VII

Repasé la lista durante cuatro días. Perseguí, encontré, interrogué e investigué a los amigos y parientes de las mujeres de mi lista. Todas mis preguntas iban en la misma dirección. ¿Conocía a Myra Banbrock? ¿A Ruth? ¿A la señora Correll? ¿Había pasado alguna estrechez económica antes de morir o desaparecer? ¿Había destruido algo antes de morir o desaparecer? ¿Conocía a alguna de las demás mujeres de mi lista?

Tres veces obtuve un sí.

Sylvia Varney, una chica de veinte años que se había matado el 5 de noviembre, había sacado seiscientos dólares del banco una semana antes de morir. Ningún miembro de su familia podía explicar qué había hecho con ese dinero. Una amiga de Sylvia Varney —Ada Youngman, una mujer casada de veinticinco o veintiséis años— había desaparecido el 2 de diciembre y aún no la habían encontrado. Sylvia Varney había estado en su casa una hora antes de matarse.

Dorothy Sawdon, una viuda joven, se había pegado un tiro la noche del 13 de enero. No había dejado rastro del dinero heredado de su marido, ni de los fondos del club en el que cumplía las funciones de tesorera. Nunca apareció un sobre abultado que su criada recordaba haberle entregado aquella misma tarde.

La conexión de esas tres mujeres con el caso Banbrock-Correll era bastante desdibujada. Ninguna de ellas había hecho nada que no hagan nueve de cada diez mujeres que se suicidan o desaparecen. Sin embargo, a las tres se les habían acumulado los problemas durante los últimos meses y las tres eran mujeres de posición social y económica parecida a la de las Banbrock y la Correll.

Después de repasar toda la lista sin obtener pistas frescas, volví a esas tres.

Tenía los nombres y direcciones de sesenta y dos amigos de las hermanas Banbrock. Me puse como objetivo conseguir un catálogo parecido de las otras tres mujeres que me interesaba incorporar a la partida. No tuve que cavar solo. Por suerte, en aquel momento había dos o tres agentes sin nada que hacer en la oficina.

Encontramos algo.

La señora Sawdon conocía a Raymond Elwood. Sylvia Varney conocía a Raymond Elwood. No había ninguna prueba de que la señora Youngman también lo conociera, pero era bastante probable. Ella y la Varney eran muy amigas.

Yo había interrogado ya al tal Raymond Elwood por su relación con las hermanas Banbrock, pero no le había prestado una atención especial. Lo había considerado como uno más de los muchos jóvenes de melena lisa y presencia acicalada que había en la lista.

Volví a visitarlo, esta vez con mucho más interés. El resultado fue prometedor.

Como ya he dicho antes, tenía una agencia inmobiliaria en la calle Montgomery. No conseguimos dar con un solo cliente que hubiera tenido en su vida, ni encontrar rastros de que hubiera existido alguno jamás. Tenía un apartamento en el barrio de Sunset, donde vivía solo. El rastro de su presencia en la ciudad se remontaba apenas a diez meses atrás, aunque no pudimos determinar exactamente dónde empezaba. Al parecer no tenía parientes en San Francisco. Pertenecía a un par de clubes elegantes. Había una vaga suposición de que tenía «buenos contactos en el este». Gastaba dinero.

No podía encargarme yo de seguirlo porque hacía poco que lo había interrogado. Se encargó Dick Foley. Elwood apenas pasó por la oficina durante los tres primeros días de seguimiento. Apenas estuvo en el distrito financiero. Visitó sus clubes, se dedicó a bailar, tomar el té y cosas por el estilo, y cada día pasó en algún momento por una casa de Telegraph Hill.

La primera tarde de seguimiento por parte de Dick, Elwood fue a la casa de Telegraph Hill con una chica alta y rubia de Burlingame. La segunda —al anochecer—, con una joven rellenita que salía de una casa de Broadway. La tercera noche, con una muy joven que parecía vivir en el mismo edificio que él.

Elwood y sus acompañantes solían pasar tres o cuatro horas en la casa de Telegraph Hill. Otras personas —todas con aspecto de solvencia económica— entraban y salían de la misma casa mientras Dick vigilaba.

La casa estaba aislada. La entrada quedaba protegida por árboles y matorrales.

Di un buen repaso a esa sección de la colina, visitando todas las residencias que quedaran a tiro de piedra de la casa amarilla. Nadie sabía nada de la casa, ni de sus ocupantes. La gente de ese barrio no es demasiado curiosa; tal vez porque la mayoría tiene también algo que esconder.

Ninguno de mis ajetreos arriba y abajo por la colina sirvió de nada hasta que averigüé de quién era la casa amarilla. Pertenecía a una fundación de cuyos asuntos se encargaba la West Coast Trust Company, en representación de un cliente llamado T. F. Maxwell.

No logramos dar con Maxwell. No logramos dar con nadie que conociera a Maxwell. No logramos dar con ninguna prueba de que Maxwell fuese algo más que un nombre.

Uno de los agentes se presentó en la casa amarilla de la colina y pasó una hora llamando al timbre sin obtener respuesta. No lo volvimos a intentar porque, en esa fase, no queríamos remover demasiado el asunto.

Viajé de nuevo a la colina, a buscar casa. No encontré una tan cerca de la casa amarilla como hubiera querido, pero sí conseguí alquilar un piso de tres habitaciones desde el cual se podía vigilar el camino de entrada.

Dick y yo nos instalamos en el piso —con Pat Reddy, cuando se lo permitían sus otras obligaciones— y desde allí vigilábamos los coches que entraban por el camino de entrada a la casa de color de huevo, protegido por los árboles. Solían ir ocupados por mujeres. Elwood iba cada día: una vez acudió solo; las otras, con mujeres cuyos rostros no alcanzábamos a distinguir desde nuestra ventana.

A veces seguíamos a las visitantes cuando se iban. Siempre eran, sin excepción, personas de situación económica razonablemente buena, algunas incluso con cierta prominencia social. No nos acercamos a hablar con ninguna. Cuando das palos de ciego, hasta el pretexto más planificado puede hacer saltar la liebre.

Así pasaron tres días… Hasta que llegó nuestra oportunidad.

Era a última hora de la tarde, apenas había oscurecido. Pat Reddy había telefoneado para decirnos que llevaba dos días y una noche metido en un caso y que se iba a pasar un día entero durmiendo. Dick y yo estábamos sentados junto a la ventana de nuestro piso para ver qué automóviles entraban por el camino de la casa amarilla y anotar sus matrículas cuando pasaban bajo el área de luz de un blanco azulado proyectada sobre la carretera por una farola justo al otro lado de la ventana.

Llegó una mujer a pie, cuesta arriba. Era alta y de constitución fuerte. Llevaba un velo oscuro que disimulaba sus rasgos, aunque no era demasiado denso para que la intención de esconderlos no fuera demasiado evidente. Subió colina arriba, más allá de nuestro piso, por la acera opuesta.

La brisa nocturna del Pacífico hacía chirriar el cartel de la tienda de comestibles que, un poco más allá, se mecía bajo la farola. El viento atrapó a la mujer cuando salió del área protegida por nuestro edificio. La chaqueta y la falda se arremolinaron. La mujer se encaró al viento y se sujetó el sombrero. El velo flameó y se apartó de la cara.

Aquella cara pertenecía a una fotografía: era la cara de Myra Banbrock.

Dick la reconoció al mismo tiempo que yo.

—¡Nuestra niña! —exclamó al tiempo que se levantaba de un salto.

—Espera —dije—. Entrará en la casa, al final de la cuesta. Déjala. Iremos a buscarla cuando ya esté dentro. Así tenemos excusa para registrar el sitio.

Entré en la habitación contigua, donde teníamos el teléfono, y marqué el número de Pat Reddy.

—No ha entrado —dijo Dick, desde la ventana—. Sigue andando, más allá del camino de entrada.

—¡Sigámosla! —ordené—. ¡No tiene ningún sentido! ¿Qué le pasa? —Estaba medio indignado—. ¡Tiene que entrar! Síguela tú. Te buscaré cuando haya hablado con Pat.

Dick salió tras ella.

La mujer de Pat contestó al teléfono. Le dije quién era.

—¿Puedes arrancar a Pat de las sábanas y mandarlo para aquí? Ya sabe dónde estoy. Dile que lo necesito con urgencia.

—Lo haré —prometió—. Lo mando para allá en diez minutos… Dondequiera que estéis.

Salí a la calle y subí la cuesta, en busca de Dick y Myra Banbrock. No estaban a la visa. Pasé junto a los matorrales que enmascaraban la casa amarilla y seguí avanzando por la curva del camino de piedra, hacia la izquierda. Ninguna señal de su presencia.

Me volví justo a tiempo para ver a Dick entrando en nuestro piso. Lo seguí.

—Ha entrado —dijo cuando me reuní con él—. Ha seguido por la carretera, luego ha cortado entre los matorrales, ha regresado al borde del acantilado y se ha colado, con los pies por delante, por una ventana del sótano.

Qué bonito. Cuanto más alocado es el comportamiento de la persona a quien sigues, por norma general, más cerca estás de que se terminen todos tus problemas.

Reddy llegó un par de minutos más tarde de lo que había prometido su esposa. Entró abrochándose la ropa.

—¿Qué diablos le has dicho a Althea? —me gruñó—. Me ha dado un abrigo para que me lo pusiera por encima del pijama y me ha tirado el resto de la ropa en el coche. Me la he tenido que poner mientras venía hacia aquí.

—Dentro de un rato lloro contigo —le dije, despreciando sus problemas—. Myra Banbrock acaba de entrar en la casa por una ventana del sótano. Elwood lleva una hora dentro. Vamos a entrar.

Pat es muy riguroso.

—A pesar de todo, necesitamos papeles.

—Claro —convine—. Pero los puedes arreglar después. Para eso estás aquí. El condado de Contra Costa quiere que la detengamos; vete a saber si será para juzgarla por asesinato. No necesitamos más excusas para entrar ahí. Entramos por ella. Si da la casualidad de que encontramos algo más… Mejor que mejor.

Pat terminó de abrocharse el chaleco.

—Bueno, de acuerdo —dijo en tono amargo—. Como tú quieras. Pero si me las cargo por registrar una casa sin permiso, tendrás que darme un trabajo en esa agencia tuya que se dedica a contravenir las leyes.

—Lo haré. —Me volví hacia Foley—. Tendrás que quedarte fuera, Dick. No le pierdas ojo a la salida. No molestes a nadie más, pero si sale la chica Banbrock te pegas a ella.

—Ya me lo esperaba —se quejó Dick—. Siempre que hay algo divertido, ya puedo dar por hecho que me tocará quedarme tirado en una esquina.