fuerza.

Tras él se veía una caja fuerte abierta. En el suelo, ante la caja, había papeles derramados, como si alguien la hubiera inclinado para vaciarla.

La chica me empujó el brazo.

—¿Lo has matado tú? —le pregunté.

—Sí.

Tan suave que un metro más allá no lo hubiera oído.

—¿Por qué?

Sacudió la cabeza con gesto de cansancio para apartar el cabello corto y moreno de los ojos.

—¿Acaso cambia algo? —preguntó—. La verdad es que lo he matado.

—Puede que sí cambie —le dije, al tiempo que retiraba el brazo y me acercaba a la puerta para cerrarla. La gente habla con más libertad en una habitación con la puerta cerrada—. Da la casualidad de que trabajo para tu padre. El señor Reddy es agente de la policía. Por supuesto, ninguno de los dos puede quebrantar la ley, pero si nos cuentas lo que ha pasado quizá podamos ayudarte.

—¿Trabaja para mi padre? —preguntó.

—Sí. Cuando tu hermana y tú desaparecisteis, me contrató para buscaros. Encontramos a tu hermana y…

Sus ojos y su voz recobraron la vida.

—¡Yo no maté a Ruth! —exclamó—. ¡Los periódicos mintieron! ¡No la maté! No sabía que tenía el revólver. ¡No lo sabía! Queríamos escaparnos para escondernos de… De todo. Paramos en el bosque para quemar las… Para quemar aquello. Entonces supe por primera vez que ella tenía el revólver. Al principio habíamos hablado de suicidarnos, pero yo la había convencido, o creía que la había convencido, para que no lo hiciera. Intenté quitarle el revólver, pero no pude. Se disparó cuando intentaba quitárselo. Intenté evitarlo. ¡Yo no la maté!

La cosa iba en serio.

—¿Y luego? —la animé.

—Y luego me fui a Sacramento y dejé el coche allí y volví a San Francisco. Ruth me había dicho que le había mandado una carta a Raymond Elwood. Me lo había dicho antes de que la convenciera para que no se matara… La primera vez. Intenté que Raymond me devolviera la carta. Le había escrito que se iba a matar. Intenté recuperar la carta, pero Raymond me dijo que se la había pasado a Hador.

»Entonces, esta noche he venido a recuperarla. La acababa de recuperar cuando se ha empezado a oír todo ese ruido arriba. Entonces ha venido Hador y me ha pillado. Ha cerrado la puerta. Y… Y le he disparado con el revólver que había en la caja fuerte. Le… Le he disparado cuando se ha puesto de espaldas, sin darle tiempo a decir nada. Tenía que ser así. Si no, no hubiese podido hacerlo.

—¿O sea que le has disparado sin previo ataque o amenaza por su parte? —preguntó Pat.

—Sí. Me daba miedo, me daba miedo dejarle hablar. ¡Lo odiaba! No lo he podido evitar. Tenía que ser así. Si hubiéramos hablado, no habría sido capaz de dispararle. No… ¡No me lo habría permitido!

—¿Quién era ese tal Hador? —pregunté.

Ella dejó de mirar a Pat y a mí y paseó la mirada por las paredes, el techo, el hombrecillo muerto en el suelo.