—¿Se supone que tenía que haber alguien? —le pregunté, echándola a un lado para que no se interpusiera entre mi cuerpo y las dos puertas que remataban el recibidor.
—No, solo Frana, mi perrita. Pero…
Saqué el arma del bolsillo, solo para asegurarme de que no se atascaba, y la volví a guardar mientras, con la otra mano, me libraba de los brazos de la mujer.
—Quédate aquí. Voy a ver si tienes compañía.
Mientras me acercaba a la puerta más cercana, resonó en mi interior una voz que tenía ya siete años —la de Lew Maher— y me decía: «Sabe disparar y está sencillamente loco. No le frena nada como la imaginación, o el miedo a las consecuencias».
Accioné el pomo de la primera puerta con la mano izquierda. La abrí de una patada con el pie izquierdo.
No pasó nada.
Pasé una mano por el marco de la puerta, encontré el interruptor, encendí la luz.
Una sala de estar, todo en orden.
A través de una puerta abierta en el extremo opuesto de la sala nos llegaban los ladridos ahogados de Frana. Ahora sonaban más altos y nerviosos. Me acerqué a la puerta. Lo que alcanzaba a ver de la habitación siguiente, con la luz que llegaba desde allí, parecía vacío y tranquillo. Entré y encendí la luz.
La voz del perro llegaba desde el otro lado de una puerta cerrada. Me acerqué a ella y la abrí de un tirón. Un perro oscuro de piel acolchada saltó y quiso morderme la pierna. Lo agarré por la parte más gruesa del pellejo y lo levanté, aunque no dejó de retorcerse y gruñir. Le dio la luz. Era morado. ¡Morado como un grano de uva! ¡Teñido de morado!
Sosteniendo con la mano izquierda, algo alejado de mi cuerpo, aquel chucho artificial que no paraba de ladrar y tirar mordiscos, avancé hasta la siguiente habitación, un dormitorio. Estaba vacía. No había nadie en el armario. Encontré la cocina y el baño. Vacíos. En aquel apartamento no había nadie. Al perro morado lo había encerrado el Niño Fulanito aquella misma tarde, un rato antes.
Al pasar por la segunda habitación, de vuelta hacia la mujer para llevarle su perro y mi informe, vi un sobre abierto en la mesa, boca abajo. Le di la vuelta. Pertenecía a una tienda de moda y la destinataria, en aquella misma dirección, era Inés Almad.
Parecía que el grupo se volvía internacional. Maurois era francés; el Niño Fulanito era americano de Boston; el perro tenía un nombre de Bohemia (al menos, yo recordaba haber atrapado a un falsificador checo, pocos meses antes, que se llamaba Frana); imaginé que Inés sería española o portuguesa. No sabía de donde venía el apellido Almad, pero desde luego era extranjero y no me parecía francés.
Regresé a su lado. No se había movido ni un centímetro.
—Parece que todo está en orden —le dije—. El perro se había encerrado en un armario.
—¿No hay nadie?
—Nadie.
Cogió el perro con las dos manos, besuqueó su carita regordeta y teñida y le canturreó palabras cariñosas en un idioma que para mí carecía de sentido.
—¿Tus amigos…? ¿Esa gente con la que te peleabas esta tarde sabe dónde vives? —le pregunté.
Yo ya sabía que sí. Quería averiguar qué sabía ella.
Soltó al perro como si se hubiera olvidado de él y trazó un mohín con las cejas.
—No lo sé —respondió lentamente—. Pero puede ser. Si lo saben… —Se estremeció, dio media vuelta y cerró con un violento portazo—. Puede que hayan estado aquí esta tarde —siguió—. Frana se había escondido alguna vez en un armario, pero ya todo me da miedo. Soy más bien cobarde. Entonces, ¿aquí no hay nadie?
—Nadie —la tranquilicé de nuevo.
Fuimos a la sala. Cuando se quitó el sombrero y la capa oscura, pude mirarla bien por primera vez.
Era una mujer de unos treinta años, estatura apenas por debajo de la media y piel oscura. Llevaba un vestido de vívido naranja. Era oscura como lo son las indias, con sus hombros descubiertos, marrones, redondos y caídos, manos y pies minúsculos, dedos cargados de anillos. Nariz fina y curva, boca de labios rojos y carnosos y ojos extraordinariamente rasgados y protegidos por unas pestañas largas y densas. Eran unos ojos oscuros, pero no podía apreciarse el color tras las mínimas ranuras que separaban los párpados. Dos brillos oscuros entre el velo de las pestañas. El cabello negro, en aquel momento, estaba alborotado en brotes de seda ahuecados. Una hilera de perlas rodeaba su cuello oscuro. Los pendientes negros de hierro —con una peculiar forma abastonada— bailaban junto a sus mejillas.
En resumen, era un personaje curioso. Pero no aceptaría que me entrecomillaran para decir que no era hermosa…, de una manera un poco loca.
Mientras se despojaba del sombrero y la capa, no dejó de temblar y estremecerse. Sin dejar de mordisquearse el labio inferior, cruzó la sala para encender un calentador eléctrico. Yo aproveché la oportunidad para pasar mi arma del bolsillo del abrigo a los pantalones. Luego me quité el abrigo.
Ella abandonó la sala un segundo y regresó con una botella de un cuarto de galón llena de un líquido marrón y dos vasos en una bandeja de bronce que dejó en una mesita, cerca del calentador. Llenó el primer vaso hasta apenas un centímetro del borde. Cuando llenaba el segundo la detuve a la mitad.
—Para mí ya está bien —le dije.
Era brandy y no costaba demasiado de tragar. Ella se echó el vaso entero al gollete con auténtica necesidad, sacudió los hombros descubiertos y suspiró, satisfecha.
—Sin duda, le parecerá que soy una lunática —me dijo con una sonrisa—. Me he echado en sus brazos, un desconocido que pasa por la calle, he abusado de su tiempo y le he metido en un problema.
—No —mentí en tono serio—. Me pareces bastante equilibrada para una mujer que, sin duda, no está acostumbrada a esta clase de líos.
Ella acercó un banquito tapizado al calentador eléctrico, a escasa distancia de la mesita en que descansaban los vasos de brandy. Luego se sentó e inclinó la cabeza en una invitación a ocupar la mitad vacía del banco.
El perro morado saltó a su regazo. Ella lo sacó de allí. Intentó regresar. Le dio una brusca patada en un costado con la puntera de la zapatilla. El animal soltó un ladrido y se metió a rastras debajo de una silla, al otro lado de la sala.
Di la vuelta completa a la sala para evitar la ventana. Había una cortina, pero no tan gruesa como para tapar todo el espacio a los ojos del Niño Fulanito, si daba la casualidad de que en aquel momento estaba sentado en su ventana con un par de binóculos.
—Pues la verdad es que no soy nada equilibrada —decía la mujer cuando me dejé caer a su lado—. Soy bastante cobardica, es terrible. Y aunque me acostumbre… Es mi marido, o el que fue mi marido. Tendría que contárselo. Su caballerosidad merece esta explicación y no quiero que se haga una idea equivocada.
Intenté trasmitir confianza y credulidad. No esperaba creerme nada de cuanto dijera.
—Está loco de celos —siguió hablando con su voz suave de tono grave, con aquella manera peculiar de pronunciar algunas palabras que no llegaba a ser tan extraña como para merecer la consideración de acento extranjero—. Está viejo y es increíblemente malvado. ¡Me ha enviado a esos hombres! Y no son los primeros. Una vez fue una mujer. No sé qué… No sé qué pretenden. Matarme, quizá… Mutilarme, desfigurarme, no lo sé.
—¿Y el que iba en el taxi contigo era uno de ellos? —pregunté—. Yo iba detrás de vosotros calle abajo cuando os han atacado y he visto que había un hombre contigo. ¿Era uno de ellos?
—¡Sí! Yo no lo sabía, pero tiene que ser así. No me ha defendido. Solo lo hacía ver.
—¿Nunca has intentado chivarte a la poli sobre ese maridito tuyo?
—¿Cómo es eso?
—¿Nunca has avisado a la policía?
—Sí, pero… —Encogió sus hombros marrones—. Si me hubiera callado daría lo mismo, o sería mejor todavía. Fue en Buffalo y multaron a mi marido para que me dejara en paz, creo que se dice así. ¡Mil dólares! ¡Bah! ¿Qué significa eso para él, con sus celos? Y yo… Yo no pude aguantar las cosas que decían los periódicos, sus burlas. Tuve que irme de Buffalo. Sí, una vez intenté chivarme a la policía. Pero nunca más.
—¿Buffalo? —exploré un poco—. Yo viví allí un tiempo… En la avenida Crescent.
—Ah, sí. Eso queda cerca del parque Delaware.
Y así era. Sin embargo, que supiera algo de Buffalo no probaba nada acerca del resto de su historia.