VIII

—Hace un rato ha dicho que no le importaba quién soy —empezó a hablar de inmediato—. Pero quiero que lo sepa. Hay tantos rusos que antes eran alguien y ahora no son nadie, que no lo voy a aburrir con la repetición de un cuento que el mundo ya se ha hartado de oír. Pero debe recordar que ese cuento cansino es verdadero para quienes lo protagonizamos. En cualquier caso, nosotros huimos de Rusia con la parte de nuestras propiedades que pudimos acarrear, que por suerte fue suficiente para mantenernos durante unos cuantos años con un nivel de comodidad soportable.

»En Londres abrimos un restaurante ruso, pero de repente Londres se llenó de restaurantes rusos y el nuestro, en vez de ser una manera de ganarnos la vida, se convirtió en fuente de pérdidas. Intentamos enseñar música e idiomas, etcétera. En pocas palabras, probamos todos los medios de ganarnos la vida que habían probado ya otros rusos y siempre nos encontrábamos con que ya había demasiada gente haciendo lo mismo, que en consecuencia se volvía ruinoso. ¿Y qué más conocíamos? ¿Qué otra cosa podíamos hacer?

»Le he prometido no aburrirlo. Bueno, nuestro capital se iba encogiendo y se acercaba el día en que acabaríamos desgastados y hambrientos, el día en que nos convertiríamos en una imagen familiar en sus periódicos dominicales: limpiadoras que antaño fueron princesas, duques convertidos en mayordomos. No había sitio para nosotros en el mundo. Los marginales se convierten fácilmente en delincuentes. ¿Por qué no? ¿Acaso se podía decir que le debíamos algún vasallaje al mundo? ¿Acaso el mundo no se había quedado tan tranquilo mientras veía cómo nos expoliaban nuestro lugar, nuestras propiedades, nuestro país?

»Lo planificamos cuando ni siquiera habíamos oído hablar aún de Couffignal. Podíamos encontrar un lugar pequeño, habitado por gente rica, lo suficientemente aislado y, tras establecernos en él, saquearlo. Couffignal, cuando lo descubrimos, nos pareció el sitio ideal. Alquilamos esta casa por seis meses, pues nos quedaba el capital justo para eso y para vivir aquí como corresponde mientras madurábamos los planes. Pasamos cuatro meses aquí instalándonos, reuniendo nuestras armas y explosivos, trazando el mapa de la ofensiva y esperando una noche favorable. La de ayer parecía ser la noche idónea y creíamos haber previsto cualquier eventualidad. Sin embargo, por supuesto, no habíamos previsto su presencia y su ingenio. Eran simplemente una muestra más de las desgracias imprevistas a las que, según parece, estamos eternamente condenados.

Se calló y se puso a estudiarme con unos ojos grandes y melancólicos que me dieron ganas de moverme en el sillón.

—No tiene sentido hablar de mi ingenio —objeté—. La verdad es que vosotros habéis estropeado vuestro trabajo de principio a fin. Tu general se reiría a carcajadas si un hombre sin formación militar intentara dirigir un ejército. Y en cambio, aquí están ustedes, sin ninguna experiencia como maleantes, tratando de poner en marcha un truco que requería la más alta clase de talento criminal. ¡Mire cómo han estado todos jugando a mi alrededor! ¡Como aficionados! Cualquier ladrón profesional con una mínima inteligencia me hubiera dejado en paz o se me hubiese cargado. ¡No me extraña que usted haya fallado! Por lo que concierne a todo lo demás, a sus problemas, no puedo hacer nada por ellos.

—¿Por qué? —preguntó en tono muy suave—. ¿Por qué no puede?

—¿Y por qué habría de hacerlo?

—Nadie más sabe todo eso que usted sabe. —Se inclinó hacia delante y apoyó su mano blanca en mi rodilla—. Hay riquezas en ese sótano, debajo del garaje. Puede pedir lo que quiera.

Sacudí la cabeza para decirle que no.

—¡Usted no es tonto! —protestó—. Sabe que…

—Déjeme aclararle una cosa —la interrumpí—. Vamos a descartar la honestidad que yo pueda tener por pura casualidad, mi sentido de lealtad con quien me emplea y otras cosas por el estilo. Como usted podría ponerlas en duda, vamos a olvidarlas. Resulta que soy detective porque da la casualidad de que me gusta este trabajo. Me gano un buen sueldo, pero podría encontrar otros trabajos algo mejor pagados. Solo con cien dólares más al mes ya serían doce mil al año. Digamos que unos veinticinco mil o treinta mil dólares en los años que me faltan para llegar a los sesenta.

»Resulta que prescindo de esos veinticinco mil o treinta mil de honrado beneficio porque me gusta ser detective, me gusta el trabajo. Y cuando te gusta un trabajo quieres hacerlo de la mejor manera posible. Si no, no tendría sentido. Esa es la situación en que me encuentro. No conozco nada más, no disfruto con nada más, no quiero conocer nada más, ni disfrutar con otras cosas. Eso no se puede compensar con ninguna cantidad de dinero. El dinero está muy bien. No tengo nada en contra. Pero durante los últimos dieciocho años me lo he pasado muy bien persiguiendo a maleantes y resolviendo adivinanzas. Es el único deporte que conozco y no puedo imaginar un futuro más placentero que dedicarle otros veintipico años. ¡No me lo voy a cargar!

Ella movió lentamente la cabeza y la agachó de tal modo que ahora sus ojos oscuros me miraban bajo el fino arco de las cejas.

—Usted solo habla de dinero —dijo—. Le he dicho que puede pedir lo que quiera.

Estaba fuera de lugar. No sé cómo se le ocurren esas ideas a estas mujeres.

—Sigue equivocada por completo —respondí con brusquedad, al tiempo que me ponía en pie y me colocaba la muleta prestada—. Cree que yo soy un hombre y usted una mujer. Se equivoca. Yo soy un cazador y usted es la presa que corría delante de mí. No hay nada humano en eso. Es como esperar que un perro de caza se ponga a jugar a los dados con la zorra que acaba de atrapar. En cualquier caso, estamos perdiendo el tiempo. Yo pensaba que a lo mejor la policía o los marines venían y me ahorraban el paseo. Usted esperaba que los suyos volvieran y me capturasen. Podía haberle dicho que cuando los he dejado los estaban deteniendo.

Eso la golpeó. Se había levantado. Ahora dio un paso atrás y apoyó la mano en el sillón, en busca de apoyo para equilibrarse. De su boca salió una exclamación que no entendí. Creí que era ruso, pero al instante siguiente supe que era italiano.

—Manos arriba.

Era la voz ronca de Flippo. Flippo estaba en el umbral, con una automática en la mano.