Cuando Banbrock y su abogado se fueron juntos, me marché a la sala de reuniones de los agentes para dar vueltas al caso con Pat Reddy, el policía asignado.
Pat era el miembro más joven del departamento de investigadores, un irlandés rubio y grande que, a su manera indolente, se interesaba por la parte espectacular del trabajo.
Se había estrenado como policía dos años antes, pateando las calles en los barrios con más cuestas. Una noche, multó a un coche que había aparcado delante de una boca de riego de los bomberos. Salió la dueña justo entonces y se puso a discutir con él. Era Althea Wallach, hija única y malcriada del dueño de la Wallach Coffee Company: una jovenzuela flaca y temeraria con una mirada caliente. Debió de leerle las cuarenta a Pat. Él se la llevó a comisaría y la metió en una celda.
El viejo Wallach, según cuentan, apareció a la mañana siguiente echando humo por la cabeza y acompañado por la mitad de todos los abogados de San Francisco. Pero Pat se empeñó en mantener la acusación y la chica se llevó una multa. Después de eso, el viejo Wallach hizo de todo menos pegarle un puñetazo a Pat en el pasillo. Pat dedicó al importador de café su sonrisa soñolienta y, con su tono indolente, le dijo:
—Será mejor que me deje en paz… O dejaré de consumir su café.
La puya salió en todos los periódicos del país y hasta se usó en un espectáculo de Broadway.
Sin embargo, Pat no se conformó con la respuesta ingeniosa. Tres días después, él y Althea Wallach se fueron a Alameda y se casaron. Esa parte la presencié. Dio la casualidad de que iba en el mismo ferry que tomaron y me arrastraron con ellos para que lo viera.
El viejo Wallach desheredó de inmediato a su hija, pero no pareció que nadie más se preocupara. Pat siguió pateando las calles, pero ya se había vuelto más visible y tardó poco en hacer notar sus virtudes. Lo ascendieron al departamento de investigadores. El viejo Wallach se ablandó antes de morir y dejó sus millones a Althea.
Pat se tomó la tarde libre para acudir al funeral y por la noche volvió al trabajo y atrapó a pistoleros como para llenar una camioneta. Siguió trabajando. No sé qué hacía su esposa con el dinero, pero Pat ni siquiera cambió de marca de puros… Aunque tendría que haberlo hecho. Ahora vivía en la mansión Wallach, cierto, y de vez en cuando, alguna mañana lluviosa, lo llevaban al trabajo en una berlina Hispano-Suiza; pero no se percibía ninguna diferencia más.
Ese era el irlandés grande y rubio que tenía sentado frente a mí, al otro lado de una mesa en la sala de reuniones, y que me fumigaba con algo que por su forma podía parecer un puro.
Al poco se sacó de la boca aquello que parecía un puro y habló entre la humareda.
—Esa tal Correll, la que tú crees que tiene alguna relación con las Banbrock… A esa la asaltaron hace un par de meses y le robaron ochocientos dólares. ¿Lo sabías?
No me había enterado.
—¿Perdió algo más, aparte del dinero?
—No.
—¿Te lo crees?
Sonrió.
—Esa es la cuestión —dijo—. No pillamos al pájaro que lo hizo. Cuando las mujeres pierden cosas así, sobre todo si se trata de dinero, siempre queda por saber si es un asalto o un timo. —Sacó un poco más de gas venenoso por lo que parecía un puro y añadió—: De todas formas, puede que fuera en serio. ¿Qué piensas hacer ahora?
—Subamos a la agencia, a ver si ha aparecido algo nuevo. Luego me gustaría hablar otra vez con la señora Banbrock. A lo mejor nos puede decir algo sobre la Correll.
En la oficina vi que habían llegado informes de las demás sucursales sobre los nombres y las direcciones de la lista. Al parecer, ninguna de aquellas personas conocía el paradero de las chicas. Reddy y yo nos fuimos a la casa de los Banbrock, en Sea Cliff.
Banbrock había dado por teléfono a su mujer la noticia de la muerte de la esposa de Correll y ella había leído los periódicos. Nos dijo que no se le ocurría ninguna razón para aquel suicidio. No conseguía imaginar ninguna conexión posible entre el suicidio y la desaparición de sus hijastras.
—La señora Correll me pareció tan alegre y contenta como siempre la última vez que la vi, hace dos o tres semanas —dijo la señora Banbrock—. Claro que tenía una inclinación natural hacia la insatisfacción, pero no hasta el extremo de hacer algo así.
—¿Sabe si tenía algún problema con su marido?
—No. Que yo sepa, eran felices. Aunque…
Se interrumpió. Una duda se asomó con cierto pudor a sus ojos oscuros.
—¿Aunque? —repetí.
—Si no se lo digo ahora, creerán que les escondo algo —dijo, al tiempo que se sonrojaba y soltaba una risilla en la que había más nervios que diversión—. No es nada importante, pero yo siempre he tenido celos de Irma. Ella y mi marido fueron… Bueno, todo el mundo creía que se iban a casar. Eso era poco antes de que yo me casara con él y me atrevería a decir que es una tontería, pero siempre tuve la sospecha de que Irma se casaba con Stewart más por resentimiento que por cualquier otra cosa, y que seguía teniéndole cariño a Alfred…, al señor Banbrock.
—¿Hubo algo en concreto que le hiciera pensar así?
—No, nada. ¡De verdad! Nunca llegué a pensarlo del todo. Era solo una especie de sensación indefinida. Malicia, seguro, más que nada.
Ya se acercaba el atardecer cuando Pat y yo salimos de casa de los Banbrock. Antes de dar por terminado el día llamé al Viejo —el director de la sucursal de San Francisco de la Continental y, por lo tanto, mi jefe— y le pedí que pusiera un agente a trabajar averiguando pistas en el pasado de Irma Correll.
Eché un vistazo a los periódicos matutinos —gracias a su costumbre de salir prácticamente en cuanto se pone el sol— antes de acostarme. Daban buena propagación a nuestro caso. Ahí estaban todos los datos, salvo los relacionados con el caso Correll, además de unas cuantas fotografías y el surtido habitual de especulaciones y basura similar.
A la mañana siguiente salí en busca de los amigos de las desaparecidas con los que no había hablado todavía. Encontré algunos y no obtuve de ellos nada de valor. A última hora de la mañana llamé a la oficina para ver si había aparecido algo importante.
Resultó que sí.
—Nos acaban de llamar de la oficina del sheriff de Martínez —me dijo el Viejo—. Un vinatero italiano de cerca de Knob Valley encontró una fotografía chamuscada hace un par de días y esta mañana, al ver su retrato en el periódico, ha reconocido que era de Ruth Banbrock. ¿Te puedes presentar allí? Un ayudante del sheriff y el italiano te esperan en la comisaría local de Knob Valley.
—Voy para allá —respondí.
En el edificio del ferry pasé los cuatro últimos minutos antes de la salida del barco llamando por teléfono a Pat Reddy, pero no di con él.
Knob Valley es una ciudad de menos de mil personas, una ciudad horrible y sucia del condado de Contra Costa. Un coche de línea que iba de San Francisco a Sacramento me dejó ahí cuando apenas arrancaba la tarde.
Conocía levemente al jefe de la policía local, Tom Orth. Había dos hombres con él en la oficina. Orth nos presentó. Abner Paget, un tipo desgarbado de cuarenta y pico, con el mentón caído, la cara chupada y unos ojos claros de mirada inteligente, era el ayudante del sheriff. Gio Cereghino, el vinatero italiano, era un hombre bajo, moreno como una nuez, con unos dientes fuertes y amarillentos que asomaban en su sonrisa perenne bajo el bigote negro, y ojos de color marrón claro.
Paget me enseñó la fotografía. Un trozo de papel ceniciento, del tamaño de medio billete de dólar, al parecer era todo lo que se había salvado de la quema de la fotografía original. Era la cara de Ruth Banbrock. No cabía duda alguna. Tenía una pinta particularmente excitada, casi emborrachada, y se le veían los ojos más grandes que en las demás fotos que yo había visto, pero era su cara.
—Dice que la encontró anteayer —explicó Paget con sequedad, señalando al italiano con una inclinación de cabeza—. El viento se la sopló a los pies cuando iba caminando por un trozo de carretera que discurre cerca de su casa. La recogió y se la metió en el bolsillo, dice, sin una razón especial, supongo que será porque a los italianos les gustan las imágenes.
Se detuvo para mirar al italiano con rostro meditativo. Este movió la cabeza en vigorosa señal de afirmación.
—En cualquier caso —siguió el ayudante—, esta mañana estaba en la ciudad y ha visto las fotos en los periódicos de Frisco. Así que se ha presentado aquí para contárselo a Tom. Tom y yo hemos decidido que lo mejor era llamar a tu agencia, porque los periódicos decían que estáis trabajando en ello.
Miré al italiano.
Paget me leyó la mente y explicó:
—Cereghino vive allá, en las colinas. Tiene una granja vinícola. Lleva cinco o seis años por aquí y, que yo sepa, no ha matado a nadie.
—¿Recuerda dónde encontró la foto? —pregunté al italiano.
La sonrisa se ensanchó más todavía bajo el bigote y la cabeza empezó a subir y bajar.
—Claro que recuerdo el sitio.
—Vayamos —propuse a Paget.
—De acuerdo. ¿Vienes, Tom?
El jefe de la policía dijo que no podía. Tenía que hacer algo en la ciudad. Cereghino, Paget y yo salimos y montamos en un Ford polvoriento que condujo el ayudante del sheriff.
Circulamos durante casi una hora por una carretera secundaria que ascendía el monte Diablo trazando curvas. Al cabo de un rato, tras un aviso del italiano, abandonamos la carretera secundaria para adentrarnos en otra que tenía más polvo y más baches todavía.
Avanzamos por ella más de un kilómetro y medio.
—Es aquí —dijo Cereghino.
Paget detuvo el Ford. Salimos a un claro. Los árboles y arbustos que antes flanqueaban la carretera se retiraban allí unos cinco o seis metros a ambos lados, dejando un pequeño claro polvoriento en el bosque.
—Por aquí era —dijo el italiano—. Creo que cerca de ese tocón. Pero fue entre esa curva de allí y la de detrás, de eso estoy seguro.