VI

—Bajaré luego —dije a los demás, y salí tras aquella mujer.

Ella volvía corriendo a casa de los Hendrixson. Yo no podía correr, ni siquiera caminar deprisa. La mujer y el propio Hendrixson y algunos sirvientes más estaban en el soportal delantero cuando llegué.

—Han matado a Oliver y a Brophy —dijo el anciano.

—¿Cómo?

—Estábamos en la parte trasera de la casa, en el segundo piso, viendo los destellos del tiroteo en el pueblo. Oliver estaba aquí abajo, junto a la puerta de entrada, y Brophy en la sala con los regalos. Hemos oído un disparo allí y de inmediato ha aparecido un hombre en el umbral de nuestra habitación, nos ha amenazado con dos pistolas y nos ha obligado a quedarnos aquí unos diez minutos. Luego ha cerrado la puerta con llave y se ha ido. Hemos tumbado la puerta y nos hemos encontrado a Brophy y Oliver muertos.

—Vamos a verlos.

El chófer estaba justo al lado de la puerta principal, por dentro. Estaba boca arriba, con un corte recto en la parte delantera de su cuello marrón que llegaba casi hasta las vértebras. Tenía el rifle debajo. Lo saqué de un tirón y lo examiné. No lo había disparado.

Arriba, Brophy, el mayordomo, estaba acurrucado contra la pata de una de las mesas en las que se habían dispuesto los regalos. Faltaba su arma. Le di la vuelta, lo estiré bien y encontré un agujero de bala en el pecho. Alrededor del agujero, la chaqueta estaba chamuscada en una zona extensa.

Muchos de los regalos seguían allí. Sin embargo, las piezas más valiosas habían desaparecido. Las demás estaban desordenadas, tiradas por todas partes y destapadas.

—¿Qué pinta tenía el que han podido ver? —pregunté.

—No lo he visto muy bien —dijo Hendrixson—. En nuestra habitación no había luz. Solo era una silueta oscura contra la vela que ardía en el pasillo. Un hombre grande, con un impermeable negro de caucho, con una especie de máscara negra que le cubría la cara y toda la cabeza, sin agujeros para los ojos.

—¿Sin sombrero?

—Sí, solo con la máscara por toda la cabeza y la cara.

Mientras volvíamos a la planta baja hice un breve resumen a Hendrixson de lo que había visto, oído y hecho desde que me separara de él. Tampoco eran tantas cosas como para un largo relato.

—¿Le parece que podrá obtener información sobre los demás por medio del que sí han atrapado? —me preguntó cuando ya me disponía a salir.

—No, pero espero encerrarlo igualmente.

La calle principal de Couffignal estaba atiborrada de gente cuando llegué de nuevo a ella cojeando. Había un destacamento de marines de la isla de Mare y algunos hombres del barco de la policía costera de San Francisco. En torno a ellos bullían los residentes nerviosos, en distintos grados de desnudez parcial. Un centenar de voces se alzaban al tiempo para relatar sus aventuras particulares, sus valentías, sus pérdidas, todo lo que habían visto. Palabras como ametralladora, bomba, bandido, coche, disparo, dinamita y muerto sonaban una y otra vez en todas las variedades posibles de voz y de tono.

El banco había quedado completamente destrozado por la carga explosiva que había volado la caja. La joyería era otra ruina. Un tienda de comestibles de la otra acera cumplía funciones de hospital de campo. En ella, dos médicos se esforzaban por vendar a los residentes heridos.

Reconocí un rostro familiar bajo una gorra de uniforme —el sargento Roche, de la policía del puerto— y me abrí paso entre el gentío para llegar hasta él.

—¿Acabas de llegar? —me preguntó mientras nos estrechábamos la mano—. ¿O has estado en el lío?

—En el lío.

—¿Qué sabes?

—Todo.

—Nunca he conocido a un detective privado que no pudiera decir eso —bromeó mientras yo lo apartaba del gentío.

—¿Os habéis cruzado con un barco vacío en la bahía? —le pregunté cuando ya nadie podía oírnos.

—Ha habido barcos vacíos flotando en la bahía toda la noche.

No se me había ocurrido.

—¿Dónde está ahora el vuestro?

—En el mar, intentando atrapar a los bandidos. Yo he desembarcado con un par de hombres para tratar de echar una mano por aquí.

—Estás de suerte —le dije—. Ahora, mira de reojo al otro lado de la calle. ¿Ves ese señor fornido con bigote negro? El que está delante de la droguería.

Ahí estaba el general Pleshskev con la mujer que se había desmayado, el joven ruso cuya mejilla ensangrentada había provocado el desmayo y un hombre rollizo y pálido de cuarenta y pico años que había estado con ellos en la ceremonia. Un poco más allá estaban Ignati, los dos sirvientes que había visto en la casa y otro que obviamente pertenecía al mismo grupo. Estaban charlando y contemplando las bufonadas nerviosas de un propietario rubicundo que le contaba a un seco teniente de los marines que el automóvil que los bandidos habían robado para instalar en él su ametralladora era el suyo, al tiempo que opinaba sobre lo que debía hacerse al respecto.

—Sí —confirmó Roche—. Veo a tu anciano de los bigotes.

—Bueno, pues ese es el que buscas. La mujer y los dos hombres que están con él, también. Y esos cuatro rusos a la izquierda, otros tantos. Falta otro, pero ya me encargaré yo. Házselo llegar al teniente y los podréis detener sin darles ni una oportunidad de resistirse. Ellos se creen a salvo como los ángeles.

—Estás seguro, ¿no? —preguntó el sargento.

—¡No seas tonto! —gruñí, como si no hubiera cometido un error en la vida.

Me estaba sosteniendo sobre el pie bueno. Cuando apoyé el otro para alejarme del sargento, me dio una sacudida que llegó hasta la cadera. Apreté bien las muelas y empecé a abrirme paso con mucho dolor entre la gente para llegar a la otra acera.

No veía a la princesa entre los presentes. Tenía la sensación de que, después del general, ella era el miembro más importante del grupo. Supuse que si estaba en casa y todavía no sospechaba nada podría acercarme a ella lo suficiente para atraparla sin que armase un gran lío.

Caminar era un infierno. Me subía la temperatura. Estaba sudando mares.

—Señor, por ahí no ha pasado nadie.

El repartidor de periódicos al que faltaba una pierna estaba a mi lado. Lo saludé como si mi vida dependiera de él.

—Ven conmigo —le dije, tomando su brazo—. Lo has hecho muy bien ahí abajo y ahora quiero que me ayudes con otra cosa.

A media manzana de la calle principal lo acompañé hasta el porche de una pequeña casita amarilla. La puerta principal estaba abierta, pues así se había quedado, sin duda, al salir los ocupantes de la casa a recibir a la policía y los marines. Justo al otro lado de la puerta, junto a un anaquel, había una silla de mimbre. Llevé el allanamiento al extremo de arrastrar aquella silla hasta el soportal.

—Siéntate, hijo —insté al muchacho.

Se sentó y alzó su cara pecosa para mirarme con desconcierto. Cogí con fuerza su muleta y se la arranqué de la mano.

—Te la alquilo por cinco pavos —le dije—. Y si la pierdo te compraré una de marfil y oro.

Me eché la muleta bajo el brazo y empecé a avanzar colina arriba.

Era mi primera experiencia con una muleta. No batí ningún récord. Pero fue mucho mejor que ir tambaleándome por ahí con un tobillo torcido y sin curar.

La colina era más alta y pronunciada que algunas montañas que he conocido, pero al fin tuve bajo mis pies el camino de grava que llevaba a la casa de los rusos.

Estaba todavía a unos cuatro metros de la casa cuando la princesa Zhukovski abrió la puerta.