Paget era un hombre del campo. Yo no. Esperé a ver qué hacía.
Recorrió el claro con la mirada, lentamente, plantado entre el italiano y yo. Al poco, sus ojos claros se iluminaron. Dio un rodeo en torno al Ford para llegar al otro extremo del claro. Cereghino y yo lo seguimos.
Cerca del borde de la maleza, al final del claro, el ayudante delgaducho se detuvo y se puso a gruñir, mirando al suelo. Ahí estaban las marcas de las ruedas de un automóvil. Algún coche había dado la vuelta en ese lugar.
Paget se adentró en el bosque. El italiano lo siguió de cerca. Yo cerraba el grupo. Paget seguía alguna pista. Yo no la veía porque entre él y el italiano me tapaban todo el camino, o porque como indio soy pésimo.
Avanzamos bastante.
Paget se detuvo. El italiano se detuvo.
Paget dijo:
—Ajá.
Como si hubiera encontrado lo que esperaba.
El italiano dijo algo que incluía el nombre de Dios.
Yo pisoteé un matorral para ponerme a su lado y ver lo mismo que ellos.
Lo vi.
En la base de un árbol, de costado, con las rodillas dobladas junto al pecho, había una chica muerta.
No era una visión agradable. Había recibido la visita de los pájaros.
Llevaba un abrigo de color tabaco, medio puesto, medio quitado por los hombros. Supe que era Ruth Banbrock antes de darle la vuelta para ver el lado del rostro que el contacto con el suelo había protegido de los pájaros.
Cereghino se quedó mirando mientras yo examinaba a la chica. Tenía un rostro lúgubre, pero en calma. El ayudante del sheriff apenas prestó atención al cadáver. Se había metido en la maleza e iba dando vueltas, mirando al suelo.
Regresó cuando yo terminaba el examen.
—Arma de fuego —le dije—. Un disparo en la sien. Antes, creo que hubo una pelea. Hay marcas en el brazo que ha quedado debajo del cuerpo. No lleva nada encima: ni joyas, ni dinero… Nada.
—Eso cuadra —dijo Paget—. Dos mujeres bajaron del coche allí, en el claro, y vinieron hasta aquí. Puede que fueran tres mujeres, si a esta la cargaron entre las dos. No consigo distinguir cuántas regresaron. Una de ellas era más alta que esta. Aquí hubo una pelea. ¿Has encontrado el arma?
—No —respondí.
—Yo tampoco. Entonces, se fue con el coche. Allí hay unos restos de hoguera. —Inclinó la cabeza a la izquierda—. Papeles y trapos quemados. Como quedan pocos restos, no nos servirán de nada. Supongo que la foto que encontró Cereghino salió volando de ese fuego. Yo diría que fue el viernes a última hora, o quizás el sábado por la mañana. Como muy tarde.
Tomé la palabra al ayudante del sheriff. Parecía saber de qué hablaba.
—Ven, te enseñaré algo —dijo, y me llevó hacia un montoncito de cenizas negras.
No tenía nada que enseñarme. Quería hablar conmigo fuera del alcance de los oídos del italiano.
—Creo que el taño no ha hecho nada —me dijo—, pero supongo que será mejor quedárnoslo un tiempo más, hasta que estemos seguro. Esto queda lejos de su casa y tartamudeó demasiado cuando le pregunté para qué había pasado por aquí. Eso no significa mucho, por supuesto. Todos estos taños trafican con vino, supongo que eso es lo que lo tenía tan lejos de casa. Lo retendré uno o dos días, en cualquier caso.
—Bien —convine—. Es tu territorio y tú conoces a la gente. ¿Puedes darte una vuelta, a ver si oyes algo? A ver si alguien dice algo. Alguien que viera un Locomobile descapotable, o cualquier otra cosa. Tú te enterarás de más cosas que yo.
Mientras esperaba al siguiente tren que saliera de Knob Valley en dirección oeste, llamé por teléfono a la oficina. El Viejo había salido. Conté mi historia a uno de los oficinistas y le pedí que transmitiera las noticias al Viejo lo antes posible.
Cuando volví a San Francisco, todo el mundo estaba en la oficina. Alfred Banbrock, con un tono de un gris rosáceo en la cara, más mortecino de lo que podría llegar a ser cualquier gris. Su abogado, rosa y blanco. Pat Reddy, espatarrado con las piernas en otra silla. El Viejo, con su mirada gentil tras las gafas doradas y su sonrisa suave, con las que disimulaba el hecho que, después de hacer de sabueso durante cincuenta años, ya no había asunto que le provocara ningún sentimiento. (Whitey Clayton solía decir que el Viejo era capaz de escupir carámbanos en pleno agosto).
Cuando entré, nadie dijo nada. Expuse lo que tenía que decir de la manera más breve posible.
—Entonces la otra mujer, la que mató a Ruth, ¿era…?
Banbrock no terminó la pregunta. Nadie la contestó.
—No sabemos lo que pasó —dije al cabo de un rato—. Puede que su hija fuera con alguien a quien no conocemos. Puede que ya estuviera muerta antes y luego la llevaran allí. Puede que…
—Pero Myra… —Banbrock tiraba del cuello de la camisa con un dedo por dentro—. ¿Dónde está Myra?
Ni pude contestar a esa pregunta. Nadie podía.
—¿Piensa ir a Knob Valley ahora? —le pregunté.
—Sí, ahora mismo. ¿Vendrá conmigo?
Lamenté decirle que no podía.
—No. Hay cosas que hacer aquí. Le voy a dar una nota para el jefe de la policía local. Quiero que mire con mucha atención el trozo de foto de su hija que encontró el italiano, a ver si la recuerda.
Banbrock y el abogado se fueron.