Digamos que esto ocurrió en una de las Tawi Tawi. Eso convertiría a Jeffol en un miembro de la etnia moro. En realidad no importa lo que fuera. Si hubiera sido un maya, o un gurka, le habría abierto el brazo a Levison con un machete o con un kukri, en vez de con un kris, pero al fin y al cabo no hubiera sido tan distinto. La raza de Dinihari tampoco importa. Era una mujer, una mujer complaciente, de esas con las que un no siempre acaba convertido en un sí a regañadientes. Las puedes encontrar en Nome, en Ciudad del Cabo y en Durham, con distintos colores de piel; sin embargo, como las Tawi Tawi están en el extremo inferior del archipiélago de Joló, digamos que esta vez era morena.
Era una morena elegante con la habilidad de enroscarse un sarong a las caderas de tal manera que se convertía en parte de ella; una habilidad que, si no se tiene con un saco de patatas, tampoco se consigue por usar un brocado japonés. Era pequeña y de carnes prietas, de las que se enorgullecía justamente. No era exactamente hermosa, pero si estabas a solas con ella no podías dejar de mirarla y deseabas que no perteneciera a un hombre que te infundía miedo. Eso era cuando estaba con Levison.
Primero había pertenecido a Jeffol. No sé de dónde la sacó. Hablaba un dialecto distinto al de la gente de aquel pueblo, pero eso no bastaba para saber de dónde era. Por allí abajo se habla cualquier tipo de dialecto, revoltijos de malayo, tagalo, portugués y lo que sea. El sarong era un kaiti sungkit de hilo dorado, así que no cabía duda de que Jeffol la había traído de Borneo. Era propio de él regresar de un viaje de pesca con cualquier cosa menos pescado.
Jeffol era un buen miembro de los moro: buen compañero en una pelea y en una partida. Alto para su etnia, de la misma altura que yo, tenía también una delgadez engañosa que no te hacía esperar el poder de sus músculos, suaves como los de una serpiente. Tenía un rostro animoso, inteligente y casi hermoso y se contoneaba al caminar. Le costaba poco llevar las manos a los cuchillos que sostenía en la cintura y siempre llevaba bien pegada a la piel —incluso cuando dormía— una camiseta de lucha libre sin mangas, con unos versos del Corán. La camiseta era, junto a su anting-anting su posesión más valiosa.
Su hermano mayor era jefe local de la tribu, como lo había sido su padre, pero el hermano había heredado poco de la autoridad paterna, así como de su crueldad. La primera se había diluido con el gobierno militar y la segunda le había tocado, en su mayor parte, a Jeffol. Iba por ahí, suelto y salvaje como sus antepasados piratas, hasta que Langworthy lo atrapó.
Langworthy ya estaba en la isla cuando llegué yo. No había tenido mucha suerte. A la tribu de los moro ya les iba bien con la fe de Mahoma, sobre todo porque la practicaban con bastante ligereza. Langworthy no tenía nada que ver con el típico misionero solemne, larguirucho y con cara de caballo. Tenía el pecho amplio y carnoso; se ejercitaba con mancuernas y saco de boxeo por las mañanas, antes de desayunar; y caminaba a grandes zancadas por toda la isla con una cara rubicunda en la que se abría una sonrisa con cualquier excusa. Tenía la costumbre de alzar la barbilla al aire y sonreírte desde allí. A mí no me caía bien.
No tuvimos un buen principio. Yo tenía razones para no contarle de dónde venía y cuando se enteró de que pretendía quedarme un tiempo se le metió en la cabeza que mi presencia no iba a ser buena para su gente. Se empeñaba en considerarlos como su gente, pese a que apenas le hacían caso. Más adelante le dio por mandar mensajes a Bangao para quejarse de que yo corrompía a los nativos y ponía en juego el prestigio del hombre blanco.
Eso fue después de que les enseñara a jugar al blackjack. Jugaban siempre que tenían algo por lo que apostar y no estaba mal que lo hicieran con un juego en el que se dejaba poco margen a la suerte. Si yo no me hubiese quedado con su dinero, lo habrían hecho los chinos y, en cualquier caso, tampoco tenían tanto como para montar un lío. En cuanto al prestigio del hombre blanco… Quizá yo no insistiera en que se dirigieran a mí con un título reverencial cada tres palabras, pero tampoco dudaba si tenía que darle una paliza a cualquiera de los hermanos morenos si hacía falta; y nada va tan bien como eso para mantener el prestigio del hombre blanco.
Un par de años antes, a finales de los noventa, a Langworthy no le hubiera costado nada librarse de mí, pero desde entonces el gobierno había aflojado un poco. No sé qué clase de respuesta obtenían sus quejas, pero la falta de acción oficial no hacía sino aumentar su determinación de echarme.
—Peters —solía decirme—. Se tiene que ir de la isla. Es una mala influencia y se tiene que ir.
—Claro, claro —concedía yo, bostezando—. Pero sin prisas.
No nos llevábamos nada bien, pero si pudo arrancar por fin su misión fue gracias a mi partida de blackjack, aunque no era nada probable que él lo admitiera.
Una noche Jeffol se arruinó —perdió su fortuna de cuarenta dólares mexicanos— y descubrió lo que, a juicio de su mente simple, era la indudable causa de su mala suerte. Había perdido el anting-anting que tanta suerte le daba, aquella valiosa colección de vaya usted a saber qué objetos, reunidos en una bolsita apestosa, ya no pendía de la cuerdecita que llevaba anudada al cuello. Traté de animarlo, pero no atendía a razones. Su seguro contra todos los males de este mundo —y de cualquier otro mundo que pudiera existir— había desaparecido. Ahora le podía ocurrir cualquier cosa… mala. Daba vueltas por el pueblo con la cabeza tan gacha que corría peligro de golpeársela con alguna rodilla. En esa situación, se convirtió en fruta madura para Langworthy, y Langworthy se lo tragó.
Yo vi la conversión de Jeffol, aunque estaba demasiado lejos para oír la conversación que la acompañaba. Estaba sentado bajo un álamo, preparándome una pipa. Jeffol llevaba media hora, o más, caminando de un lado a otro por la playa con la barbilla pegada al pecho, arrastrando los pies. Más allá, el mar estaba liso y verde bajo un cielo que se preparaba para soltar más agua. Desde donde yo estaba, su turbante redondo se movía contra el telón de fondo del mar verde como si fuera una bola de billar.
Entonces llegó Langworthy a la playa, caminando con las rodillas rígidas, como caminan los hombres al adentrarse en una pelea que dan por ganada. Llegó a la altura de Jeffol y dijo algo a lo que este no prestó atención. Pese a que solía ser bastante educado, Jeffol no alzó la cabeza y siguió caminando. Langworthy echó a andar a su lado y dieron una vuelta completa a la playa, durante la cual el blanco no dejó de hablar a gran velocidad. Jeffol, hasta donde yo pude ver, no contestó en ningún momento.
De pronto se detuvieron, encarados. La cara de Langworthy estaba más roja que nunca y tenía el mentón desencajado. Jeffol tenía el ceño fruncido. Dijo algo. Langworthy dijo algo. Jeffol dio un paso atrás y llevó la mano hacia la empuñadura de marfil del kris que llevaba en el sarong de la cintura. No lo pudo blandir. El misionero dio un paso adelante y lo tumbó con una dura izquierda al vientre.
Me levanté y me fui, grabando en mi memoria la necesidad de vigilar la mano izquierda de Langworthy si alguna vez llegaba a pelearme con él. No me hacía falta seguir allí el resto de la ceremonia para entender que había conseguido un converso. Hay dos cosas que los miembros de los moro entienden por completo y respetan sin restricción: la violencia y un chiste. Si les das una paliza o les arrancas una risa podrás hacer con ellos lo que quieras… Y encima les gustará. Cuando volví a ver a Jeffol ya era cristiano.
Pese a las protestas del jefe local, algunos de su misma tribu siguieron el ejemplo de Jeffol y el pecho de Langworthy aumentó unos centímetros. Tuvo la sabiduría de entender que progresaría más si les daba en la cabeza que si discutía con ellos los asuntos de mayor finura teológica, y al cabo de dos o tres atléticas reuniones evangélicas consiguió tener bien controlado su rebaño… Durante un tiempo.
Perdía a buena parte de sus miembros cuando sacaba el asunto de las esposas. Allí no era muy caro mantener a una mujer y, aunque los moro de aquella isla en particular no nadaban en riquezas, prácticamente todos podían permitirse un par de esposas, y algunos eran tan prósperos que podían encargarse también de una o dos esclavas cuando ya tenían las cuatro esposas que permitía la ley. Langworthy se negó a aceptarlo. Dijo a los conversos que solo podían conservar sus primeras esposas. Y por supuesto, todos los conversos que tenían más de una esposa volvieron enseguida con Alá… Salvo Jeffol.
Él iba en serio y no tenía otra idea en la cabeza, aparte de reparar el daño sufrido por la pérdida del anting-anting. Tenía cuatro esposas y dos esclavas, incluida Dinihari. Quería quedarse con ella y deshacerse de las demás, pero el misionero le dijo que no. Según él, su única esposa verdadera era la primera. En ese momento, Jeffol estuvo a punto de desaparecer, pero la necesidad de encontrar un sustituto para su anting-anting era demasiado fuerte. Llegaron a un acuerdo. Tenía que renunciar a sus mujeres, ir a Bangao a divorciarse de su primera esposa y luego Langworthy lo casarla con Dinihari. Mientras tanto, entregaron a la chica al jefe de la tribu para que cuidara de ella. La esposa del jefe era una arpía con cara de plato que hasta entonces le había impedido tomar otra mujer, así que se consideraba que su hogar era un buen refugio para la chica.
Tres días después de marcharse Jeffol a Bangao, nos despertamos una mañana y encontramos a Levison entre nosotros. Había llegado aquella noche, solo, en una yola a motor cargada hasta arriba de maletas de madera.
Levison, por talla y aspecto, era un monstruo. Medía casi dos metros, pero de lejos parecía un hombre de estatura mediana. Dentro de aquella ropa había por lo menos ciento treinta kilos, si es que algo había. Y eso sin contar el pelo, que era asunto aparte. Pelo negro por todas partes. Crecía como un arbusto desde su frente baja hasta el cogote, le caía sobre los ojos en una lámina lisa y densa y brotaba de sus orejas, o del gran pico de su nariz. Bajo los ojos oscuros y medio escondidos, el pelo negro le enmarañaba la cara con una barba de un palmo, le acolchaba los hombros, brazos y piernas, y se condensaba en gruesos parches en los dedos de las manos y de los pies.
No llevaba mucha ropa puesta cuando me acerqué remando a su yola para presentarme, y la poca que llevaba le iba pequeña. La camisa estaba partida por una docena de sitios y tenía las mangas arrancadas. Las perneras del pantalón, arrancadas a la altura de las rodillas. Parecía un colchón de lana deshaciéndose, aunque el cuerpo que habitaba bajo aquel pelo no tenía nada de blando o suelto. Era ágil como un acróbata. Lo estaba viendo por primera vez, pero lo reconocí de vista por cosas de él que había oído en Manila un año antes. Tenía toda una reputación.
—Hola, Levison —lo saludé, tras situarme a su lado—. Bienvenido a nuestro pequeño paraíso.
Me miró con el ceño fruncido, de la cabeza a los pies y luego en sentido contrario, y después movió su inmensa cabeza para devolver el saludo.
—Y usted es…
—No lo soy —negué, al tiempo que montaba en su barco—. Nunca he oído hablar de ese tipo y soy inocente de sus pecados. Me llamo Peters y ni siquiera tengo una relación lejana con ningún otro Peters.
Se echó a reír y sacó una botella de ginebra.
El pueblo eran dos puñados de chozas con techo de paja instaladas sobre estacas para que el agua pudiera pasar por debajo cuando subía la marea, en una pequeña cala protegida por un promontorio que señalaba hacia las Célebes. Levison se construyó su casa —grande, de tres habitaciones— cerca de la punta del cabo, junto a las ruinas de una vieja casa española hecha con bloques de piedra. Yo pasé mucho tiempo allí con él. Era difícil llevarse bien con él, totalmente desagradable como compañero, pero tenía ginebra: ginebra de verdad, y mucha. Y yo ya estaba harto de ñipa y samshu. Él creía que yo no le tenía miedo y ese error me permitía manejarlo con más facilidad.
Tenía algo extraño el tal Levison. Era fuerte como tres hombres, un bruto sanguinario como no los hay, pero no por la brutalidad honesta típica de los hombres fuertes. Era como un niño malo que, tras verse atormentado por chicos mayores que él, se encontrara de pronto rodeado de otros más pequeños. A menudo me dejaba perplejo. Por ejemplo, el viejo Muda tropezó una vez con él en el sendero que llevaba a la jungla. Usted o yo nos hubiéramos limitado a apartar al viejo y torpe mendigo de un empujón, o a lo mejor, si lleváramos en ese momento un garrote, lo hubiéramos echado a palos. Levison lo recogió y le hizo no sé qué en las piernas. Tuvieron que llevar a Muda a cuestas a su choza y nunca más pudo volver a andar.
Los moro llamaban a Levison «el peludo» (Ber-Bulu) y como era grande y fuerte y duro lo temían y le deparaban una admiración tremenda.
No había pasado todavía una semana desde su llegada cuando se llevó a casa a Dinihari. Yo estaba allí cuando entraron.
—Lárgate, Peters —dijo—. Es mi jodida luna de miel.
Miré a la chica. Se reía como una tontorrona, toda hoyuelos y naricita arrugada.
—Ten cuidado —advertí al peludo—. Es propiedad de Jeffol, que es un tipo duro.
—Ya lo sé —dijo con una sonrisa burlona entre la barba—. Ya me lo han contado todo de él. ¡Que se vaya al infierno!
—Tú eres el jefe. Dame una botella de ginebra para que brinde a tu salud y me largo.
Obtuve mi botella.
Yo estaba con Levison y la chica cuando Jeffol regresó de Bangao. Estaba despatarrado en el desván. Al otro lado del cuarto, el peludo estaba hablando sentado, con la silla inclinada hacia atrás. Dinihari estaba a sus pies, sentada en el suelo, vuelta de lado para mirarle a la cara con adoración en los ojos. Era una morenita feliz. ¿Y por qué no? ¿Acaso no tenía al hombre más fuerte de la isla, de todo el archipiélago? Y además de esa fuerza, ¿no era acaso peludo como un mono, en aquella tierra en que los hombres no tenían mucho pelo en el cuerpo, ni en la cara?
Entonces se abrió la puerta de golpe y entró Jeffol. El rojo se superponía al negro en sus ojos. Como todavía no estaba familiarizado con el cristianismo, maldijo a Levison con exclamaciones mahometanas. Son bastante buenas hasta cierto punto, pero al llegar al clímax —en el que suele mencionarse el cerdo— resultan un poco decepcionantes a oídos de los occidentales. Jeffol estuvo bien. Pero hubiera estado mejor si llega a llevar los cuchillos en la mano, en vez de en el sarong retorcido.
La silla del peludo plantó las cuatro patas en el suelo y él cruzó el cuarto más rápido de lo que parecía posible. Jeffol consiguió liberar un kris y rasgó un brazo a Levison desde el codo hasta la muñeca. Luego se le acabó la pelea. Levison era demasiado grande para él, demasiado fuerte: lo barrió, le quitó las armas que llevaba en las manos y en el sarong, lo agarró por un brazo y un muslo y lo echó por la puerta.
¿Dinihari? Aún no había golpeado el suelo el cuerpo de su antiguo amo por debajo de la casa —un golpe feo cuando no había marea— y ella ya estaba agachada encima del brazo peludo de Levison, besando el tajo ensangrentado.
Jeffol pasó una semana con el hombro dislocado y la espalda magullada. Pasé a verlo una vez, pero no estuvo muy cordial. Al parecer, consideraba que yo tenía que haber hecho algo. Su madre, la vieja y desdentada Ca’Bi, me echó en cuanto me vio, así que la visita no fue larga. Era una vieja bruja como debe ser.
Hubo algo de bullicio en el poblado durante uno o dos días, pero no pasó nada. Si Jeffol no se hubiera convertido al cristianismo, quizá sí se hubiera producido algún problema; sin embargo, la mayor parte de los miembros de su etnia le recriminaban el abandono de su fe y contemplaban la pérdida de Dinihari como un justo castigo. Y los que todavía eran cristianos eran demasiado mansos para ayudar a Jeffol. Su hermano, jefe local, se lavó las manos en este asunto, aunque dio lo mismo porque tampoco podía hacer demasiado. No le tenía demasiado cariño a Jeffol —siempre lo había envidiado un poco— y decidió que al renunciar a la chica a petición de su misionero su hermano había cedido la propiedad y por lo tanto ella podía quedarse con Levison si lo prefería. Y al parecer lo prefería.
Langworthy fue a ver a Levison. Yo me enteré a los pocos minutos y remé como un loco hasta la casa. Si el misionero iba a recibir una paliza, lo quería ver. No me gustaba aquel hombre. Pero llegué tarde. Salía justo cuando yo llegué, y cojeaba un poco. Nunca supe qué había pasado. Se lo pregunté a Levison, pero si hubiera hecho todo lo que me dijo, el misionero no habría salido por su propio pie. La casa no estaba patas arriba y Levison no tenía marcas que asomaran bajo el pelo, así que no debió de ser una gran pelea.
La fe de Jeffol en el cristianismo como sustituto de su anting-anting debió de debilitarse tras este nuevo infortunio, pero Langworthy consiguió retenerlo, aunque hubo de trabajar día y noche para ello. Estaban juntos a todas horas: Langworthy solía hablar y Jeffol ponía mala cara.
—Jeffol anda por ahí —avisé un día a Levison—. Será mejor que vigiles por dónde vas. Es astuto y tiene sangre pirata.
—A la mierda con la sangre pirata —dijo Levison—. Es un negro y puedo manejar a una docena como él.
Dejé las cosas así.
Fueron buenos días en la casa del cabo. La chica era un batiburrillo moreno y feliz. Idolatraba a su gran bestia humana, recubierta de pelo, y lo convertía en un dios. Lo miraba hora tras hora con unos ojos negros que entonaban aleluyas. Si él estaba durmiendo cuando llegaba yo, ella usaba la palabra beradu para decírmelo; una palabra supuestamente sagrada para referirse al sueño de la realeza.
Levison, arrastrado por esa adoración que lo superaba, pasaba días enteros reblandecido; e incluso cuando, de vez en cuando, regresaba a su brutalidad natural, no era más cruel con ella de lo que lo hubiera sido cualquier miembro de la etnia moro. Y a veces casi llegaba a convertirse en lo que ella pensaba de él. Recuerdo una noche en que estábamos los tres bastante bebidos: Levison y yo con ginebra; la chica, más colocada que nosotros, de puro amor. Ella acababa de alargar sus manos morenas para agarrarse a las barbas de Levison, gesto que le encantaba.
—¡Espera! —exclamó él.
Se levantó y apartó la silla de una patada.
Echó la cabeza hacia atrás, elevando a la mujer, y se puso a dar vueltas, provocando así que ella rotara en el aire como un crío colgado de un mayo. Una tontería, tal vez. Sin embargo, a la luz amarillenta de la lámpara, con su nariz picuda, su boca bien roja abierta en plena risa entre la barba negra a la que ella se aferraba, mientras su cuerpo suave y moreno cortaba el aire con el remolino alegre del sarong de su cintura, sus figuras tenían algo glorioso. En ese momento él era un gigante de verdad.
Pero me resulta difícil recordarlo así. La imagen que se empeña en regresar es la de la última vez que lo vi. La noche de la segunda visita de Jeffol.
Llegó tarde y se asomó por la puerta con un Colt del ejército en una mano y un kris en la otra. Tras él llegaba al trote la vieja Ca’Bi, su madre, seguida por Jokanain, con su nariz rota, y un pequeñajo malvado llamado Unga. La anciana llevaba algo en un hatillo de hojas de ñipa, Jokanain blandía un grueso barong y Unga sostenía un trabuco antiguo.
Yo estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas y empecé a levantarme.
Unga me apuntó con el trabuco:
—¡Diam dudok!
Me quedé sentado. Los trabucos son muy peligrosos y Unga había perdido doce dólares mexicanos conmigo tres noches antes.
Levison se había levantado de un salto, para luego quedarse quieto. El Colt que sostenía Jeffol era tan grande y firme que ni siquiera un monstruo como Levison se podía atrever a echársele encima. La única que se movió fue Dinihari. Se colocó entre Jeffol y Levison, pero el nativo la apartó con un brazo y la lanzó hacia un rincón sin apartar la mirada del peludo.
La vieja Ca’Bi avanzó cojeando y se asomó a las otras habitaciones.
—Mari —graznó desde el dormitorio.
Paso a paso, Jeffol fue obligando a Levison a desplazarse por la sala hasta llegar a aquella puerta y Ca’Bi entró con ellos. La puerta se cerró y Unga, sin dejar de apuntarme con su arma, apoyó en ella la espalda.
Dinihari se levantó de un salto y se lanzó contra él. Jokanain la agarró por detrás y la lanzó de nuevo al rincón. Detrás de la puerta, Levison rugió algunas maldiciones. La voz de Ca’Bi graznaba respuestas nerviosas a sus juramentos, mezcladas con órdenes a su hijo. Las únicas palabras que pude distinguir en medio del estrépito fueron «atado» (ikat) y «desnudo» (telanjang). Luego la voz de Levison se apagó del todo y no nos llegó ningún ruido más del dormitorio.
En la sala nadie se movía. Dinihari seguía sentada en su rincón, mirándose los pies. Unga y Jokanain eran dos feas estatuas apoyadas en sendas puertas. Solo se oía el cacareo de los zorros voladores atareados entre los álamos y el roce de los techos de paja con la brisa, que acarreaba el hedor de los pepinos de mar puestos a secar.
Tuve la mustia sensación de que habíamos llegado al fin del camino. Los moro son simples hijos de la naturaleza. Cuando se encuentran en una situación que les permite matar, suelen hacerlo. Si no, según sus razonamientos, ¿de qué serviría el poder? Es una especie de instinto económico. Supuse que habrían amordazado a Levison y lo estarían cortando en pedacitos bien pequeños, siguiendo la costumbre de su etnia. No me cupo duda de que mi muerte, acaso menos elaborada, también estaba escrita. Si dejas que un miembro de esta tribu te desafíe no durarás mucho entre ellos. Si no acaban contigo esa misma noche, a la noche siguiente un joven cachorro acabará contigo por el mero hecho de que sabe que puede hacerlo.
Pasó media hora más lenta de lo que parecería posible. Empecé a preocuparme por mis nervios: el miedo empezó a tomar forma de rabia ante la suspensión de toda actividad en aquella trampa; impaciencia por llegar al final y darlo por cumplido.
Tenía un arma bajo la camisa. Si conseguía sacarla con disimulo y cargarme a Unga, tenía alguna posibilidad de jugármela en un tiroteo con Jeffol y Jokanain. Si no lo hacía con la suficiente rapidez, Unga me descargaría el trabuco y me mandaría al mar de las Célebes, junto con unos cuantos pedazos de la pared que tenía detrás, todo bien mezclado para que ya nadie pudiera reconocer los fragmentos. Sin embargo, hasta eso me parecía mejor que desaparecer sin haber intentado llevarme a alguien por delante.
De todos modos, quedaba todavía un poco de ginebra en la botella, a mi lado, y me pareció que si conseguía bebérmela haría más grato el tránsito. Hice el experimento de alargar lentamente un brazo. Como Unga no decía nada, cogí la botella, bebí un trago largo, dejando otro todavía en la botella: el de la despedida, digamos. Justo cuando apartaba la botella de la boca, sonaron unos pasos descalzos en la otra habitación y la vieja Ca’Bi asomó la cabeza por la puerta, con la boca abierta de oreja a oreja en una sonrisa diabólica.
—Panggil orang-orang —ordenó a Jokanain, y este se fue.
Eché el último trago de ginebra al gollete. Si pensaba hacer algo, tendría que hacerlo antes de que se presentara allí todo el poblado. Dejé la botella y me rasqué la barbilla, en un gesto que dejaba la mano a distancia útil del arma.
Entonces Levison bramó como un toro enloquecido; un bramido que hizo temblar la tarima del suelo con sus ataduras de junquillo. Jeffol salió sin su Colt, trastabillando hacia atrás, y tropezó con Unga. El trabuco estalló y reventó el techo. En plena confusión, saqué el arma… Y casi se me cae.
Levison estaba plantado en el umbral, pero… ¡Ay, Dios!
Se le veía tan grande como siempre —no le habían recortado ni un ápice—, pero estaba desnudo y no había ni un pelo en todo su cuerpo. La piel, donde no se veía amoratada por las marcas de las ataduras, tenía el tono rosado propio de los recién nacidos y estaba llena de rozaduras. Lo habían afeitado de arriba abajo.
Al subir la mirada hasta su cabeza me llevé otra impresión. Le habían rapado o arrancado todos los pelos, cejas incluidas, y la cabeza pelada, plantada encima de su cuerpo inmenso, parecía un grano. Era minúscula. Tenía apenas el tamaño justo para albergar su narizota picuda y sus orejas, que ahora, perdido el apoyo de la pelambrera, sobresalían como hojas de palma. Bajo la boca abierta, la barbilla era apenas una ladera que descendía hacia el fornido cuello y temblaba como el mentón de un bebé lastimado. Sus ojos, desprovistos ya de la sombra de las cejas abultadas, parecían débiles y saltones. Un gorila con cabeza de ratón no hubiera parecido más extraño que Levison sin cabello; y la ira que le sonrojaba el rostro le hacía parecer más absurdo todavía. No era de extrañar que se hubiera escondido tras aquellas barbas.
Dinihari fue la primera en echarse a reír: una carcajada resonante de pura diversión. Luego me reí yo y después Unga y Jeffol. Pero lo que derrotó a Levison no fue nuestra risa. Nosotros solo podíamos incitarlo a matarnos. La que lo consiguió fue la vieja Ca’Bi. Contra la risa de una vieja solo se puede rezar; y Ca’Bi era muy vieja.
Señaló a Levison con un dedo y soltó un chillido con un regocijo infernal. Sus encías ajadas se retorcían en la boca abierta, como si se hubiera apoderado de ellas un júbilo propio, al tiempo que el cuello minúsculo se inflaba y la mujer empezaba a dar saltitos con sus pies huesudos. Levison se olvidó de los demás, se volvió hacia ella y se quedó quieto. El cuerpo flaco de la mujer se estremecía en un frenesí de burlas y en su voz resonaba una risa que no parecía propia de gente cuerda. Casi se podía ver: latigazos metálicos de risa que se enroscaban al cuerpo desnudo del gigante, lo cortaban a tiras de carne cruda y paralizaban sus músculos.
Con todo su cuerpo abandonado a la flojera, se llevó una mano a la cara y la retiró de golpe, como si el contacto con el mentón pelado la hubiese quemado. Le flaquearon las rodillas, se le humedecieron los ojos y la minúscula barbilla empezó a temblar. Ca’Bi se balanceaba de un lado a otro mientras se carcajeaba: había enloquecido en plena mofa. Él se apartó de ella, encogido ante su risa como se encogen los perros ante el látigo. La risa de la mujer lo persiguió al cruzar la puerta del dormitorio, lo acompañó hasta el otro extremo del cuarto y siguió con él al atravesar la fina pared. Sonó una sacudida al romperse la paja y luego la salpicadura del agua.
Dinihari paró de reír y se secó la cara con la manga. Su mirada se suavizó al cruzarse con la de Jeffol.
—Tu esclava (patek) —dijo en un arrullo— se alegra de que el amo haya recuperado el anting-anting y sea fuerte de nuevo.
—No del todo —dijo Jeffol, aunque se ablandó un poco porque ella era una mujer deseable y porque a los moro les encantan los chistes violentos—. Pero hay muchos más trucos en el libro de los cristianos (neserani kitab). Hay un cuento que me contó el misionero (tuan padri) sobre un hombre peludo, llamado Sansón, que era más fuerte que sus enemigos, hasta que lo pelaron. En ese libro hay muchos más trucos de magia (tangkal) para todas las ocasiones.
¡Así que el maldito Langworthy estaba detrás de aquello!
Nunca lo volví a ver. Aquella noche me fui de la isla en la yola de Levison, con lo más selecto de sus bienes. Sabía que él no volvería, incluso si no había terminado en el vientre de alguno de los tiburones que jugueteaban en el cabo. Antes del amanecer saquearían su casa y yo tenía más derecho que los nativos a quedarme con sus cosas. ¿Acaso no había sido amigo suyo?