IX

Era un hermoso cuadro.

Ahí está el Niño Fulanito, en la puerta: un tipo esbelto, veinteañero, con pinta aún más malvada porque tiene cara de agotado, boca abierta, ojos apagados. Las armas que lleva en ambas manos, listas para disparar, apuntan a todos y a nadie, según cómo se mire.

Está la mujer marrón, con las mejillas enterradas en ambos puños, los ojos tan abiertos que se alcanza a ver su color, verde grisáceo. El miedo que había visto antes en su cara no tiene nada que ver con el de ahora.

Está el francés, que se ha vuelto a toda prisa al oír la primera palabra del Niño, a quien apunta con su arma, el bastón todavía bajo el brazo; su cara, un borrón blanco y tenso.

Está Mandíbula Grande, con el cuerpo vuelto a medias, la cara vuelta sobre el hombro para mirar hacia la puerta, seguida por una de las armas.

Está Billie, una estatua de hombre enorme y apaleado que no ha dicho ni una palabra desde que Inés Almad ha intentado echarlo a punta de pistola.

Y, por último, estoy yo, no tan cómodo como estaría en la cama, pero tampoco histérico. No estaba del todo descontento con el rumbo que iban tomando las cosas en aquella casa. Y tampoco tenía tanta amistad con ninguno de los presentes como para que me importase lo que pudiera pasarle a cada uno. En cuanto a mí concernía, contaba con salir entero de allí. No es muy común que te maten. La mayor parte de los que mueren antes de tiempo es porque se han empeñado en conseguirlo. Yo tengo veinte años de experiencia en evitar eso. Puedo dar por hecho que en cualquier follón seré uno de los supervivientes. Y si hay otros, confío en llevármelos luego conmigo a comisaría.

Sin embargo, en aquel preciso momento los dueños de la situación eran los hombres armados: el Niño Fulanito, Maurois y Mandíbula.

El Niño habló primero. Tenía una voz quejumbrosa que parecía salir de su gruesa nariz, con un tono desagradable.

—Esto no se parece en nada a Chicago, pero al menos estamos todos aquí.

—¡Chicago! —exclamó Maurois—. ¡Tú no fuiste a Chicago!

El chico le dirigió una mueca despectiva.

—¿Acaso fuiste tú? ¿Y ella? ¿Para qué iba a ir? Crees que ella y yo te hemos dejado plantado, ¿verdad? Lo hubiéramos hecho si no fuera porque ella me traicionó a mí, como había hecho contigo y como hicimos los tres con el tontaina.

—Tal vez —replicó el francés—. Pero no pretenderás que me crea que Inés y tú no sois amigos, ¿no? ¿Acaso no te he visto salir de aquí esta misma tarde?

—Claro que me has visto —concedió el chico—, y si no se me llega a enganchar la pipa con el abrigo no hubieras visto nada más. Pero ahora no tengo nada contra ti. Creía que ella y tú me habíais dejado tirado, igual que pensabas tú de nosotros. Ahora, por lo que he oído al entrar, ya sé que no. Ella nos ha timado a los dos, franchute, igual que nosotros timamos al tontaina. ¿Aún no lo has pillado?

Maurois sacudió lentamente la cabeza.

Lo que concedía más tensión a esta charla es que los dos hablaban pistola en mano.

—Oye —preguntó el Niño, con impaciencia—. Nos íbamos a encontrar en Chicago para repartirlo todo en tres partes, ¿no?

El francés asintió.

—Pero ella me dijo —siguió el Niño— que se encontraría conmigo en San Luis, sin contar contigo; a ti te anima a prescindir de mí y reunirte con ella en Nueva Orleans. Y luego nos tima a los dos y se escapa sola a San Francisco con el botín.

»Somos un par de mamones, franchute, y no sirve de nada que nos calentemos entre nosotros. Hay suficiente para repartir en dos buenas partes. Te digo que olvidemos lo que ha pasado y tú y yo nos lo repartamos todo al cincuenta. Entiéndeme, no te estoy suplicando. Te hago una propuesta. Si no te gusta, te puedes ir al infierno. Ya me conoces. Ya sabes que está por llegar el día en que yo me niegue a meterme en un tiroteo contigo o con quien sea. ¡Tú eliges!

El francés estuvo un rato sin decir nada. Estaba convencido, pero no quería debilitar su mano por ceder demasiado pronto. No sé si se creyó las palabras del Niño no, pero sí se creía sus armas. Una bala sale mucho más rápida de un revólver amartillado que de una pistola automática. En eso el Niño iba por delante. Además, llevaba ventaja porque tenía pinta de no importarle un comino lo que pudiera pasar.

Al fin Maurois dirigió una mirada inquisitoria a Mandíbula Grande. Este se humedeció los labios, pero no dijo nada.

Maurois volvió a mirar al Niño y asintió con una inclinación de cabeza.

—Tienes razón —dijo—. Vamos a hacer eso.

—¡Bien! —El Niño no se movió de la puerta—. Bueno, ¿quién es esta gente?

—Esos dos —Maurois movió la cabeza para señalar a Billie y a mí— son amigos de nuestra Inés. Este —añadió señalando a Mandíbula— es mi cofrade.

—¿Quieres decir que va contigo? Por mí, está bien —opinó el Niño en tono seco—. Pero entenderás que su parte es cosa tuya. A mí me toca la mitad, y sin recortes.

El francés frunció el ceño, pero movió la cabeza en señal de conformidad.

—La mitad para ti, si lo encontramos.

—No te preocupes por eso —le aconsejó el Niño—. Está aquí y lo vamos a encontrar.

Guardó una de las armas y, con la otra relajada en un costado, entró en la sala. Al cruzarla para encararse a la mujer, consiguió hacerlo de tal manera que Mandíbula y Maurois nunca quedaran a su espalda.

—¿Dónde está el botín? —preguntó.

Inés Almad se humedeció los labios rojos con la lengua, dejó la boca un poco abierta, miró con suavidad al Niño y empezó su interpretación.

—Uno de nosotros es tan malo como los demás, Niño. Nosotros… Todos hemos intentado quedarnos el botín entero. Tú y Edouard acabáis de dejar a un lado el pasado. ¿He sido peor que tú? Lo tengo yo, pero no lo tengo aquí. ¿Vas a esperar hasta mañana? Las iré a buscar. Nos las dividiremos entre los tres, como estaba previsto. ¿Verdad que haremos eso?

—¡Ni hablar!

La voz del Niño Fulanito sonaba decidida.

—¿Te parece justo? —se lamentó, con un cierto temblor de barbilla—. ¿Soy culpable de alguna traición que no hayáis cometido también el francés y tú? ¿No te…?

—La cosa no va por ahí —le dijo el Niño—. El francés y yo estamos en una situación en la que si queremos conseguir algo hemos de trabajar juntos. Por eso estamos juntos. Contigo es distinto. No te necesitamos. Te podemos quitar el botín. Ya no estás con nosotros. ¿Dónde está?

—¡No está aquí! ¿Acaso soy tan tonta como para dejarlo aquí, listo para que cualquiera pueda encontrarlo? Necesitáis que os ayude a buscarlo. Sin mí no podéis…

—¡Qué tonta eres! Si no te conociera, podría creérmelo. Pero sé que eres demasiado codiciosa para haberlo guardado lejos de ti. Y todavía eres más cobarde. Con un par de bofetadas cantarás. Y no creas que tendré ningún reparo si te las he de dar.

Ella se echó atrás, acobardada ante su mano alzada.

El francés habló deprisa.

—Primero deberíamos registrar las habitaciones, Niño. Si no lo encontramos ahí, ya decidiremos qué hacer.

El Niño Fulanito dirigió una risa despectiva a Maurois.

—De acuerdo. Pero tenlo claro: no me iré de aquí sin el botín, aunque tenga que destrozar a esta rata. Mi plan es más rápido, pero si prefieres lo registramos todo antes. Tu como-se-llame puede mantener a esta gente vigilada mientras tú y yo lo ponemos todo patas arriba.

Pusieron manos a la obra. El Niño guardó el arma y sacó una navaja automática de hoja larga. El francés desenroscó dos terceras partes del bastón por la parte inferior, desvelando una espada de medio metro.

No fue un registro rutinario. Empezaron por la sala donde estábamos todos. La destriparon por completo y trincharon hasta el hueso. Desmontaron muebles y marcos. La tapicería mostró su relleno. Cortaron la moqueta. Arrancaron tiras de papel pintado que les parecían sospechosas. Trabajaban despacio. Ninguno de los dos permitía que el otro se le pusiera detrás. El Niño no daba la espalda a Mandíbula.

Una vez destrozada la sala, pasaron a la habitación siguiente, dejando a la mujer, a Billie y a mí de pie entre los destrozos. Mandíbula Grande y sus dos pistolas nos vigilaban.

En cuanto el francés y el Niño desaparecieron de nuestra vista, la mujer quiso hacer de las suyas con nuestro guardián. Confiaba mucho en su poder con los hombres, eso se lo concedo.

Pasó un rato haciéndole ojitos a Mandíbula y luego, en tono muy suave:

—¿Puedo…?

—¡No puedes! —Mandíbula sonó fuerte y bronco—. ¡Cállate!

Apareció el Niño Fulanito en la puerta.

—Si nadie dice nada, puede que nadie acabe sufriendo —gruñó antes de regresar al trabajo.

La mujer se valoraba demasiado para permitir que la desanimaran tan rápido. No volvió a pronunciar palabra, pero habló a Mandíbula con la mirada; una mirada que le hacía sudar y sonrojarse. Era un hombre simple. No me pareció que ella fuera a conseguir nada. Si no hubiera habido nadie más allí, quizás habría puesto como una moto a Mandíbula; pero no parecía probable que se dejara conquistar por ella con un par de pájaros allí plantados, contemplando el espectáculo.

En un momento, un ladrido agudo nos informó de que el amoratado Frana —que se había escapado hacia la parte trasera al ver entrar a Maurois y Mandíbula— tenía algún problema con los registradores. Fue un ladrido aislado y la inmediatez con que se detuvo invitaba a pensar que al perro le había pasado algo.

Los dos hombres pasaron casi una hora en las otras habitaciones. No encontraron nada. En sus manos, cuando se reunieron de nuevo con nosotros, solo estaban los cuchillos.