II

En la oscuridad, enterré el cigarrillo en un sándwich para deshacerme de la luz de la brasa. Dejé el libro, cogí el arma y la linterna y me aparté del sillón.

De nada servía aguzar el oído. La tormenta hacía cientos de ruidos distintos. Lo que necesitaba saber era por qué se había ido la luz. En el resto de la casa las habían apagado ya un rato antes. Por eso, la oscuridad del recibidor no significaba nada.

Esperé. Mi trabajo consistía en vigilar los regalos. De momento, nadie los había tocado. No había razón para ponerme nervioso.

Pasaron los minutos, unos diez quizá.

El suelo osciló bajo mis pies. Las ventanas retumbaron con una violencia que superaba la fuerza de la tormenta. El seco estallido de una fuerte explosión se impuso a los ruidos de la lluvia y el viento. No provenía de ningún lugar cercano, pero tampoco tan lejano como para pensar que no había sido en la isla.

Me acerqué a la ventana y atisbé desde detrás del cristal mojado, pero no veía nada. Tendría que haber visto unas pocas luces entre la bruma, en la parte baja de la colina. El hecho de que ya no las viera aclaraba una cosa: la luz se había ido en todo Couffignal, no solo en casa de los Hendrixson.

Mejor así. Quizá la tormenta hubiera destrozado la red eléctrica y fuera responsable también de la explosión… Quizá.

Mientras miraba por la ventana a oscuras me dio la impresión de que había un gran nerviosismo colina abajo, grandes movimientos en la noche. Pero todo quedaba demasiado lejos para oír o ver nada, incluso con luz, y era demasiado vago para saber qué estaba pasando. La sensación era fuerte, pero inútil. No llevaba a ningún sitio. Me dije que me estaba atontando y me alejé de la ventana.

Otro estallido me llevó de vuelta a ella. Aquella explosión había sonado más cercana que la primera, quizá por ser más fuerte. Escudriñando de nuevo desde el cristal, seguí sin ver nada. Y tuve de nuevo esa misma sensación de que algo se estaba moviendo allí abajo.

Unos pasos de pies descalzos sonaron en el distribuidor. Una voz me llamaba en tono ansioso. Me aparté de la ventana, guardé el arma en el bolsillo y encendí la linterna. Keith Hendrixson, en bata y pijama, más flaco y viejo de lo que se puede llegar a ser, entró en la habitación.

—¿Es…?

—No creo que sea un terremoto —dije, pues es la primera calamidad que se le ocurre a un californiano—. La luz se ha ido hace un rato. Ha habido un par de explosiones en la parte baja de la colina desde que…

Me detuve. Acababan de sonar tres disparos apenas separados entre sí. Disparos de rifle, pero de una clase que solo puede proceder de los rifles más pesados. Luego, agudo y empequeñecido por la tormenta, llegó el estallido de una pistola lejana.

—¿Qué es eso? —quiso saber Hendrixson.

—Disparos.

Más ruido de pies por los pasillos: algunos descalzos, otros calzados. Voces nerviosas susurraban preguntas y exclamaciones. Entró el mayordomo, un solemne ladrillo de hombre, vestido solo en parte y cargado con un candelabro de siete brazos, con todas las venas encendidas.

—Muy bien, Brophy —dijo Hendrixson cuando el mayordomo dejó el candelabro en la mesa, al lado de mis sándwiches—. ¿Puedes intentar averiguar qué está pasando?

—Ya lo he intentado, señor. Parece que el teléfono no funciona, señor. ¿Envío a Oliver al pueblo?

—No, no creo que sea para tanto. ¿A usted le parece serio? —me preguntó.

Contesté que no me lo parecía, pero estaba más pendiente de lo que ocurría fuera que de él. Había oído un grito agudo que podía proceder de una mujer lejana, y luego una ráfaga de disparos de armas pequeñas. El bullicio de la tormenta ahogaba aquellos tiros, pero cuando el arma más pesada que acabábamos de oír sonó de nuevo se oyó con toda claridad.

Abrir la ventana implicaba permitir la entrada de litros de agua y tampoco hubiera servido para oír mucho mejor. Mantuve un oído atento al cristal con la intención de llegar a alguna conclusión acerca de lo que estaba ocurriendo fuera.

Otro sonido me obligó a desviar la atención de la ventana: el timbre de la puerta. Sonó alto y persistente.

Hendrixson me miró. Moví la cabeza en señal afirmativa.

—Ve a ver quién es, Brophy —ordenó.

El mayordomo se alejó con toda solemnidad y regresó más solemne todavía.

—La princesa Zhukovski, anunció.

La mujer entró en la sala: era la rusa alta que había visto en la recepción. Tenía los ojos muy abiertos y oscuros de pura excitación. Llegaba con la cara blanca y mojada. El agua caía a chorros por su capa azul impermeable, con cuya capucha se cubría la melena oscura.

—¡Oh, señor Hendrixson! —Le había tomado una mano entre las suyas. Sin ningún acento extranjero, su voz denotaba la agitación propia de quien ha recibido una sorpresa encantadora—. Han robado el banco y han matado al… ¿Cómo se llama? El jefe de la policía local.

—¿Cómo? —exclamó el anciano, al tiempo que se apartaba de un salto, nervioso, porque el agua de la capa le goteaba en los pies descalzos—. ¿Han matado a Weegan? ¿Y han robado el banco?

—¡Sí! Qué terrible, ¿verdad? —dijo ella, aunque por su tono parecía querer decir que le parecía maravilloso—. Cuando nos ha despertado la primera explosión, el general ha hecho bajar a Ignati para averiguar qué estaba pasando y ha llegado justo a tiempo para ver cómo saltaba el banco por los aires. ¡Escuche!

Prestamos atención y oímos un estallido enloquecido de distintas armas de fuego.

—¡Debe de ser la llegada del general! —dijo ella—. Se lo va a pasar de maravilla. En cuanto ha regresado Ignati con las noticias, el general ha armado a todos los varones de la casa, desde Aleksandr Sergyeevich hasta el cocinero, Ivan, y ha marchado por delante de ellos, tan feliz como no había vuelto a estar desde que llevó su división a la Prusia Oriental, en 1914.

—¿Y la duquesa? —preguntó Hendrixson.

—La ha dejado en casa conmigo, claro, y yo me he escapado furtivamente de su lado mientras ella intentaba llenar de agua un samovar por primera vez en toda su vida. ¡No es una noche para quedarse en casa!

—Hmm —musitó Hendrixson, que obviamente ya no prestaba atención a sus palabras—. ¡Y el banco!

Me miró. No dije nada. Nos llegó el bullicio de otra andanada.

—¿Podría usted hacer algo ahí abajo? —preguntó.

—Quizá, pero… —con una inclinación de cabeza señalé hacia los regalos escondidos bajo las sábanas.

—¡Ah, eso! —dijo el anciano—. Me interesa tanto el banco como cualquiera de esos regalos. Además, nosotros estaremos aquí.

—¡De acuerdo! —Tenía bastantes ganas de saciar mi curiosidad por lo que ocurría en la falda de la colina—. Bajaré. Será mejor que mande quedarse aquí al mayordomo y plante al chófer detrás de la puerta de entrada. Y deles armas, si las tiene. ¿Puedo pedir prestado un impermeable? Solo he traído una chaqueta ligera.

Brophy encontró un impermeable amarillo que me iba bien. Me lo puse, guardé bajo su protección el arma y la linterna y busqué mi sombrero mientras Brophy sacaba y cargaba su pistola automática y un rifle para Oliver, el chófer mulato.

Hendrixson y la princesa bajaron las escaleras conmigo. Tal como descubrí al llegar a la puerta, no es que ella me siguiera, sino que pensaba salir conmigo.

—Pero… ¡Sonya! —protestó el anciano.

—No haré ninguna tontería, aunque me gustaría —prometió ella—. Pero he de volver con mi Irinia Androvana, que a lo mejor a estas alturas ya ha llenado de agua el samovar.

—Una chica sensata —celebró Hendrixson, al tiempo que nos abría la puerta para que saliéramos a la lluvia y el viento.

Con aquel tiempo no se podía hablar. Fuimos bajando la colina en silencio, avanzando entre hileras de setos, con la tormenta atacando por la espalda. Al llegar a la primera apertura en un seto me detuve y señalé hacia el borrón negro que indicaba la presencia de una casa.

—Ahí está su…

Me interrumpió con una risa. Me agarró por un brazo y se puso a empujar para que siguiera bajando.

—Solo le he dicho eso al señor Hendrixson para que no se preocupase —explicó—. No crea que no pienso bajar a ver esas vistas.