VI

Reddy encendió uno de sus horribles cigarrillos.

—Hemos encontrado el coche —dijo el Viejo.

—¿Dónde?

—En Sacramento. Lo dejaron en un garaje a última hora del viernes, o a primera del sábado. Ha ido Foley a investigarlo. Y Reddy ha descubierto un nuevo enfoque.

Pat asintió a través del humo.

—Esta mañana ha venido el dueño de una casa de empeños —explicó Pat— y nos ha contado que Myra Banbrock y otra chica fueron a su negocio la semana pasada y empeñaron un montón de cosas. Le dieron nombres falsos, pero él jura que una de ellas era Myra. Reconoció la foto en cuanto la vio en el periódico. La que la acompañaba no era Ruth. Era una rubia bajita.

—¿La señora Correll?

—Ajá. El tipejo no lo puede jurar, pero creo que va por ahí. Parte de las joyas eran de Myra, otras de Ruth y las demás no se sabe. Quiero decir, no podemos demostrar que pertenecieran a la señora Correll, pero lo haremos.

—¿Cuándo ocurrió eso?

—Lo empeñaron todo el lunes anterior a su partida.

—¿Has visto a Correll?

—Ajá —dijo Pat—. He hablado mucho con él, pero sus respuestas no sirven de mucho. Dice que no sabe si le faltan joyas o no, y que no le importa. Dice que eran de ella y que podía hacer lo que le diera la gana con ellas. Estuvo más bien desagradable. Me entendí un poco mejor con una de las sirvientas. Dice que algunos adornos de la señora Correll desaparecieron la semana pasada. La señora Correll le dijo que se las había prestado a una amiga. Mañana enseñaré a la sirvienta las piezas que tiene el de la casa de empeños, a ver si las puede reconocer. No sabía nada más, aparte de que la señora Correll estuvo desaparecida un rato el viernes, el mismo día en que se fueron las chicas Banbrock.

—¿Desaparecida? ¿Qué quieres decir? —pregunté.

—Salió a última hora de la mañana y no volvió a aparecer hasta las tres de la mañana siguiente, más o menos. Tuvo una bronca con Correll por eso, pero se negó a decirle dónde había estado.

Eso me gustó. Podía significar algo.

—Y —siguió Pat— Correll se acaba de acordar de que su esposa tenía un tío que se volvió loco en Pittsburgh, en 1902, y sufría un miedo morboso a enloquecer también ella y a menudo decía que si se daba cuenta de que estaba perdiendo la cordura se suicidaría. ¿No te parece muy agradable por su parte que haya recordado todo eso al fin? ¿Y que así pueda explicar la muerte de su esposa?

—Me lo parece —respondí—, pero no nos lleva a ninguna parte. Ni siquiera demuestra que sabe algo. Yo imagino que…

—Al diablo lo que imaginas —dijo Pat, al tiempo que se levantaba y se encajaba bien el sombrero—. Todas tus imaginaciones me suenan como si oyera interferencias. Me voy a casa, a cenar, leer la Biblia y acostarme.

Y supongo que eso hizo. En cualquier caso, nos dejó.

Todos los demás podríamos haber pasado los tres días siguientes también en cama, a juzgar por el poco provecho que se desprendió de nuestros correteos. No visitamos ningún sitio ni interrogamos a ninguna persona que nos aportara algún dato nuevo. Estábamos en un callejón sin salida.

Supimos que el Locomobile lo había dejado en Sacramento Myra Banbrock, y no cualquier otra persona, pero no pudimos averiguar a dónde había ido después. Confirmamos que algunas de las joyas de la casa de empeños eran de la señora Correll. Recuperamos el Locomobile de Sacramento. Enterraron a la señora Correll. Enterraron a Ruth Banbrock. Los periódicos encontraron otros misterios. Reddy y yo seguíamos cavando sin parar, pero no encontramos más que polvo.

El lunes siguiente llegué prácticamente al límite. Parecía que ya solo podíamos ponernos cómodos y esperar que las circulares con las que habíamos empapelado todo Estados Unidos dieran resultado. A Reddy ya lo habían sacado del caso y lo habían puesto a perseguir otros rastros más frescos. Yo seguía porque Banbrock quería que mantuviera la alerta mientras hubiera algo por lo que mantenerse alerta. Pero al llegar el lunes ya estaba agotado.

Antes de acudir a la oficina de Banbrock para decirle que abandonaba, pasé por la comisaría central para rumiar el caso con Pat Reddy. Él estaba agazapado sobre su escritorio mientras redactaba un informe de otro caso.

—¡Hola! —me saludó, al tiempo que apartaba el informe y lo manchaba con ceniza de su puro—. ¿Qué tal avanza lo de las Banbrock?

—No avanza —reconocí—. Parece imposible que con tanto material nos hayamos quedado en un punto muerto. Está ahí, esperándonos, si somos capaces de encontrarlo. La necesidad de dinero antes de las calamidades de los Banbrock y los Correll: el suicidio de la señora Correll después de mi interrogatorio acerca de las chicas; el hecho de que ella quemara algo antes de morir, igual que alguien quemó también algo justo antes o después de la muerte de Ruth.

—A lo mejor el problema es —sugirió Pat— que no eres tan bueno como sabueso.

—A lo mejor.

Después de aquel insulto, fumamos un minuto o dos en silencio.

—Entenderás —dijo luego Pat— que no tiene por qué haber una relación entre la muerte y la desaparición, respectivamente, de las dos Banbrock, y la muerte de la Correll.

—Quizá no. Pero sí tiene que haber alguna entre la muerte de una Banbrock y la desaparición de la otra. Y antes de eso, en la casa de empeños, hubo una relación entre los actos de las Banbrock y los de la Correll. Y si hay una relación, entonces…

Lo dejé ahí, atiborrado de ideas.

—¿Qué pasa? —preguntó Pat—. ¿Te has tragado el chicle?

—¡Oye! —Casi me dejé llevar por el entusiasmo—. Hemos conseguido relacionar lo que le pasó a las tres mujeres. Si pudiéramos atar más datos a la misma cuerda… Quiero los nombres y las direcciones de todas las chicas de San Francisco que se hayan suicidado, hayan sido asesinadas o hayan desaparecido a lo largo del último año.

—¿Crees que es un negocio al por mayor?

—Creo que cuantos más casos podamos asociar, más pistas tendremos para seguir. Y no puede ser que ninguna lleve a alguna parte. ¡Consigamos esa lista, Pat!

Conseguirla nos costó toda la tarde y buena parte de la noche. Su extensión habría avergonzado a la cámara de comercio. Parecía un pedazo de un listín telefónico. En una ciudad, al cabo de un año, pasan muchas cosas. La sección dedicada a esposas e hijas desaparecidas era la mayor; la siguiente, los suicidios; y ni siquiera era corta la división menor, dedicada a las asesinadas.

Pudimos sacar de la lista la mayor parte de los nombres, cotejándolos con lo que la policía ya había averiguado sobre ellas y sus motivos y eliminando los que quedaban suficientemente explicados con argumentos que no pudieran asociarse al caso que nos interesaba. El resto lo dividimos en dos clases: aquellos en los que no parecía probable que se diera una conexión y aquellos en los que sí era más posible. Todavía entonces la lista seguía siendo más larga de lo que había previsto o esperado.

Contenía seis casos de suicidio, tres asesinatos y veintiuna desapariciones.

Reddy tenía otros trabajos que hacer. Me guardé la lista en el bolsillo y me fui de visitas.