IV

Nos volvimos a detener al poco y el Cadillac se situó en un lugar adecuado para que sus ocupantes vigilasen el café Venetian, uno de los restaurantes italianos más llamativos de esa parte de la ciudad.

Pasaron dos horas.

Se me ocurrió que el Niño Fulanito estaría comiendo en el Venetian. Cuando saliera empezarían los fuegos artificiales para continuar la celebración donde la habían dejado aquella tarde en la calle McAllister. Alimenté la esperanza de que esta vez no pillaran al chico con el abrigo puesto. Tampoco se crean que tuviera la intención de echarle una mano en aquel dos contra uno.

La fiesta tenía toda la pinta de ser una guerra de pistoleros. Por lo que a mí concernía, sería una fiesta privada. Yo solo tenía la esperanza de que, si me quedaba esperando justo al borde hasta que ganara alguien, obtendría para la Continental algún beneficio en forma de un maleante o dos, entre los supervivientes.

Me había equivocado al suponer quién sería la presa del francés. No era el Niño Fulanito. Eran un hombre y una mujer. No les vi la cara. Tenían la luz a sus espaldas. No perdieron tiempo entre la puerta del Venetian y el taxi.

El hombre era grande: alto, amplio, grueso. La mujer parecía pequeña a su lado. Pero no era una buena referencia. Cualquiera que no pesara una tonelada hubiera parecido pequeña a su lado.

En cuanto el taxi se alejó del café, el Cadillac lo siguió. Yo aceleré detrás del Cadillac.

La persecución fue breve.

El taxi se metió por una manzana oscura en el límite de Chinatown. El Cadillac se puso a su lado y lo obligó a pegarse al bordillo.

Ruido de frenos, unos gritos, cristales rotos. Un grito de mujer. Figuras que se movían en el escaso espacio entre el taxi y el Cadillac. Los dos coches se mecieron. Gruñidos. Estallidos secos. Reniegos.

Una voz de hombre:

—¡Eh! ¡No puede hacer eso! ¡Nix! ¡Nix!

Era una voz estúpida.

Yo había ido frenando, de modo que el cupé apenas avanzaba hacia la pelea que tenía delante. Escudriñando entre la lluvia y la oscuridad, intenté distinguir algún detalle mientras me acercaba, pero apenas veía nada.

Estaba a unos seis metros de ellos cuando la puerta del taxi que daba a la acera se abrió de golpe. Salió disparada una mujer. Cayó de rodillas a la acera, se puso en pie de un salto y echó a correr calle arriba.

Acerqué el cupé a la acera y abrí la puerta. Mis ventanillas estaban empañadas por la salpicadura de la lluvia. Quería ver bien a la mujer cuando pasara. Si entendía la puerta abierta como una invitación, tampoco me importaba hablar con ella.

Aceptó la invitación y se acercó al coche directamente, como si diera por hecho que la estaba esperando. Su cara era un óvalo pequeño asomado sobre el cuello de piel.

—¡Socorro! —jadeó—. Sáqueme de aquí… Deprisa.

El matiz extranjero que se desprendía de su voz era tan suave que no se podía considerar como un acento.

—¿Qué tal si…? —Cerré la boca. Lo que me estaba clavando en el cuerpo era una automática de cañón corto—. ¡Claro! ¡Sube! —la insté.

Agachó la cabeza para entrar en el coche. Le pasé un brazo por el cuello y tiré de ella hacia abajo, contra mi regazo. Se retorció y quiso escabullirse: era un cuerpo de huesos pequeños y carne dura, lleno de fuerza.

Le arranqué el arma de la mano y la empujé para que quedara sentada a mi lado.

Me clavó los dedos en los brazos.

—¡Rápido! ¡Rápido! Ah, por favor, ¡deprisa! ¡Sáqueme…!

—¿Y tu amigo? —pregunté.

—¡A él no! ¡Va con los otros! ¡Por favor, rápido!

Un hombre llenó el espacio de la puerta abierta: era el de la mandíbula amplia, el conductor del Cadillac.

Su mano agarró la piel que llevaba la mujer en torno al cuello.

Ella quiso gritar y solo le salió el gorgoteo que emiten los hombres cuando les cortan el cuello. Con el arma que acababa de quitar a la mujer, golpeé al hombre en la mandíbula.

Intentó tirarse dentro del cupé. Lo eché de un empujón.

Su cabeza aún no había golpeado la acera cuando cerré la puerta y me abrí paso con el coche.

Nos alejamos. Sonaron dos disparos cuando doblábamos la primera esquina. No sé si nos disparaban a nosotros o no. Doblé otras esquinas. El Cadillac no volvió a aparecer.

De momento, íbamos bien. Había empezado con el Niño Fulanito, lo había soltado para ocuparme de Maurois y ahora dejaba a este para ver quién era esa mujer. No entendía de qué iba aquella confusión, pero al parecer iba a descubrir de «quién» iba.

—¿Adónde? —pregunté enseguida.

—A casa —dijo, y me dio una dirección.

Dirigí hacia allí el cupé sin ninguna reticencia. Eran los apartamentos de la calle McAllister que el Niño había estado vigilando aquella misma tarde.

No nos costó nada llegar. Lo supiera o no mi compañera, a mí sí me constaba que todos los jugadores de aquella partida conocían esa dirección. Quería llegar allí antes que el francés y que Mandíbula Grande.

Ninguno de los dos habló durante el trayecto. Ella se acurrucó a mi lado, temblando. Yo miraba adelante, tramando cómo conseguir que me invitara a subir a su apartamento. Lamenté no haberme quedado con su pistola. Se me había caído al empujar a Mandíbula Grande para sacarlo del coche. Si no me invitaba a entrar, sería motivo para una siguiente visita.

No hacía falta que me preocupara. No me invitó. Insistió en que fuera con ella. Estaba muerta de miedo.

—¿No me abandonará? —suplicó mientras avanzábamos por la calle McAllister. Estoy totalmente aterrada. ¡No se puede alejar de mí! Si no entra, me quedaré con usted.

Yo estaba bastante decidido a entrar, pero no quería dejar el cupé en un lugar donde pudiera delatarme.

—Doblaremos la esquina y aparcaremos —le dije—. Y luego entraré contigo.

Doblé la esquina mirando con un ojo a cada lado en busca del Cadillac. No lo encontré. Aparqué en la calle Franklin y volvimos al edificio de McAllister.

Ella casi me obligó a correr bajo la lluvia, que ahora había amainado hasta convertirse en una llovizna.

La mano con la que intentó meter la llave en la cerradura de la puerta principal estaba temblorosa e imprecisa. Le cogí la llave y abrí yo la puerta. Subimos al tercer piso en un ascensor automático, sin ver a nadie. Me llevó hasta una puerta, cercana a la parte trasera del edificio, y la abrí.

Se sujetó a mi brazo con una mano y avanzó la otra para encender las luces del pasillo.

Yo no sabía qué estaba esperando hasta que empezó a gritar:

—¡Frana! ¡Frana! ¡Ah, Frana!

Llegó el ladrido ahogado de un perro pequeño. El perro no aparecía.

Se agarró a mí con las dos manos como si pretendiera treparme por la pechera empapada.

—¡Están aquí! —gritó con una voz aguda y seca de terror absoluto—. ¡Están aquí!