—¡Oh! —exclamó. Y luego, tras recuperarse de la sorpresa—: ¡Ese tobillo está peor!
Bajó corriendo los escalones para ayudarme a subir. Cuando se acercó me di cuenta de que un objeto pesado bailaba en el bolsillo derecho de su chaqueta de franela gris, algo hundido por el peso.
Ella me pasó un brazo por la espalda, me tomó con el otro por debajo del codo y me ayudó a subir los escalones y cruzar el soportal. De ese modo supe que ella no creía que yo les hubiera descubierto el juego. En caso contrario no habría confiado en ponerse a mi alcance. Me pregunté por qué habría vuelto a la casa después de salir hacia abajo con los demás.
Mientras yo cavilaba entramos en la casa, donde me dejó en un sillón grande y suave de piel.
—Seguro que estará muerto de hambre después de una noche tan agotadora —dijo—. Voy a ver si…
—No, siéntese —señalé un sillón encarado con el mío—. Quiero hablar con usted.
Se sentó con sus esbeltas manos blancas entrecruzadas en el regazo. Ni su rostro ni su compostura mostraban señal alguna de nerviosismo, o siquiera de curiosidad. Y eso ya era un poco exagerado.
—¿Dónde ha escondido el botín? —le pregunté.
La blancura de su rostro no era un elemento a tener en cuenta. Era igual de marmóreo desde que lo vi por primera vez. La oscuridad de los ojos también era natural. A los demás rasgos no les pasó nada. La voz sonó suavemente tranquila.
—Lo siento —dijo—. Esa pregunta no tiene ningún significado para mí.
—Pues es sencillo —le expliqué—. La estoy acusando de complicidad en el saqueo de Couffignal y en los asesinatos que ha conllevado. Y le estoy preguntando dónde han escondido el botín.
Se levantó lentamente, alzó la barbilla y me miró desde arriba, como si estuviera a más de un kilómetro de distancia.
—¿Cómo se atreve? ¿Cómo se atreve a hablar así conmigo, con una Zhukovski?
—Me importa un bledo, como si fuera uno de los hermanos Smith. —Al inclinarme hacia delante había chocado con el tobillo torcido contra una pata del sillón y el dolor consiguiente no mejoraba precisamente mi estado de ánimo—. Por lo que concierne a esta conversación, usted es una ladrona y una asesina.
Su cuerpo fuerte y delgado se Convirtió en el cuerpo de un animal esbelto y agazapado. La cara blanca se convirtió en la cara blanca de un animal rabioso. Una mano —ahora, zarpa— voló hacia el pesado bolsillo de la chaqueta.
Luego, en el instante de un pestañeo —aunque parecía que mi vida dependiera de mi capacidad de no pestañear— el animal salvaje se desvaneció. En su lugar —y ahora ya sé de dónde sacaban sus ideas los escritores de viejos cuentos de hadas—, apareció de nuevo la princesa, tranquila y alta y tiesa.
Se sentó, cruzó los tobillos, apoyó un codo en un brazo del sillón, descansó la barbilla en el dorso de esa mano y me miró a la cara con curiosidad.
—¿Cómo —murmuró— se le ha ocurrido llegar a una teoría tan extraña y caprichosa?
—No es ninguna ocurrencia, y no es extraña ni caprichosa —respondí—. A lo mejor, si le enseño parte de las pruebas que tengo contra usted, ahorraremos tiempo y problemas. Así sabrá en qué situación se encuentra y no malgastará su cerebro haciéndose pasar por inocente.
—Tendré que estarle agradecida —sonrió—. ¡Mucho!
Encajé la muleta entre una rodilla y el brazo del sillón para tener las manos libres y así poder ir contando puntos de mi argumentación con los dedos.
—Primero, quienquiera que haya planeado el golpe conocía la isla; no por encima, sino al milímetro. Eso no hace falta discutirlo. Segundo, el coche en el que se montó la ametralladora era propiedad local, robado a un propietario de por aquí. Lo mismo ha ocurrido con el barco en el que se supone que iban a escapar los bandidos. Si los bandidos fuesen de fuera habrían necesitado un coche o un barco para traer sus ametralladoras, explosivos y granadas, y no habría ninguna razón aparente que les impidiera usar ese coche o ese barco propio en vez de robarlos. Tercero, este caso no ha tenido nada que ver con el comportamiento propio de los bandidos profesionales. Si me preguntan a mí, ha sido un trabajo militar de principio a fin. Y hasta el peor ladrón de cajas fuertes del mundo hubiera podido vaciar tanto la cámara del banco como la caja de la joyería sin tener que destrozar los edificios. Cuarto, unos bandidos de fuera no hubieran destruido el puente. Quizá lo hubieran bloqueado, pero no destruido. Lo hubieran salvado por si tenían que huir en esa dirección. Quinto, unos bandidos que contaran con huir en barco habrían escogido un trabajo breve, no lo habrían alargado toda la noche. Se había armado el bullicio suficiente para despertar a California entera, de Sacramento a Los Ángeles. Lo que ustedes han hecho es mandar a un hombre solo en el barco a pegar unos tiros, y tampoco ha ido muy lejos. En cuanto se ha encontrado a distancia suficiente, ha saltado por la borda y ha vuelto nadando a la isla. El gran Ignati lo podría hacer sin despeinarse siquiera.
Con eso se terminaba mi mano derecha. Empecé a contar con los dedos de la izquierda.
—Sexto, me he encontrado con uno de su panda en la playa, y venía del barco. Él ha sugerido que lo asaltáramos. Nos han disparado, pero el hombre que manejaba la ametralladora estaba jugando con nosotros. Nos podría haber borrado en un segundo si hubiera disparado en serio, pero apuntaba por encima de nuestras cabezas. Séptimo, ese mismo joven es el único hombre en toda la isla, hasta donde yo sé, que ha visto irse a los bandidos. Ocho, todos ustedes, cuando nos íbamos cruzando, han sido especialmente amables conmigo; el general incluso se ha pasado una hora hablando conmigo en la ceremonia de esta tarde. Es un rasgo distintivo del maleante aficionado. Noveno, después del accidente del coche que llevaba la ametralladora he perseguido a su ocupante. Lo he perdido cerca de esta casa. El chico italiano que he atrapado no era él. Era imposible que ascendiera esa pared sin que yo lo viera. En cambio, sí podía llegar corriendo a la parte de la casa que pertenece al general, para entrar en ella y desaparecer. Al general le caía bien y le hubiera ayudado. Lo sé porque el general ha obrado un auténtico milagro al dispararle con una escopeta desde dos metros y no acertarle. Décimo, usted vino de visita a casa de Hendrixson con la única intención de sacarme de allí.
Terminada la mano izquierda, volví a la derecha.
—Undécimo, los dos sirvientes de Hendrixson conocían a la persona que los mató y se fiaban de ella. A ambos los mataron desde cerca y no llegaron a disparar ni un tiro. Yo diría que usted consiguió que Oliver la dejara entrar y estaba hablando con él cuando uno de sus hombres le cortó el cuello desde detrás. Luego subió a la primera planta y probablemente disparó usted misma a Brophy, que no sospechaba nada. No se hubiera puesto en guardia con usted. Duodécimo… Bueno, ya debería bastar. Además, me estoy quedando afónico solo de enumerarlos.
Ella separó la barbilla de la mano, sacó un cigarrillo blanco y grueso de una pitillera negra y fina y se lo llevó a la boca mientras yo acercaba una cerilla encendida al otro extremo. Inhaló un largo rato —una calada que acabó con un tercio del cigarrillo— y luego sopló el humo hacia sus rodillas.
—Todo eso bastaría —dijo después de toda esa interrupción— si no fuera porque usted mismo sabe que es imposible que estuviéramos tan implicados. ¿Acaso no nos ha visto? ¿Acaso no nos ha visto todo el mundo, una y otra vez?
—¡Era muy fácil! —discutí—. Con un par de ametralladoras y un baúl lleno de granadas y conociendo la isla de punta a cabo, en plena oscuridad y bajo la tormenta, contra civiles perplejos, era pan comido. Yo conozco a nueve de ustedes, incluyendo a dos mujeres. Bastaba con que cinco se encargasen de todo, una vez puesto en marcha el plan, mientras los demás se turnaban para ir apareciendo por aquí y por allí, generando coartadas. Y eso han hecho. Se han turnado para asomarse en busca de coartadas. Por todas partes, al llegar me encontraba con uno de ustedes. ¡Y el general! Ese viejo payaso bigotudo corriendo por ahí y liderando la batalla de los ciudadanos. ¡Y bien que los lideraba! ¡Suerte tienen de que esta mañana queda alguno vivo!
Ella se terminó el cigarrillo con otra inhalación, tiró la colilla a la alfombra, lo apagó con un zapato, suspiró hondo, apoyó las manos en las caderas y preguntó:
—¿Y ahora qué?
—Ahora quiero saber dónde han guardado el botín.
La inmediatez de su respuesta me sorprendió:
—Debajo del garaje, en un sótano que cavamos discretamente hace unos meses.
No me lo creí, claro, pero resultó que era cierto.
Yo no tenía nada más que decir. Cuando cogí con torpeza la muleta prestada para levantarme, ella alzó una mano y habló con amabilidad:
—Espere un momento, por favor. Quiero sugerirle algo.
Medio en pie, me incliné hacia ella, alargué un brazo hasta que mi mano quedó cerca de su costado.
—Quiero el arma —le dije.
Ella dio su conformidad con un movimiento de cabeza y se quedó quieta y sentada mientras yo le quitaba el arma del bolsillo, la guardaba en el mío y me volvía a sentar.