VIII

Pat Reddy y yo fuimos directamente al camino que llevaba a la puerta principal de la casa amarilla, disimulado entre la maleza, y llamamos al timbre.

Abrió la puerta un negro grande, tocado con un fez rojo, chaqueta roja de seda sobre una camisa de seda de rayas rojas, pantalones rojos de zuavo y pantuflas rojas. Llenaba todo el espacio de la puerta abierta, enmarcado en la oscuridad del recibidor que se extendía tras su cuerpo.

—¿El señor Maxwell está en casa? —pregunté.

El negro negó con la cabeza y dijo unas palabras en algún idioma que no conozco.

—Entonces, ¿el señor Elwood?

Otra negativa. Más jerigonza.

—Entonces, vamos a ver quién hay —insistí.

Entre el batiburrillo de palabras que no significaban nada para mí, capté tres en un inglés embrollado y me pareció que eran «señor», «no» y «casa».

La puerta empezó a cerrarse. Puse un pie para frenarla.

Pat sacó la placa.

El negro sabía poco inglés, pero sabía reconocer una placa policial.

Pateó el suelo con un pie, hacia atrás. En la parte trasera de la casa sonó un gong ensordecedor.

El negro apoyó todo su peso en la puerta para empujarla.

Yo cargué el peso en el pie que la bloqueaba, me incliné y empujé en sentido contrario.

En un arco que arrancaba desde la cadera, lancé un puñetazo que le dio en pleno centro.

Reddy empujó la puerta y pasamos al recibidor.

—Por Dios, gordito —jadeó el negro en buen dialecto virginiano—, ¡me has hecho daño!

Reddy y yo pasamos a su lado y avanzamos por un pasillo cuyos límites se perdían en la oscuridad.

Me detuvo el pie de una escalera.

Arriba, alguien disparó un arma. Parecía que nos apuntaba. No nos acertó.

Un babel de voces —chillidos de mujeres, gritos de hombres— iba y venía en el piso de arriba; iba y venía, como si alguien abriera y cerrara una puerta.

—¡Arriba, muchacho! —aulló Reddy en mi oído.

Subimos la escalera. No encontramos al hombre que nos había disparado.

Arriba había una puerta cerrada. Reddy la reventó con su mole.

Nos adentramos en una luz azulada. Una sala grande, toda púrpura y oro. Una confusión de muebles volcados y alfombras arrugadas. A lo lejos, junto a una puerta, se veía una zapatilla plateada. En el centro de la sala, en el suelo, había un vestido verde de seda. No había nadie.

Dirigí a Pat a la carrera hacia la cortina que tapaba la puerta del fondo, más allá de la zapatilla. La puerta no estaba cerrada con llave. Reddy la abrió por completo de un tirón.

Una habitación con tres chicas y un hombre agazapados en un rincón, con el miedo en el rostro. No estaban entre ellos Myra Banbrock, ni Raymond Elwood, ni nadie que nos resultara conocido.

Tras un primer vistazo rápido, desviamos las miradas.

Una puerta abierta al otro lado del cuarto nos llamó la atención.

La puerta daba a una habitación pequeña.

La habitación era un caos.

Un cuarto pequeño, atiborrado, heno de cuerpos enmarañados. Cuerpos vivos que bullían, se agitaban. La habitación era un embudo hacia el que se habían precipitado una serie de hombres y mujeres. Se derramaban ruidosamente hacia una ventana pequeña que era como el caño de salida del embudo. Hombres y mujeres, jóvenes, chicas, todos gritando, forcejeando, retorciéndose, luchando. Algunos no llevaban ropa.

—¡Hemos de pasar al fondo y bloquear la ventana! —me gritó Pat al oído.

—¡Y una…! —empecé, pero él ya se había adelantado hacia la confusión.

Arranqué tras él.

No pretendía bloquear la ventana. No pretendía salvar a Pat de su estupidez. Ni cinco hombres hubieran podido abrirse paso entre aquel torbellino bullicioso de maníacos. Ni diez hombres los habrían apartado de la ventana.

Pese a su gran tamaño, Pat había caído ya cuando llegué a su altura. Una chica medio vestida —una niña— le atacaba la cara con sus tacones largos y finos. Lo descuartizaban con pies y manos.

Tuve que golpear unas cuantas espinillas y algunas muñecas con el cañón de mi arma para apartar a la gente y sacarlo a rastras de ahí.

—¡Myra no está aquí! —le grité al oído mientas lo ayudaba a levantarse—. ¡Elwood no está aquí!

No estaba seguro, pero no los había visto y dudaba que estuvieran mezclados con aquel lío. Aquellos salvajes, que de nuevo bullían hacia la ventana sin prestarnos atención, fueran quienes fuesen, no eran los responsables. Eran la masa, y los que mandaban no debían de mezclarse con ellos.

—Probemos en las demás habitaciones —grité de nuevo—. Estos no son los que buscamos.

Pat se frotó la cara rasguñada con el dorso de la mano y se echó a reír.

—Desde luego, está claro que los que busco yo no son.

Desanduvimos el camino hacia la escalera por la que habíamos subido. El hombre y las chicas de la habitación anterior se habían ido.

Al llegar a la escalera nos detuvimos. A nuestras espaldas no se oía más ruido que el babel de los lunáticos que luchaban por escapar, algo más débil ya.

Abajo se cerró de golpe una puerta.

De la nada apareció un cuerpo, me golpeó en la espalda y me dejó tumbado boca abajo en el rellano.

Noté el tacto de la seda en la mejilla. Una mano fuerte me toqueteaba el cuello.

Doblé la muñeca hasta que mi arma quedó pegada a mi mejilla, apuntando hacia arriba. Entoné una oración por mi oído y apreté el gatillo.

Se me incendió la mejilla. Toda mi cabeza era un rugido a punto de estallar.

La seda resbaló.

Pat me levantó.

Empezamos a bajar la escalera.

¡Fiuuu!

Un objeto pasó rozándome la cara y me alborotó el pelo.

Un millar de fragmentos de cristal, porcelana y yeso explotó hacia arriba desde mis pies.

Alcé al mismo tiempo la cabeza y el arma.

Los brazos de un negro envuelto en seda rosa seguían tendidos asomados por encima de la balaustrada.

Le mandé dos balas. Pat le mandó otras dos.

El negro se tambaleó por encima de la barandilla.

Cayó hacia nosotros con los brazos abiertos, el canto del cisne de un muerto.

Correteamos escalera abajo para que no nos cayera encima.

Al aterrizar hizo temblar toda la casa, pero nosotros ya no lo estábamos mirando.

La lisa y brillante cabellera de Raymond Elwood retenía nuestra atención.

A la luz que llegaba desde arriba, se asomó por una furtiva décima de segundo junto al poste de la barandilla, al pie de la escalera. Se asomó y desapareció.

Pat Reddy, más cerca de la barandilla que yo, apoyó en ella una mano para saltarla por encima y caer en la negrura que nos esperaba abajo.

Yo llegué al pie de la escalera en dos saltos, me agarré al poste para doblar hacia un lado y me lancé hacia la oscuridad del recibidor, repentinamente ruidoso.

Choqué con una pared que no había visto. Hice carambola con la pared opuesta y entré girando en una habitación invadida por la grisura de la luz del día filtrada por las cortinas, después de la oscuridad total del recibidor.