II

En una gran fortaleza de piedra caliza, en lo alto de una colina en Sea Cliff, viendo desde allí la bahía y el mar abierto, tuve mi charla con la señora Banbrock. Era una chica alta y morena, de no más de veintidós años, con una cierta tendencia a la gordura.

No pudo decirme nada que no hubiera mencionado al menos su marido, pero sí me proporcionó detalles más precisos.

Conseguí una descripción de las dos chicas.

Myra: 20 años, uno setenta de estatura, algo menos de setenta kilos, atlética, enérgica, casi masculina en su pose y comportamiento; cabello moreno corto, ojos marrones, complexión media; cicatriz por encima de la oreja izquierda, escondida por el pelo; le encantan los caballos y practicar cualquier deporte al aire libre. Al salir de casa llevaba un vestido de lana azul y verde, un sombrero pequeño azul, abrigo corto de piel de foca y zapatitos negros.

Ruth: 18 años, uno sesenta, poco menos de cincuenta kilos, ojos marrones, cabello moreno corto, complexión media, cara pequeña y ovalada, callada, tímida, con tendencia a apoyarse en su hermana, más enérgica. La última vez que la vieron llevaba un abrigo color tabaco, ribeteado con piel marrón, encima de un vestido gris de seda con sombrero marrón de ala ancha.

Conseguí dos fotos de cada chica, con un retrato adicional de Myra delante del descapotable. También obtuve una lista de lo que llevaban con ellas: las típicas cosas que se llevan para una salida de fin de semana. Lo más valioso que conseguí fue una lista de todos sus amigos, parientes y conocidos, al menos hasta donde sabía la señora Banbrock.

—¿Mencionaron la invitación de la señora Walden antes de pelearse con el señor Banbrock? —pregunté después de guardar mis listas.

—Creo que no —dijo la señora Banbrock, pensativa—. Yo no establecí ninguna relación entre ambas cosas. La verdad es que no fue una auténtica pelea. No fue tan fuerte como para llamarlo pelea.

—¿Las vio cuando se iban?

—¡Claro! Se fueron el viernes a mediodía, hacia las doce y media. Me dieron un beso, como siempre que se iban, y desde luego su comportamiento no sugería nada fuera de lo normal.

—¿No tiene ni idea de adónde puedan haber ido?

—Ni idea.

—¿No puede ni siquiera adivinar?

—No puedo. Entre los nombres y las direcciones que le he dado figuran algunos amigos y familiares de las chicas en otras ciudades. Tal vez hayan ido a verlos. ¿Cree que deberíamos…?

—Yo me ocuparé de eso —le prometí—. ¿Podría escoger uno o dos que le parezcan los más probables?

No quiso ni intentarlo.

—No —dijo con determinación—. No podría.

Terminada la entrevista volví a la agencia y puse en marcha su maquinaria; dispuse que algunos agentes de otras sucursales visitaran las direcciones de la lista en sus respectivas ciudades; hice poner el Locomobile en la lista de coches robados de la policía; entregué una foto de cada chica a un fotógrafo para que sacara copias.

Una vez listas esas gestiones me dispuse a hablar con la gente que aparecía en la lista de la señora Banbrock. En primer lugar visité a Constance Delee, en un bloque de apartamentos de la calle Post. Vi a una sirvienta. La sirvienta dijo que la señora Delee no estaba en la ciudad. Se negó a decirme dónde estaba o cuándo volvería.

De allí subí por la avenida Van Ness y me reuní con un tal Wayne Ferris en un concesionario de automóviles: un joven de pelo liso con unos modales y una vestimenta tan elegantes que ensombrecían cualquier otro atributo suyo; el cerebro, por ejemplo. Se mostró muy dispuesto a ayudarme, pero no sabía nada. Le costó mucho tiempo decírmelo. Buen chico.

Otro agujero: «La señora Scott está en Honolulú».

Al siguiente lo encontré en una inmobiliaria de la calle Montgomery: otro joven moderno, elegante, de pelo liso, buenos modales y ropa buena. Se llamaba Raymond Elwood. Hubiera pensado que era al menos primo de Ferris, si no llega a ser porque me constaba que en ese mundo —especialmente entre los que se dedicaban al baile y a los salones de té— abundaba la gente como él. No me aportó ninguna información.

Luego di con un par de agujeros más: «Está fuera», «de compras», «no sé dónde lo puede buscar».

Antes de dar por terminado el día, encontré a otra amiga de las Banbrock. Se trataba de la señora de Stewart Correll. Vivía en Presidio Terrace, no lejos de los Banbrock. Era una mujer bajita, o una chica, más o menos de la edad de las desaparecidas. Una rubia un poco rolliza, con unos ojos bien grandes, de ese azul particular que siempre aparenta honestidad y candidez, pase lo que pase por detrás.

—No he visto a Ruth ni a Myra desde hace dos semanas, o más —dijo, en respuesta a mis preguntas.

—Y en ese momento, la última vez que las vio… ¿Alguna de las dos habló de escaparse?

—No.

Tenía unos ojos muy abiertos y francos. Un musculillo temblaba en el labio superior.

—¿Y no tiene ni idea de adónde pueden haber ido?

—No.

Sus dedos iban convirtiendo el pañuelo de puntilla en una bolita.

—¿Ha sabido de ellas desde que las vio por última vez?

—No.

Se humedeció la boca antes de decirlo.

—¿Usted me daría una lista con los nombres y las direcciones de todos sus conocidos que conocieran también a las hermanas Banbrock?

—¿Por qué? ¿Hay…?

—Cabe la posibilidad de que alguno de ellos las viera después de usted —le expliqué—. O incluso de que las haya visto desde el viernes.

Sin ningún entusiasmo, me dio una docena de nombres. Todos estaban ya en mi lista. En dos ocasiones dudó, como si fuera a pronunciar un nombre que no quería darme. Mantenía los ojos clavados en los míos, abiertos, honestos. Sus dedos habían soltado ya el pañuelo y ahora se entretenían pellizcando la tela de la falda.

No fingí creerla. Sin embargo, tampoco estaba tan seguro como para encerrarla. Antes de irme le hice una promesa que ella misma podía convertir en amenaza si quería:

—Muchas gracias —le dije—. Ya sé que es muy difícil recordar las cosas con exactitud. Si encuentro algo que pueda servir para ayudarle a recordar, volveré para contárselo.

—¿Qué…? Ah, sí, claro —respondió.

Cuando ya me alejaba de la casa volví la cabeza para mirar hacia atrás justo cuando ya desaparecía de su vista. Una cortina se meció como si acabaran de soltarla en el segundo piso. Las farolas de la calle no iluminaban tan bien como para permitirme confirmar que, al cerrarse, aquella cortina acababa de tapar una cabeza rubia.

Según mi reloj eran las nueve y media: demasiado tarde para visitar a ningún amigo más de las chicas. Me fui a casa, escribí mi informe del día y me acosté, pensando más en la señora Correll que en las chicas.

Me parecía que se merecía una investigación.