Billie no tardó mucho en llegar. Abrí la puerta cuando llamó, con la mujer escondida a mi espalda. Él no esperó una invitación. Había cruzado ya el umbral cuando yo apenas tenía la puerta abierta a medias. Me fulminó con la mirada. ¡Lo llenaba todo!
Era un hombre como una bala de heno, grande, de cara roja y pelo rojo. Grande con cualquier criterio de medición; y no tenía un gramo de grasa. Una peladura en la nariz, un arañazo en una mejilla, la otra un poco hinchada. Sin el sombrero, la cabeza mostraba una maraña de pelo rojizo. Le habían arrancado un bolsillo del abrigo y llevaba un botón colgado de una tira rasgada de la ropa, de unos quince centímetros. Era el estibador grandote que había ido con la mujer dentro del taxi.
—¿Quién es este chucho? —preguntó, señalándome con sus grandes zarpas.
Yo sabía que la chica estaba pirada. No me hubiera sorprendido que intentara entregarme al gigante apaleado. Pero no lo hizo. Le tomó una mano entre las suyas y empezó a calmarlo.
—No seas malo, Billie. Es un amigo. Sin él, yo no hubiera escapado esta noche.
Él frunció el ceño. Luego se le relajó la cara y tomó las manos de la mujer.
—Como te has salvado, no pasa nada —dijo con voz ronca—. Lo habría hecho mejor en el exterior. Dentro de aquel taxi no tenía sitio ni para darme la vuelta. Y uno de ellos me ha dado una paliza.
Tenía su gracia. Aquel gran payaso estaba pidiendo perdón porque lo habían machacado mientras protegía a una mujer que se había largado, abandonándolo a su suerte.
La mujer lo llevó hacia la sala y yo los fui siguiendo. Se sentaron en el banco. Yo escogí una silla que no quedaba alineada con la ventana que el Niño Fulanito debía de estar vigilando.
—¿Qué ha pasado, Billie? —Le tocó la mejilla rasguñada y la nariz pelada con las yemas de los dedos—. Estás herido.
Él sonrió con una especie de goce avergonzado. Vi que lo que había tomado como una inflamación en una mejilla solo era un buen pedazo de tabaco de mascar.
—No sé todo lo que ha pasado —dijo—. Uno de ellos me ha derribado y no me he despertado hasta un par de horas después. El taxista no me ha ayudado para nada en la pelea, pero era buena gente y sabía que se iba a sacar un dinero. No ha gritado ni nada. Me ha llevado a un médico que no se irá de la boca y el médico me ha curado y luego he venido aquí.
—¿Los has visto a todos? —preguntó ella.
—¡Claro! Los he visto, los he sentido y a lo mejor hasta los he degustado.
—¿Cuántos eran?
—Solo dos. Uno pequeño con un ojo de cristal y otro grandote con una mandíbula enorme.
—¿No había otro? ¿No había uno joven, alto y delgado?
Podía ser el Niño Fulanito. ¿Acaso ella creía que él y el francés trabajaban juntos?
Billie negó con su cabeza desgreñada y apaleada.
—No. Solo eran dos.
Ella frunció el ceño y se mordisqueó el labio.
Billie me miró de soslayo; una mirada que significaba «lárgate».
La mujer se dio cuenta. Se recolocó en el banco para ponerle una mano en la cabeza.
—Pobre Billie —lo arrulló—. Se lastima la cabeza cruelmente para salvarme y luego, cuando tendría que estar en su casa descansando, yo lo tengo aquí, hablando. Vete, Billie, y cuando llegue la mañana y tu pobre cabeza esté mejor, ya me telefonearás.
Su cara roja se ensombreció. Me miró con cara de malas pulgas.
Ella se rio y le dio una bofetada suave en la mejilla que se inflaba por la presencia de la bola de tabaco de mascar.
—No tengas celos de Jerry. Jerry está enamorado de una chica de amarillo y blanco de no sé dónde y es el hombre más fiel del mundo. Las mujeres oscuras no le gustan ni un poquito así. —Me desafió con una sonrisa—. ¿Verdad, Jerry?
—No —negué—. Además, todas las mujeres son oscuras.
Billie pasó la bola de tabaco a la mejilla rasguñada y apretó los hombros.
—¿Cómo diablos se te ocurre hacer ese chiste? —bramó.
—No significa nada malo, Billie —se rio ella—. Solo es una frase graciosa.
—Ah, ¿sí? —Billie estaba amargado y truculento. Empecé a pensar que no le caía bien—. Pues dile a tu amigo gordito que se guarde los chistes de listillo. A mí no me gustan.
La cosa estaba clara. Billie buscaba una discusión. La mujer, que lo abrazaba con la fuerza suficiente para sacarlo de allí, se limitó a reír de nuevo. No servía de nada intentar buscar razones a sus actos. Estaba pirada. A lo mejor se le había ocurrido que, al no podemos conservar a los dos porque no nos llevábamos bien, le convenía dejamos pelear y quedarse con el que se cargara al otro.
En cualquier caso, se aproximaba una bronca. Normalmente yo me inclino por la paz. Ya se acabaron los días en que peleaba por pura diversión. He estado en demasiadas bullas como para preocuparme demasiado. Lo normal es que no te pase nada muy malo aunque pierdas. No pensaba echarme atrás solo porque el gigantón fuera más grande que yo. Siempre se me han dado bien las tallas grandes. Ya le habían pegado aquella misma tarde. Eso le restaría un poco de energía. Yo quería quedarme un poco más en aquel apartamento, si era posible. Si Billie buscaba pelea —y todo hacía pensar que así era—, la iba a encontrar.
Era fácil tener un encontronazo con él. Estaba dispuesto a usar en mi contra cualquier cosa que le dijera.
Dirigí una sonrisa a su cara enrojecida y, con toda solemnidad, sugerí a la mujer:
—Creo que si lo sumergieras en tinte azul saldría del mismo color que el otro cachorro.
Era una tontería, pero sirvió. Billie dio un paso atrás y cerró los puños con fuerza.
—Tú y yo vamos a salir a dar un paseo —decidió—, a un lugar donde tengamos espacio.
Me levanté, aparté la silla de una patada y le cité a Red Burns: «Si te acercas lo suficiente, siempre sobra espacio».
Con aquel tipo no hacía falta hablar mucho. Empezamos a dar vueltas y vueltas.
Al principio fue a puñetazos. Él empezó lanzando la derecha contra mi cabeza. Yo lo esquivé por debajo y le encajé un derecha-izquierda al vientre. Se tragó la bola de tabaco. Pero no cedió. Pocos hombres grandes son tan fuertes como parece. Billie lo era.
No sabía nada de nada. Su idea de una pelea era levantarse y lanzarte puñetazos a la cabeza: derecha, izquierda, derecha, izquierda. Sus puños eran grandes como cubos de basura. Arrancaban silbidos al aire. Pero siempre hacia la cabeza, donde más fáciles de esquivar resultaban.
Yo tenía espacio suficiente para entrar y salir. Y lo hice. Le castigué la barriga. Le aticé el corazón. Le volví a atacar la barriga. A cada golpe él crecía un centímetro, ganaba un kilo y aumentaba su energía. Yo no pego en broma, pero nada de lo que hacía a aquella montaña humana —ni siquiera lo de hacerle tragar la bola de tabaco— tenía el menor efecto visible.
Siempre he estado razonablemente orgulloso de mi pegada. Que aquel estibador enorme encajara mis mejores golpes sin gruñir era decepcionante. Pero no me desanimé. No lo iba a aguantar eternamente. Opté por la constancia.
Él me dio dos veces. Una en el hombro. Un gran puñetazo que me hizo dar la vuelta entera. Pero no supo qué hacer a continuación. Se me echó encima por el lado equivocado. Le hice fallar y me escabullí. La siguiente vez me dio en la frente. Evité la caída gracias a una silla. El golpe me dolió. A él debió de dolerle más. El cráneo es más duro que los nudillos. Cuando se me echó encima lo esquivé y le dejé un recuerdo en la nuca.
La cara oscura de la mujer apareció por encima del hombro de Billie cuando él se estiró. Le brillaban los ojos tras las densas pestañas y tenía la boca tan abierta que se veía brillar el blanco de los dientes.
Después de eso Billie se hartó de boxear y convirtió el combate en una pelea de lucha libre en la que estaba permitido pegar. Yo hubiera preferido seguir con los puños. Pero no pude evitarlo. La fiesta era suya. Me agarró por una muñeca, dio un tirón y nuestros pechos chocaron.
Sabía tan poco de aquella disciplina como de la anterior. Ni falta que le hacía. Era tan grande y fuerte que podía jugar conmigo.
Cuando caímos juntos y empezamos a rodar, yo quedé debajo. Hice todo lo que pude, que no era mucho. Lo atrapé tres veces con una tijera. Su cuerpo era tan grande que mis piernas cortas no lograban abarcarlo. Se me quitaba de encima como si estuviera jugando con un bebé. Intentar hacerle algo a sus piernas carecía de sentido. Ninguna fuerza humana podía sujetar aquello. Y los brazos eran casi igual de fuertes. Dejé de intentarlo.
Ninguna de las técnicas que conocía servía de nada con aquel monstruo. Estaba más allá de mi alcance. Me contenté con gastar las pocas fuerzas que me quedaban en intentar que no me mutilase y en esperar una oportunidad para demostrar que era más listo que él.
Me dio muchas vueltas. Y entonces llegó mi oportunidad.
Estaba tumbado boca arriba, todo mi cuerpo chafado salvo por un tramo o dos de la parte más central del intestino. De rodillas, a horcajadas sobre mí, Billie llevó sus manos enormes a mi cuello y apretó.
¡Ahí se vio que no tenía ni idea!
No se puede asfixiar así a un hombre si tiene las manos sueltas y sabe que una mano siempre es más fuerte que un dedo.
Me reí en su cara morada y levanté las manos. Cada una de ellas agarró un meñique de Billie y lo separó de mi carne. Tampoco es que fuera un sueño. Yo estaba agotado y él no. Pero el meñique de un hombre nunca es más fuerte que la mano de su oponente. Tiré de ellos hacia atrás. Se rompieron a la vez.
Soltó un grito. Agarré los siguientes: los anulares.
Uno de los dos crujió. El otro estaba a punto de partirse cuando me soltó.
Di una sacudida y le golpeé en la cara. Conseguí escabullirme de la presa de sus rodillas. Nos pusimos de pie al mismo tiempo.
Sonó el timbre.