LA CARA CHAMUSCADA

I

—Esperábamos que volvieran a casa ayer. —Alfred Banbrock resumió su historia—. Al ver que esta mañana aún no habían llegado, mi esposa ha llamado a la señora Walden. La señora Walden dice que no han estado allí. De hecho, ni siquiera las esperaban.

—Entonces, según parece a primera vista —sugerí— se diría que sus hijas se fueron y no han regresado por su propia voluntad, ¿no?

Banbrock mostró su conformidad con una grave inclinación de cabeza. Los músculos de su cara rolliza estaban hundidos de puro cansancio.

—Eso parece —concedió—. Por eso he venido a pedir ayuda a su agencia en vez de acudir a la policía.

—¿Habían desaparecido antes alguna vez?

—No. Si lee usted la prensa sin duda habrá visto que se insinúa que esta nueva generación es muy dada al desorden. Mis hijas entraban y salían a su voluntad. Sin embargo, aunque no puedo afirmar que supiera en todo momento qué estaban haciendo, sí sabíamos siempre adónde iban, en general.

—¿Se le ocurre alguna razón por la que puedan haberse ido así?

Sacudió la cabeza con gesto de agotamiento.

—¿Alguna pelea reciente?

—N… —Pero cambió la respuesta—: Sí, aunque yo no le di ninguna importancia y no la recordaría si su pregunta no me hubiera despertado la memoria. Fue el jueves por la noche… La noche antes de su partida.

—¿Y fue por…?

—Dinero, por supuesto. Nunca hemos discutido por otra cosa. Yo daba a cada una de mis hijas una asignación adecuada. Quizá demasiado liberal. Y tampoco le ponía un límite demasiado estricto. Raro era el mes en que no la superaban. El jueves por la noche me pidieron una cantidad de dinero mayor incluso de lo usual, excesiva para las necesidades de dos chiquillas. Me negué a dársela, aunque al final sí les entregué una cantidad algo menor. No fue exactamente una pelea, en el sentido estricto de la palabra, pero si hubo una cierta falta de cariño entre nosotros.

—¿Y fue después de esa discusión cuando le dijeron que se iban a casa de la señora Walden, en Monterrey, a pasar el fin de semana?

—Puede ser. No estoy seguro de eso. Creo que no lo oí hasta la mañana siguiente, aunque tal vez se lo dijeran a mi esposa después de la discusión. Si quiere, se lo preguntaré.

—¿Y no se le ocurre ninguna otra razón que explique su huida?

—Ninguna. Y no me puedo creer que una discusión por el dinero, algo en ningún caso inusual entre nosotros, tuviera algo que ver.

—¿Qué piensa su madre?

—Su madre murió —me corrigió Banbrock—. Mi esposa es su madrastra. Solo tiene dos años más que Myra, mi hija mayor. Está tan desorientada como yo.

—¿Se llevaban bien sus hijas con la madrastra?

—¡Sí! ¡Sí! ¡Fantástico! Si había alguna división en la familia, lo normal era que se pusieran todas juntas contra mí.

—¿Sus hijas se fueron el viernes por la tarde?

—A mediodía, o unos minutos después. Pensaban bajar en coche.

—Y el coche, por supuesto, no ha aparecido.

—Naturalmente.

—¿Qué modelo era?

—Un Locomobile, con un chasis descapotable especial. Negro.

—¿Me puede dar la matrícula y el número de licencia?

—Creo que sí.

Giró la silla hacia un buró arrinconado contra una pared del despacho, rebuscó entre los papeles de uno de sus compartimentos y desde allí mismo me leyó los números. Los anoté en el dorso de un sobre.

—Haré que lo pongan en la lista de coches robados —le expliqué—. Se puede hacer sin mencionar a sus hijas. A lo mejor la policía encuentra el coche. Eso nos ayudaría a encontrar a sus hijas.

—Muy bien —concedió—, siempre que se pueda hacer sin publicidad desagradable. Tal como le he dicho al principio, no quiero más publicidad que la estrictamente necesaria, salvo que nos parezca probable que las niñas puedan sufrir algún daño.

Le transmití mi comprensión con una inclinación de cabeza y me levanté.

—Me gustaría ir a hablar con su esposa —le dije—. ¿Está en casa?

—Sí, creo que sí. La llamaré para avisarle de que va usted para allá.