EL SAQUEO DE COUFFIGNAL

I

La isla de Couffignal, con forma de cuña, no es muy grande ni está muy lejos de la península, a la que la une un puente de madera. La costa oeste es un acantilado alto y liso que cae de manera abrupta hacia la bahía de San Pablo. Desde lo alto de ese acantilado, la isla desciende hacia el este, hasta una playa de lisos guijarros que se adentra en el mar, con muelles, un club y embarcaciones de recreo amarradas.

La calle principal de Couffignal, paralela a la playa, tiene su clásico banco, un hotel, un cine y unas cuantas tiendas. Pero se distingue de la mayoría de calles principales de tamaño similar por el mayor cuidado puesto en su arreglo y conservación. Tiene árboles y setos y extensiones de césped, sin carteles chillones. Todos los edificios parecen concordar, como si los hubiera diseñado el mismo arquitecto, y en las tiendas se encuentran productos de calidad similares a los de las mejores tiendas de las ciudades grandes.

Las calles del entramado —que discurren entre hileras de casitas pulcras al pie del monte— se convierten en serpenteantes carreteras, flanqueadas por setos, a medida que ascienden hacia el acantilado. Cuando más ascienden las carreteras, más separadas y más grandes son las casas a cuyas puertas llegan. Los ocupantes de esas casas altas son los dueños de la ciudad y mandan en ella. En muchos casos se trata de ancianos caballeros bien nutridos que, tras invertir con buenos porcentajes de seguridad los beneficios que tomaron del mundo a manos llenas cuando eran jóvenes, compraron su sitio en la isla colonial para poder pasar lo que les quedaba de vida cuidándose el hígado y mejorando su golf entre iguales. Solo permiten residir en la isla a la cantidad de tenderos, trabajadores y chusma similar necesaria para sentirse cómodamente atendidos.

Eso es Couffignal.

Era un poco más de la medianoche. Yo estaba sentado en una habitación del segundo piso de la casa más grande de Couffignal, rodeado de regalos de boda cuyo valor total llegaría a sumar entre cincuenta mil y cien mil dólares.

De todos los trabajos que le pueden tocar a un detective privado (aparte de los divorcios, que la Agencia de Detectives Continental nunca acepta) el que menos me gusta es el de las bodas. Me las suelo arreglar para rechazarlas, pero esta vez no lo había conseguido. A Dick Foley, que debía ocuparse de ese encargo, un carterista un poco hostil le había dejado un ojo a la virulé el día anterior. Así que fuera Dick y dentro yo. Había llegado aquella misma mañana a Couffignal —es un trayecto de dos horas desde San Francisco entre el ferry y el autocar— y debía regresar al día siguiente.

El caso no había sido ni mejor ni peor que lo normal en las bodas. Se había celebrado la ceremonia en una pequeña iglesia de piedra en la colina. Luego la casa se había empezado a llenar de invitados a la ceremonia. Había seguido llena a rebosar hasta después de que los novios se escabulleran a su tren hacia el este.

Había acudido una buena representación del mundo. De Inglaterra había ido un almirante y uno o dos condes; un expresidente de algún país sudamericano; un barón danés; una princesa rusa, joven y alta, rodeada de aristócratas menores entre los que se incluía un general ruso gordo, calvo, jovial, adornado con barba negra, que se había pasado una hora hablándome de combates de boxeo, que parecían interesarle mucho, aunque tampoco es que supiera demasiado; un embajador de algún país centroeuropeo; un juez del Tribunal Supremo; y una banda de gente que no llevaba prendida de las solapas ninguna etiqueta para reseñar los motivos de su prominencia, o cuasi-prominencia.

En teoría, se supone que un detective que vigila los regalos de una boda debe hacerse indistinguible de los demás invitados. En la práctica, nunca funciona así. Como ha de pasar la mayor parte del tiempo con el botín a la vista, resulta fácil detectarlo. Además, reconocí entre los invitados a ocho o diez personas que eran clientes de la agencia, o lo habían sido en algún momento, y me conocían. En cualquier caso, el hecho de que te conozcan tampoco cambia tanto las cosas como podría pensarse y todo había ido como la seda.

Unos amigos del novio, calentados por el vino y por la necesidad de mantener su reputación de payasos, habían intentado sacar unos cuantos regalos de la habitación en que se guardaban y esconderlos en el piano. Pero yo ya me esperaba ese truco, tan familiar, y lo impedí antes de que llegara tan lejos como para avergonzar a alguien.

Poco después del anochecer, un viento que olía a lluvia empezó a acumular nubes de tormenta encima de la bahía. Los invitados que vivían lejos, sobre todo los que tenían que tomar algún barco, se apresuraron a partir hacia sus casas. Los que vivían en la isla se quedaron hasta que empezaron a caer las primeras gotas sueltas. Entonces se fueron.

La casa de los Hendrixson quedó en silencio. Los músicos y los criados contratados para la ocasión se fueron. Los exhaustos sirvientes de la casa empezaron a desaparecer hacia sus habitaciones. Encontré unos sándwiches, un par de libros y un sillón cómodo y me lo llevé todo a la habitación en que permanecían escondidos todos los regalos, bajo sábanas de un gris blanquecino.

Keith Hendrixson, abuelo de la novia —que era huérfana— asomó la cabeza por la puerta.

—¿Tiene todo lo que necesita para estar a gusto? —preguntó.

—Sí, gracias.

Me dio las buenas noches y se fue a dormir: un anciano alto y flaco como un muchacho.

El viento y la lluvia golpeaban con fuerza cuando bajé las escaleras para dar un último repaso a las ventanas y puertas de la planta baja. Todo estaba en orden allí, así como en el sótano. Volví a subir.

Instalé mi sillón junto a una lámpara de pie y dejé al lado, en una mesita baja, los sándwiches, los libros, el cenicero, mi arma y una linterna. Luego apagué todas las demás luces, encendí un Fatima, me senté, sacudí la espalda para acomodar la columna al relleno del respaldo, cogí uno de los libros y me preparé a pasar la noche.

El libro se llamaba El señor de los mares y trataba de un tipo fuerte, duro y violento, llamado Hogarth, que tenía la modesta intención de sostener el mundo en una mano. Había tramas y contratramas, secuestros, asesinatos, fugas de la cárcel, falsificaciones y robos, diamantes grandes como un sombrero y fuertes flotantes más grandes que Couffignal. Dicho así suena vertiginoso, pero en el libro parecía más real que una moneda.

Hogarth seguía en plenas facultades cuando se fue la luz.