Al otro lado de la puerta, pegado a la pared, guardé la bolsa de seda y lamenté no haberme quedado pegado al suelo, detrás del francés. La habitación estaba a oscuras. No era así antes de que la mujer apagara la luz del salón. En aquel momento, todas las habitaciones estaban iluminadas. Ahora, todas oscuras. Como no sabía por qué, no me gustó.
De la sala que acababa de abandonar ya no llegaba ningún ruido.
De algún lado, procedente de una ventana que no podía ver, me llegó un chapoteo suave de lluvia.
Detrás de mí sonaba otro ruido. Un castañeteo de dientes ahogado.
Eso me animó. La asustadiza Inés, por supuesto. Había aprovechado la oscuridad para abandonar la sala y apagar la luz de toda la casa. A lo mejor no había nadie más detrás de mí.
Respirando en silencio con la boca bien abierta, me quedé a la espera. No podía buscar a la mujer en la oscuridad sin hacer ruido. Maurois y el Niño habían dejado muebles, o trozos de muebles, tirados por todas partes. Me hubiera encantado saber si Inés iba armada. No tenía ningunas ganas de que me rociara de plomo.
Como no lo sabía, me quedé quieto.
Sus dientes siguieron castañeteando unos cuantos minutos.
Algo se movió en la sala. Tronó un arma.
—¡Inés! —llamé en un siseo hacia el lugar de donde procedía el ruido.
Sin respuesta. En la sala se movió algún mueble. Dos armas dispararon a la vez. Sonó un quejido.
—Tengo el material —susurré, enmascarado por el quejido.
Eso sí obtuvo respuesta:
—¡Jerry! Ah, ven conmigo.
En la sala seguía sonando el quejido, pero ya más flojo. Repté hacia la voz de la mujer. Iba a gatas y procuraba chocar con la mayor suavidad contra lo que había por el suelo. No veía nada. A medio camino apoyé la mano en una maraña de piel empapada: el morado y difunto Frana. Seguí avanzando.
Inés me tocó un hombro con una mano ansiosa.
—Dámelo —fueron sus primeras palabras.
Le sonreí en la oscuridad, le di una palmadita en la mano, tanteé para encontrar la cabeza y acerqué mi boca a su oreja.
—Volvamos al dormitorio —susurré, haciendo caso omiso de su reclamo del botín—. El Niño vendrá a buscarnos. —No me cabía duda de que había vencido a Mandíbula—. Lo podremos manejar mejor en el dormitorio.
Quería recibirlo en algún cuarto que tuviera una sola puerta.
Avanzamos los dos a gatas, ella delante, hasta el dormitorio. Para todo lo que había que pensar, aproveché mientras reptábamos. El Niño todavía no podía saber cómo habíamos terminado el francés y yo. Si lo decidía por intuición, creería que había sobrevivido el francés. Lo más probable era que me adjudicara la condición de tontaina, como a Billie, y diera por hecho que el francés podía conmigo. Tenía sentido pensar que él había podido con Mandíbula y que a esas alturas ya lo supiera. Aunque la sala estaba oscura como la más negra noche, ya debía de saber que en aquella sala no había más ser vivo que él.
Nadie podía salir del apartamento sin pasar a su lado. Por lo tanto, pensaría que Inés y Maurois seguían vivos allí dentro y se habían apropiado del botín. ¿Qué iba a hacer? Cualquier pretensión de repartir el botín carecía ya de sentido. Se había ido con la luz. El Niño quería las piedras. Las quería solo para él.
No soy ningún mago especializado en adivinar el siguiente movimiento del oponente. Pero pensé que el Niño iría por nosotros bien pronto. Sabía —tenía que saber— que la policía no tardaría en llegar. Sin embargo, a mi juicio tenía la locura suficiente para olvidarse de la policía hasta que apareciera. Daría por hecho que vendría solo una pareja, preparada para enfrentarse a la escasa violencia de una fiesta con demasiado alcohol. Podía manejarlos; o creía que podía. Pero antes iría en busca de las piedras preciosas.
La mujer y yo llegamos al dormitorio, última habitación de la casa, con una puerta solo. Oí que la toqueteaba e intentaba cerrarla. Yo no veía nada, pero la obstaculicé con un pie.
—Déjala abierta —susurré.
No quería dejar fuera al Niño. Quería atraerlo.
Con el vientre pegado al suelo, repté hasta la puerta, me quité el reloj a ciegas y lo dejé apoyado en el umbral, en el espacio abierto entre la hoja y el marco. Luego me alejé reptando hacia atrás, hasta que quedé a metro y medio de distancia, o dos. Desde allí, en diagonal, alcanzaba a ver el dial luminoso del reloj.
Desde fuera no se veían los números fosforescentes porque estaban de cara a mí. Cualquiera que entrase por aquella puerta —salvo que lo hiciera de un salto— se interpondría, aunque solo fuera una décima de segundo, entre el reloj y yo.
Tumbado, con el revólver amartillado y la empuñadura bien apoyada en el suelo, esperé a que algo tapara el brillo atenuado de los números.
Esperé un buen rato. Pesimismo: a lo mejor no venía; a lo mejor me veía obligado a salir en su busca; a lo mejor se largaba y, después de tantos problemas, se me escapaba.
Junto a mí, Inés tiritaba y respiraba, temblorosa, junto a mi oído.
—No me toques —gruñí al notar que intentaba acurrucarse a mi lado.
Me hacía temblar el brazo.
Un cristal se rompió en la habitación contigua.
Silencio.
Los números luminosos de la esfera me quemaban los ojos. No podía pestañear. Si lo hacía, un pie podía pasar inadvertido ante el reloj. No podía pestañear, pero tenía que pestañear. Lo hice. No podía saber si alguien había pasado por delante del reloj o no. Necesitaba pestañear de nuevo. Intenté mantener los ojos rígidamente abiertos. No lo conseguí. Al tercer pestañeo, estuve a punto de disparar. Hubiera jurado que había pasado alguien entre el reloj y yo.
Fuera cual fuese la intención del Niño, no hacía ningún ruido.
La mujer oscura empezó a sollozar a mi lado. Gimoteos que podían guiar las balas. La golpeé con la mirada y maldije mi suerte: solo en mi corazón, no en voz alta.
Me escocían los ojos. Estaban llenos de humedad. Pestañeé para eliminarla y dejé de ver el reloj durante unos instantes muy valiosos. La empuñadura del revólver estaba resbaladiza de tanto sudor. Estaba absolutamente incómodo.
La pólvora me ardía en la cara.
Una maníaca gritona estaba trepando por mi cuerpo.
Mi bala salió disparada hacia el techo.
Me quité a la mujer de encima, quizá de una patada, y me desplacé hacia atrás con un serpenteo. Ella se quedó a un lado, gimiendo. No podía ver al Niño, ni oírlo. Seguía viendo el reloj, ahora más lejos. Un roce.
El reloj desapareció.
Disparé en esa dirección.
Dos puntos de luz, cerca del suelo, soltaron fuego y truenos.
Con la empuñadura del arma tan cerca del suelo como podía sostenerla, disparé entre esos puntos. Dos veces.
Volví a ver llamas gemelas que se lanzaban hacia mí.
Dejé de sentir la mano derecha. La izquierda cogió el arma. Lancé otras dos balas en aquella dirección. Ya solo me quedaba una.
No sé qué hice con ella. Mi cabeza se llenó de ideas extrañas. No había ninguna habitación. No había oscuridad. No había nada…
Abrí los ojos en la penumbra. Estaba boca arriba. Junto a mí, de rodillas, la mujer oscura temblaba y lloriqueaba. Tenía las manos ocupadas… entre mi ropa.
Una de ellas salió de mi chaleco con la bolsa de piedras preciosas.
Resucitado, le agarré el brazo. Soltó un chillido como si yo fuera un muerto viviente. Recuperé la bolsa.
—Devuélvemelas, Jerry —gimió mientras, en pleno frenesí, intentaba obligarme a abrir los dedos—. Son mías, Jerry. ¡Suéltalas!
Me incorporé hasta quedar sentado y miré alrededor.
A mi lado había una lámpara destrozada, cuya caída —debida a la torpeza de mis pies o a una bala del Niño— me había provocado el desmayo. El Niño yacía al otro lado de la habitación, boca abajo, con los brazos abiertos como si lo hubieran crucificado. Estaba muerto.
Desde la entrada del apartamento llegaron unos golpes muy fuertes, casi inseparables del latido que sentía dentro de la cabeza. La policía quería tumbar la puerta, pese a que no estaba cerrada con llave.
La mujer guardó silencio. Aparté la cabeza de un latigazo. La navaja me hirió la mejilla y rajó la solapa de mi chaqueta. Se la quité.
No tenía sentido. La policía ya estaba allí. Seguí la corriente a la mujer y fingí una recuperación repentina de la conciencia.
—¡Ah, eres tú! —dije—. Tómalas.
Le pasé la bolsa de seda llena de piedras preciosas justo cuando el primer policía entraba en la habitación.