III

Era alta. Yo soy bajo y grueso. Tenía que alzar la mirada para verle la cara… Para ver lo poco que aquella noche de lluvia grisácea me permitía ver.

—Con esta lluvia, se va a empapar hasta los huesos —objeté.

—¿Qué dice? Voy vestida para la ocasión.

Alzó un pie para mostrarme la bota, gruesa e impermeable, y el calcetín de lana que protegía la pierna.

—No podemos saber qué nos vamos a encontrar ahí abajo y yo tengo trabajo que hacer —insistí—. No la voy a poder cuidar.

—Sé cuidarme sola.

Apartó la capa hacia un lado para mostrarme la pistola automática que llevaba en una mano.

—Pero me molestará.

—No lo haré —replicó—. Quizá descubra que puedo ayudarlo. Soy tan fuerte como usted, y más rápida, y sé disparar.

El ruido de algún disparo suelto había ido puntuando nuestra discusión, pero ahora el sonido de armas más pesadas silenció la docena de objeciones que todavía se me ocurrían para lamentar su compañía. Total, si se convertía en una molestia excesiva, siempre podía darle esquinazo en la oscuridad.

—Como usted quiera —gruñí—, pero no espere nada de mí.

—Muy amable —contestó cuando ya arrancábamos de nuevo, ahora a toda prisa, empujados por el viento que seguía soplando a nuestra espalda.

De vez en cuando veíamos moverse alguna figura por delante de nosotros, pero demasiado lejos para ser reconocibles. Al poco, pasó un hombre a nuestro lado, corriendo colina arriba: un hombre alto, con el faldón del camisón suelto por encima de los pantalones, bajo el abrigo, lo cual lo identificaba como residente en la isla.

—¡Han acabado con el banco y ahora están en el negocio de Medcraft! —exclamó al cruzarse con nosotros.

—Medcraft es el joyero —me informó la chica.

Bajo nuestros pies, la cuesta ya era menos pronunciada. Las casas —oscuras, pero con alguna cara visible, aquí y allá, tras las ventanas— estaban más juntas. Abajo, de vez en cuando, se veía el destello de algún arma: llamaradas naranjas bajo la lluvia.

Llegamos por nuestro camino hasta la parte baja de la calle principal justo cuando sonaba una ráfaga de estallidos, rat ta tat.

Empujé a la chica hacia el portal más cercano y salté tras ella.

Al rasgar las paredes, las balas sonaban como el granizo en las hojas.

Era lo que antes me había parecido un rifle excepcionalmente pesado: una ametralladora.

La chica había caído en un rincón y se había liado con algo. La ayudé a levantarse. El «algo» era un muchacho de unos diecisiete años, con una sola pierna y una muleta.

—Es el repartidor de periódicos —dijo la princesa Zhukovski—, y con su torpeza ha conseguido hacerle daño.

El chico negó con la cabeza y se levantó con una sonrisa.

—No, no me he hecho daño, es que usted me ha dado un susto al saltarme encima de esa manera.

Ella tuvo que detenerse a explicarle que no había saltado, sino que yo le había dado un empujón, y que tanto ella como yo mismo lo sentíamos mucho.

—¿Qué ha pasado? —pregunté al chico cuando pude meter baza.

—Todo —alardeó, como si parte del mérito fuera suyo—. Deben de ser unos cien, y han reventado el banco y algunos están en lo de Medcraft y supongo que también lo van a volar. Y han matado a Tom Weegan. Tienen una ametralladora montada en un coche en medio de la calle. Es eso que suena ahora.

—¿Dónde está todo el mundo? ¿Y los felices residentes del pueblo?

—Casi todos están detrás del ayuntamiento. Pero no pueden hacer nada porque la ametralladora no les permite acercarse lo suficiente para ver a quién disparan y el listo de Bill Vincent me ha dicho que me largara porque solo tengo una pierna, como si yo no pudiera disparar tan bien como cualquiera, siempre que tenga un arma…

—Mal hecho —lo apoyé—. Pero podrás echarme una mano. Te puedes quedar aquí y mantener vigilado este extremo de la calle para que yo me entere si sale alguien en esta dirección.

—No me lo dice para que me quede aquí y no me meta en nada, ¿no?

—No —mentí—. Necesito un vigilante. Iba a dejar aquí a la princesa, pero tú lo harás mejor.

—Sí —me apoyó ella, haciéndose eco de mis intenciones—. Este caballero es un detective y si haces lo que te dice ayudarás más que si estuvieras ahí arriba con los otros.

La ametralladora seguía disparando, aunque ahora no apuntaba en nuestra dirección.

—Voy a cruzar la calle —dije a la princesa—. Si usted…

—¿No se va a reunir con los demás?

—No. Si consigo dar la vuelta y llegar por detrás de los bandidos mientras están ocupados con los demás, quizá pueda inventarme algún truco. ¡Vigila bien! —añadí para despedirme del muchacho cuando la princesa y yo ya saltábamos hacia la otra acera.

La alcanzamos sin encajar nada de plomo, avanzamos unos pocos metros pegados a la pared y nos metimos por un callejón. Desde el otro extremo del mismo nos llegaba el olor y el batir y la apagada negrura del agua de la bahía.

Mientras avanzábamos por ese callejón se me ocurrió una estratagema que me iba a permitir librarme de mi acompañante, mandándola a cumplir una misión imposible para que estuviera entretenida. Pero no tuve ocasión de intentarlo.

La enorme figura de un hombre se alzó ante nosotros.

Me interpuse delante de la chica y avancé hacia él. Bajo el impermeable, mantuve mi arma apuntada a su zona media.

Se quedó quieto. Era más alto de lo que me había parecido al principio. Un fortachón grande, de hombros caídos y cuerpo de tonel. Tenía las manos vacías. Iluminé su cara con la linterna durante una fracción de segundo. Una cara de mejillas gruesas, rasgos burdos, pómulos altos y mucha aspereza.

—¡Ignati! Exclamó ella por encima de mi hombro.

Él arrancó a hablar con ella en lo que supuse que sería ruso. Ella se rio y contestó. Él negó con la cabeza, en un gesto de terquedad, para insistir en algo. Ella pataleó y habló en tono brusco. Él volvió a sacudir la cabeza y luego se dirigió a mí.

—El general Pleshskev me ha dicho que lleve a la princesa Sonya a casa.

Su inglés era casi tan difícil de entender como su ruso. Su tono me desconcertaba. Era como si estuviera explicando algo que resultaba absolutamente necesario hacer y con cuya culpa se negaba a cargar aunque no tuviera más remedio que hacerlo.

Mientras la chica le dirigía de nuevo la palabra, quise adivinar la respuesta. Aquel grandullón llamado Ignati había recibido la orden del general de llevar a la chica a casa y pensaba obedecerla aunque eso implicara llevársela a cuestas. Al explicar la situación solo pretendía evitarse problemas conmigo.

—Llévesela —dije, y me eché a un lado.

La chica me fulminó con la mirada y luego se rio.

—Muy bien, Ignati dijo, en inglés. —Me iré a casa.

Y dio media vuelta sobre sus talones y empezó a subir de nuevo por el callejón, con el grandullón bien cerca.

Encantado de quedarme solo, no perdí nada de tiempo en avanzar en la dirección opuesta hasta que noté los guijarros de la playa bajo los pies. Los guijarros crujían bruscamente al pisarlos. Me desplacé a una zona de suelo más silencioso y empecé a abrirme camino tan ágilmente como pude junto a la orilla, hacia el centro de la acción.

La ametralladora siguió ladrando. Pistolas pequeñas se iban disparando. Tres estallidos bastante seguidos: bombas, granadas de mano, según me dictaron los oídos y la memoria.

Más adelante, a mi izquierda, un tejado reflejaba el fulgor rosado del cielo tormentoso. La estridencia del tiroteo me golpeaba los tímpanos. A mi alrededor caían fragmentos que no alcanzaba a ver. Supuse que procedían de la voladura de la caja fuerte del joyero.

Fui avanzando en paralelo a la orilla. La ametralladora guardó silencio. Las armas ligeras seguían disparando un tiro tras otro. Estalló otra granada. Sonó el aullido de un hombre, puro terror.

A riesgo de que el crujido de los guijarros delatara mi presencia, regresé de nuevo hacia la orilla. No había visto en el agua ninguna forma oscura que pudiera ser un barco. Por la tarde sí había visto algunos anclados cerca de la playa. Ahora, incluso con los pies dentro del agua, no veía ninguno. Tal vez la tormenta los hubiera dispersado, aunque no me lo parecía. La elevación de la isla por el oeste protegía aquella playa. Allí el viento era fuerte, pero no violento.

Pisando a ratos los guijarros y metiendo alguna vez los pies en el agua, avancé por la orilla. Ahora sí veía un barco. Una forma negra que cabeceaba a lo lejos. No tenía ninguna luz encendida a bordo. No se percibía ningún movimiento en su interior. No había ningún otro barco en aquella orilla. Eso lo volvía importante.

Palmo a palmo, me fui acercando.

Una sombra se movió entre mi cuerpo y el fondo oscuro de un edificio. Me quedé quieto. La sombra, de talla humana, volvió a moverse en mi dirección.

Esperé, sin saber si a sus ojos yo era casi invisible o, por el contrario, estaba totalmente expuesto. No podía correr el riesgo de delatar mi presencia si intentaba alcanzar una posición mejor.

A unos seis metros, la sombra se detuvo de pronto.

Yo estaba a la vista. Mi arma no lo estaba.

—Venga —dije en voz muy baja—. Sigue acercándote. Vamos a ver quién eres.

La sombra dudó, abandonó la protección del edificio y se acercó. Yo no podía correr el riesgo de encender la linterna. Distinguí en la penumbra una cara bonita, unas pecas aniñadas, una mancha oscura en una mejilla.

—Ah, qué tal —saludó el dueño de aquella cara, con voz musical de barítono—. Usted estaba esta tarde en la ceremonia.

—Sí.

—¿Ha visto a la princesa Zhukovski? ¿La conoce?

—Se ha ido a casa con Ignati hace unos diez minutos.

—¡Fantástico! —Se frotó la mejilla manchada con un pañuelo también manchado y se volvió para mirar hacia el barco—. Es el de Hendrixson —susurró—. Esa gente se lo ha apropiado, y luego han echado a los demás.

—Eso querrá decir que planean largarse por mar.

—Sí —concedió—. Salvo que… ¿Y si lo intentamos?

—¿Abordarlo, quieres decir?

—¿Por qué no? —preguntó—. No puede haber mucha gente a bordo. Bastantes son ya en tierra firma, bien lo sabe dios. Usted va armado. Yo tengo una pistola.

—Echémosle un vistazo primero —decidí—. Así sabemos qué vamos a abordar.

—Sabias palabras —contestó mientras abría el camino para regresar a la protección que ofrecían los edificios.

Pegados a la fachada trasera de los edificios, fuimos avanzando hacia el barco.

La embarcación se veía cada vez más clara en medio de la noche. Tendría unos cuarenta y cinco pies, estaba anclado con la popa hacia la orilla y cabeceaba junto a un pequeño pantalán. Algo asomaba por la popa. Algo que yo no alcanzaba a distinguir. De vez en cuando se oía el roce de unas suelas de piel sobre la cubierta de madera. Al poco, por encima de aquel objeto desconcertante de la popa, una cabeza oscura y unos hombros se asomaron.

Los ojos del ruso eran mejores que los míos.

—Enmascarado —me susurró al oído—. Lleva algo parecido a una media para cubrir la cara y la cabeza.

El enmascarado permanecía inmóvil en su sitio. Nosotros, en el nuestro.

—¿Le acertaría desde aquí? —preguntó mi acompañante.

—Tal vez, pero la noche y la lluvia no son una buena combinación para el tiro a distancia. Nuestra mejor opción es irnos acercando tanto como podamos sin que nos vea y, en cuanto nos descubra, empezar a disparar.

—Sabias palabras —concedió.

El descubrimiento llegó en cuanto dimos un paso adelante. El hombre del barco gruñó. El tipo que había a mi lado saltó hacia delante. Reconocí el objeto de la popa del barco justo a tiempo para adelantar una pierna y zancadillear al joven ruso. Cayó al suelo, despatarrado sobre los guijarros. Yo me tiré a su lado.

La ametralladora de la popa del barco empezó a escupir metal por encima de nuestras cabezas.