IX

Alcé las manos tanto como podía sin que se me cayera la muleta, al tiempo que me maldecía por haber tenido el descuido, o la vanidad, de no mantener el arma a mano mientras hablaba con la chica.

Así que por eso había vuelto ella a la casa. Había pensado que si liberaba al italiano no tendríamos razones para creer que no estaba implicado en el robo y, por lo tanto, buscaríamos a los bandidos entre sus amigos. Como prisionero, por supuesto, nos podía haber convencido de su inocencia. Le había dado el arma para que pudiera abrirse camino a tiros o, en una conclusión mucho más útil para ella, hacerse matar en el intento.

Mientras yo procesaba esos pensamientos, Flippo se había acercado a mí por detrás. Me pasó por el cuerpo la mano libre y se llevó mi arma, la suya y la que le acababa de quitar a la chica.

—Un trato, Flippo —le dije cuando ya se había vuelto a apartar un poco de mí, hacia un lado, convirtiéndose así en la punta de un triángulo cuyos otros dos vértices ocupábamos la chica y yo—. Tienes la condicional y te quedan unos cuantos años. Te he detenido con un arma encima. Con esto sobraría para mandarte a la trena. Yo sé que tú no has participado en este robo. Me da la sensación de que estabas con algo más pequeño, pero no puedo probarlo ni quiero demostrarlo. Vete de aquí, solo y neutral, y me olvidaré de haberte visto.

Unas pequeñas arrugas surcaron el rostro pensativo, redondo y oscuro, del muchacho.

La princesa dio un paso hacia él.

—¿Has oído la oferta que le acabo de hacer? —preguntó—. Bueno, pues te la hago a ti si estás dispuesto a matarlo.

Las arrugas en la cara pensativa del muchacho se volvieron más profundas.

—Ahí tienes tu elección, Flippo —se lo resumí—. Yo solo puedo darte la libertad de San Quintín. La princesa te puede ofrecer una buena tajada de los beneficios de una trastada fallida, con buenas posibilidades de acabar en la horca.

La chica, recordando que contaba con ventaja, lo asaltó con un italiano calenturiento y pesado, un idioma del que apenas conozco cuatro palabras. Dos son profanas y las otras dos son obscenas. Dije las cuatro.

El chico flaqueaba. Con diez años más, hubiera aceptado mi oferta y me hubiese dado las gracias. Pero era joven y ella —ahora que lo pienso— era guapa. No era difícil adivinar cuál sería su respuesta.

—Pero no nos lo cargamos —le dijo en inglés, en beneficio mío—. Lo encerraremos donde estaba yo antes.

Supuse que Flippo tampoco tenía grandes prejuicios contra el asesinato. Se trataba tan solo de que no le parecía necesario en aquel caso, salvo que me estuviera engañando precisamente para que le resultara más fácil matarme.

La chica no quedó satisfecha con esa sugerencia. Volvió a atacarlo con su italiano. Parecía una jugada segura, pero tenía un fallo. No podía convencerlo de que tenía buenas posibilidades de quedarse con el botín. Para lograrlo, dependía de su capacidad de seducción. Y para eso necesitaba mantener el contacto visual con él.

Él no estaba lejos de mí.

Ella se le acercó. Le iba cantando, entonando, canturreando sílabas italianas hacia su rostro redondo.

Lo tenía.

Él se encogió de hombros. Toda su cara decía que sí. Se volvió…

Le di en toda la cabeza con la muleta prestada.

La muleta se hizo astillas. Flippo dobló las rodillas. Cayó cuán largo era. Quedó tirado boca abajo. Se quedó quieto, como si estuviera muerto, salvo por un fino gusanillo de sangre que brotaba desde su cabello hacia la alfombra.

Un paso, un revolcón, un palmo de gateo y pude alcanzar el arma de Flippo.

La chica saltó para esquivarme y se encontraba ya a medio camino de la puerta cuando conseguí sentarme con el arma en la mano.

—¡Alto! —ordené.

—No me voy a detener —dijo, aunque al menos de momento había obedecido—. Voy a salir.

—Saldrá cuando yo la saque de aquí.

Se echó a reír, una carcajada agradable, grave y confiada.

—Me iré antes —insistió, de buen humor.

Le dije que no con un movimiento de cabeza.

—¿Cómo pretende detenerme? —preguntó.

—Creo que no será necesario —le contesté—. Es demasiado sensata para intentar huir mientras yo la apunto con un arma.

Se volvió a reír con un murmullo alegre.

—Soy demasiado sensata para quedarme —me corrigió—. Su muleta está rota y usted está cojo. No me puede atrapar corriendo. Hace ver que me va a disparar, pero no me lo creo. Me dispararía si lo atacase, claro, pero no lo voy a hacer. Me limitaré a salir caminado y usted no me disparará. Deseará hacerlo, pero no lo hará. Ya lo verá.

Volvió la cara hacia atrás y, mirándome con un centelleo en los ojos, dio un paso hacia la puerta.

—¡Será mejor que no cuente con eso! —la amenacé.

Soltó un arrullo de risa por toda respuesta. Y dio otro paso.

—¡Deténgase, idiota! —le bramé.

Con la cara vuelta por encima del hombro me dedicó una carcajada. Caminó sin prisa hacia la puerta. La falda gris de franela, corta, se pegaba a las medias de lana, también grises, cada vez que la mujer daba un paso.

El sudor engrasaba el arma en mi mano.

Cuando el pie derecho llegó al umbral, una risilla brotó de su garganta.

Adieu! —dijo en tono suave.

Y yo le disparé un balazo en la pantorrilla izquierda.

Se sentó… ¡Pumba! Una sorpresa mayúscula tensaba su cara pálida. Todavía era pronto para sentir dolor.

Nunca había disparado a una mujer. Era una sensación extraña.

—¡Tendría que haber sabido que lo iba a hacer! —A mis oídos, aquella voz sonó brusca, salvaje, como si no fuera mía—. ¿Acaso no sabe que le he robado una muleta a un tullido?